miércoles, 22 de marzo de 2017

Penúltimo aprendizaje. Hipólito G. Navarro.

Sergio es el primero que lo sabe: quienes flotan en las piscinas como los gatos de escayola hacen siempre un buen papelón en el chalé de los amigos. Por si fuera poca certeza, sabe además que todo el brillo de su charla de sobremesa termina por apagarse apenas se quita la ropa, cuando aparece fantasmal una figura no clasificada aún en las categorías más comunes o estandarizadas. Ni atlético ni pícnico, ni asténico siquiera, del conjunto de músculos y huesos de Sergio podría decirse acaso que posee una belleza cubista, para emplear ese socorrido adjetivo que aplicado a la anatomía de un individuo la sitúa siempre más o menos por los alrededores de Avignon.
Soporta Sergio las risitas como puede, acostumbrado a ellas desde niño, sabiendo que lo peor está todavía por llegar.
-¿No te bañas? -preguntan a coro los amigos.
-Sí, un poco más tarde; es que estoy aún en digestión -argumenta Sergio, dándole nerviosas vueltas a la perolilla imaginaria de un reloj digital water resistant.
-¡En digestión!... Hemos comido todos a la vez, y luego no has parado de hablar en las tres últimas horas, por si no lo sabes.
Admira Sergio la manera de establecer contacto con lo húmedo que tienen los amigos, saltando al centro de la piscina sin pensarlo, como cuchillos que se hundieran en un flan. Mientras, él va entrando poco a poco, peldaño a peldaño, por una escalerilla de tubos que resbalan peligrosamente, y se detiene cuando el agua llega a la altura de sus partes contratantes, peleadas desde siempre con toda clase de frialdad. Así, desde ese nivel, puede comprobar cómo algunos cubren quince envidiables largos sin respirar apenas.
-Venga, hombre, que está buenísima.
Al final no tiene más remedio que penetrar. Una penetración entre comillas, obviamente. El primer baño de Sergio se reduce a darle una ridícula vuelta a la piscina, bien agarrado al borde, mientras sus amigos ríen y lo martirizan con la broma sempiterna de todos los veranos:
-Lo ibas a tener muy crudo tú, de cartero en Venecia.
Esa mofa repetida desencadena no obstante, de manera inevitable, muchos y muy variados comentarios viajeros, peregrinos, que desvían la atención de los amigos. Su torpeza, le parece a Sergio, pasa entonces más inadvertida.
Se va soltando poco a poco, con la misma lentitud con que el agua parece adquirir la consistencia de un caldo.
Ellos salen sin apenas una arruga, y Sergio acepta como cada verano el reto de quedarse solo para practicar un poco más donde no cubre.
Cafés. Infusiones.
Cuando llega el fin de la tarde, con los whiskies y el colofón de la puesta de sol sobre los árboles frutales, todavía una bonita e intensa ensoñación los embarga a todos. En ella intervienen canales, palacios y góndolas en diferentes proporciones.
Sergio flota ahora mansamente y en silencio sobre el agua, desaparecido por completo el exceso de prudencia que agarrotó a sus músculos durante las primeras horas. Un pájaro negro y enorme, planeando con las alas extendidas, cruza muy despacio por el cielo. Durante una fracción de segundo, Sergio en la piscina ha sido su exacto reflejo sobre el agua.



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