Cada noche, cuando me lavo las manos si lo hago con agua tibia (con agua fría nunca sucede), mis dedos escapan uno por uno, y se ponen a nadar en el lavabo y remontan la corriente de la llave, cual pequeños y morenos salmones. Al ver esto me desespero, y trato de atraparlos, siempre con infinitos e infructuosos esfuerzos pues no tengo dedos (todos están nadando) con que retenerlos: después lloro, y al oírlo mi madre entra y jalándome una oreja, me dice: “Oye bien esto, loco, si vuelves a sacar de su estanque los peces de tu tía y los enjabonas y te los quieres poner en los dedos, no te dejaré salir de tu cuarto en un mes”.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
martes, 29 de septiembre de 2015
Voyeur. David Baizabal. Microrrelato.
Se vieron en el restorán y tuvieron una cena romántica, caminaron al departamento intercambiando gestos y pasos de enamorados, llegaron a la recámara, se desnudaron. Pero no se atrevían a hacer el amor porque desde el principio tenían la sensación de que alguien los estaba leyendo.
lunes, 28 de septiembre de 2015
Nosotros no. José B. Adolph. Microrrelato.
Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.
Todos los altavoces del mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los boletines destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegré, naturalmente, en un primer instante.
¡Cuánto habíamos esperado este día!
Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.
Una sola inyección, cada cien años.
Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóvenes serían inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya a organizar el envío, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.
Todos serían inmortales.
Menos nosotros, los mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.
Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho animales de otra especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían inmortales. Dueños del universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.
Nosotros, no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última generación mortal. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba, por última vez, sobre la faz de la tierra.
Nosotros, no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría.
Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.
Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección, una ceremonia -que nosotros ya no veríamos- cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro. ¡Ahora cuánto nos costaría dejar la tierra! ¡Cómo nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuántas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!
Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, decidió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recientemente a amar y a comprender a los inmortales.
Porque ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.
Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que implorarán la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.
Nosotros, no.
Hasta que la muerte, cuentos de José B. Adolph. 1971.
Todos los altavoces del mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los boletines destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegré, naturalmente, en un primer instante.
¡Cuánto habíamos esperado este día!
Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.
Una sola inyección, cada cien años.
Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóvenes serían inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya a organizar el envío, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.
Todos serían inmortales.
Menos nosotros, los mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.
Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho animales de otra especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían inmortales. Dueños del universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.
Nosotros, no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última generación mortal. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba, por última vez, sobre la faz de la tierra.
Nosotros, no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría.
Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.
Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección, una ceremonia -que nosotros ya no veríamos- cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro. ¡Ahora cuánto nos costaría dejar la tierra! ¡Cómo nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuántas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!
Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, decidió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recientemente a amar y a comprender a los inmortales.
Porque ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.
Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que implorarán la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.
Nosotros, no.
Hasta que la muerte, cuentos de José B. Adolph. 1971.
sábado, 26 de septiembre de 2015
Los hombres que asesinaron a Mahoma. Alfred Bester. Cuento.
Hubo un hombre que mutiló la historia. Derribó
imperios y truncó dinastías. A causa de él, Mount Vernon no debería ser un
santuario nacional, y Columbus, Ohio, debería ser llamado Cabot, Ohio. A causa
de él, el nombre de Marie Curie debería ser maldecido en Francia, y nadie
juraría por las barbas del Profeta. De hecho, estas cosas no ocurrieron, porque
era un sabio loco; o, para decirlo de otro modo, sólo consiguió hacerlas
irreales para sí mismo.
El paciente lector está demasiado familiarizado con
el sabio loco convencional, de estatura inferior a la normal y cejas
superpobladas, que crea monstruos en su laboratorio, monstruos que
invariablemente se rebelan contra su creador y amenazan a su hermosa hija. Este
relato no trata sobre esa clase de hombre imaginario. Trata sobre Henry Hassel,
un sabio loco auténtico, en la misma línea de hombres tan conocidos como Ludwig
Boltzmann (ver Ley de los gases ideales), Jacques Charles y André Marie
Ampère (1775-1836).
Todo el mundo debería saber que el amperio eléctrico
fue denominado así en honor a Ampère. Ludwig Boltzmann fue un distinguido
físico austriaco, tan famoso por sus investigaciones sobre el antirradiante
como por sus gases ideales. Pueden ustedes comprobarlo en el tercer volumen de la Enciclopedia Británica, BALT a BRAI. Jacques
Alexandre Cesar Charles fue el primer matemático que se interesó por los viajes
aéreos, e inventó el globo de hidrógeno. Estos fueron hombres reales.
También fueron sabios locos reales. Ampère, por ejemplo, se dirigía a una importante reunión
de científicos en París. En el taxi se le ocurrió una idea brillante (de naturaleza
científica, supongo), sacó rápidamente un lápiz y anotó la ecuación en la pared
del cabriolé alquilado. Aproximadamente, era:
dH=/pdZ/r2
en donde p es la distancia perpendicular de P a la línea del elemento dl;
o dH=i sen Ø dl/ r2.
Esto se conoce a veces como la ley de Laplace,
aunque no estuvo en la reunión.
Sea como fuere, el taxi llegó a la academia. Ampère
bajó de un salto, pagó al conductor e irrumpió en la reunión para contar su
idea a todo el mundo. Entonces se dio cuenta de que no tenía la nota, recordó
dónde la había dejado y tuvo que correr tras el taxi por todas las calles de
París para recuperar su huidiza ecuación. A veces me imagino que así fue cómo
Fermat perdió su famoso «último teorema», aunque Fermat tampoco estuvo en la
reunión, ya que falleció unos doscientos años antes.
O bien Boltzmann. A lo largo de un curso sobre gases
ideales avanzados, salpicó sus conferencias con intrincados cálculos que
elaboraba rápidamente en su cabeza. Tenía esa clase de cabeza. Sus estudiantes
tropezaban con tantas dificultades para descifrar las matemáticas de oído que
no seguían las conferencias, y pidieron a Boltzmann que elaborara sus
ecuaciones en la pizarra.
Boltzmann se disculpó y prometió ser más asequible
en el futuro. En la siguiente conferencia, empezó: «Caballeros, cambiando la
ley de Boyle con la ley de Charles, llegamos a la ecuación pv=p0
v0 (1+at). Ahora bien, evidentemente si la integral de a hasta
b es igual a f(x) Ø (a)dx, así pues pv=RT y la integral
del volumen de f(x,y,z) es cero. Es tan sencillo como que dos y dos son
cuatro.» En este punto Boltzmann recordó su promesa. Se volvió hacia la
pizarra, escribió concienzudamente 2+2=4, y después prosiguió su complicado
cálculo mental.
Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió
la ley de Charles (a veces conocida como ley de Gay-Lussac), que Boltzmann
mencionó en su conferencia, tenía una pasión lunática por convertirse en un
paleógrafo famoso... es decir, un descubridor de manuscritos antiguos. Creo que
el hecho de compartir el éxito con Gay-Lussac debió de desquiciarlo.
Pagó 200.000 francos a un conocido estafador llamado
Vrain-Lucas por una serie de cartas holó-grafas supuestamente escritas por
Julio César, Alejandro el Grande y Poncio Pilatos. Charles, un hombre que veía
a través de cualquier gas, ideal o no, creyó en estas falsificaciones a pesar
del hecho de que el torpe Vrain-Lucas las había escrito en francés moderno y en
papel moderno con filigranas modernas. Charles incluso trató de donarlas al
Louvre.
Ahora bien, estos hombres no eran tontos. Eran
genios que pagaron un alto precio por su genio, porque el resto de sus
pensamientos era de otro mundo. Un genio es alguien que se dirige hacia la
verdad por un camino inesperado. Desgraciadamente, los caminos inesperados conducen
al desastre en la vida cotidiana. Esto es lo que le sucedió a Henry Hassel,
profesor de Compulsión Aplicada en la Universidad Desconocida en el año 1980.
Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida ni
lo que allí se enseña. Tiene un cuerpo docente de unos doscientos excéntricos,
y un cuerpo estudiantil de dos mil inadaptados.... de la clase que permanece en
el anonimato hasta que ganan premios Nobel o se convierten en El Primer Hombre
sobre Marte. Es fácil descubrir a un graduado de la U. D. si se le pregunta a
qué Universidad ha ido. Si se obtiene una respuesta evasiva como: «Estatal», o
«Oh, a una Universidad muy nueva de la que nunca habrá oído hablar», es seguro
que asistió a la Desconocida. Espero contarles algo más de esta Universidad, que
es un centro cultural únicamente en el sentido de Pickwick.
Sea como fuere, a primera hora de una tarde
cualquiera, Henry Hassel salió de su despacho en el Centro Psicópata con
destino a su casa, atravesando a grandes zancadas la arcada de Cultura Física. No
es cierto que lo hiciera para lanzar una ojeada a las alumnas desnudas que
practicaban Euritmia Arcana; la verdad es que a Hassel le gustaba admirar los
trofeos expuestos en la arcada en memoria de grandes equipos de la Universidad
Desconocida que triunfaron en la clase de campeonatos que ganan tales
equipos... en deportes como estrabismo, oclusión y botulismo. (Hassel había sido campeón
de frambesia durante tres años
consecutivos.) Llegó muy animado a su casa, e irrumpió alegremente en ella,
encontrando a su esposa en brazos de un hombre.
Allí estaba, una hermosa mujer de treinta y cinco
años, con abundante cabello rojizo y ojos almendrados, siendo apasionadamente
abrazada por una persona cuyos bolsillos rebosaban panfletos, instrumentos
microquímicos y un martillo para reflejos de rótula... un típico exponente de
la U. D. El abrazo era tan absorbente que ninguna de las partes ofensoras
percibió a Henry que les contemplaba desde el pasillo.
Ahora recordemos a Ampère, Charles y Boltzmann.
Hassel pesaba noventa kilos. Era fuerte y estaba libre de inhibiciones. Para él
habría sido un juego de niños despedazar a su esposa y al amante de ésta, y de
esta forma alcanzar simple y directamente la meta que deseaba... poner fin a la
vida de su esposa. Pero Henry Hassel pertenecía a la clase de los genios; su
mente no funcionaba de este modo.
Hassel inspiró profundamente, dio media vuelta y
entró como un torbellino en su laboratorio particular. Abrió un cajón que
ostentaba el letrero de DUODENO y extrajo un revólver de calibre 45. Abrió
otros cajones, con letreros aún más interesantes y otro tipo de aparatos. En
siete minutos y medio justos (tal era su rabia) armó una máquina del tiempo
(tal era su genio).
El profesor Hassel dispuso la máquina del tiempo a
su alrededor, hizo girar un cuadrante hasta 1902, cogió el revólver y apretó un
botón. La máquina hizo un ruido parecido a un plomo que se funde, y Hassel
desapareció. Reapareció en Filadelfia el 3 de junio de 1902 y fue directamente
al número 1.218 de la calle Walnut, una casa de ladrillos rojos con escalones
de mármol, y llamó al timbre. Un hombre que podría haber pasado por el tercer
hermano Smith abrió la puerta y miró a Henry Hassel
—¿El señor
Jessup? —preguntó Hassel con voz ahogada.
—¿Sí?
—¿Usted es el señor Jessup?
—Yo mismo.
—¿Tiene usted un hijo llamado Edgar? ¿Edgar Allan
Jessup... a causa de su lamentable admiración por Poe?
El tercer hermano Smith se sobresaltó.
—Que yo sepa, no —dijo—. Aún no estoy casado.
-—Lo estará —repuso airadamente Hassel—. Tengo la desgracia
de estar casado con la hija de su hijo, Greta. Discúlpeme. —Alzó el revólver y
disparó sobre el futuro abuelo de su esposa—. Ella habrá dejado de existir
—murmuró Hassel, soplando el humo del revólver—. Estaré soltero.
Incluso podré casarme con otra persona... ¡Dios mío,
Dios mío! ¿Con quién?
Hassel aguardó con impaciencia que el dispositivo
automático de la máquina del tiempo le devolviera a su propio laboratorio. Se
precipitó hacia el salón. Allí estaba su pelirroja mujer, todavía en brazos de
un hombre.
Hassel se quedó boquiabierto.
—Así que es eso —gruñó—. Una tradición familiar de
infidelidad. Bueno, nos ocuparemos de ello. Tenemos todos los medios
necesarios. —Se permitió una risa hueca, volvió a su laboratorio y viajó al año
1901, donde mató de un disparo a Emma Hotchkiss, la futura abuela materna de su
esposa. Regresó a su propia casa y su propio tiempo.
Allí estaba su pelirroja mujer, todavía en brazos de
otro hombre.
—Estaba seguro de que la bruja era su abuela
—murmuró Hassel—. Era imposible dejar de observar el parecido. ¿Qué demonios ha
fallado?
Hassel estaba confundido y desanimado, pero no sin
recursos Fue a su despacho tuvo alguna dificultad en descolgar el teléfono,
pero finalmente consiguió marcar el número del Laboratorio Inmoral. Su dedo
siguió sudando fuera de los agujeros.
—¿Sam? —dijo—. Aquí Henry,,
—¿Quién?
—Henry.
—Tendrá que alzar la voz.
—¡Henry Hassel!
—Oh, buenas tardes, Henry,
—Háblame del tiempo.
—¿Del tiempo? Humm... —La Computadora Símplex y
Múltiplex se aclaró la garganta mientras esperaba que los circuitos de
información se conectaran—. Ejem. Tiempo. (1) Absoluto. (2) Relativo. (3)
Cíclico. (1) Absoluto: período, contingente, duración, diurno, perpetuidad...
—Lo siento, Sam. Solicitud equivocada. Retrocede.
Quiero tiempo, referencia a la sucesión, viajes.
Sam cambió de marcha y empezó de nuevo. Hassel
escuchó atentamente. Asintió. Gruñó:
—Uh-uh. Uh-uh. Correcto. Comprendo. Me lo imaginaba.
Un continuo, ¿eh? Los actos realizados en el pasado deben alterar el futuro.
Entonces estoy en el buen camino. Pero el acto debe ser importante, ¿eh? Efecto
masa-acción. Las trivialidades no pueden desviar las corrientes de fenómenos
existentes. Humm. Pero ¿hasta qué punto puede ser trivial una abuela?
—¿Qué tratas de hacer, Henry?
—Matar a mi esposa —respondió Hassel.
Colgó. Volvió a su laboratorio. Reflexionó, aún
dominado por los celos más rabiosos.
—Tengo que hacer algo importante —murmuró—. Borrar a
Greta; borrarlo todo. ¡Pues muy bien! Yo les enseñaré.
Hassel retrocedió hasta el año 1775, visitó una
granja de Virginia y disparó a un joven coronel en el pecho. El nombre del
coronel era George
Washington. y Hassel se aseguró de que
estuviera muerto. Regresó a su propio tiempo y su propia casa. Allí estaba su
pelirroja mujer, todavía en brazos de otro.
—¡Maldita sea! —exclamó Hassel. Estaba escaso de
municiones. Abrió una caja nueva de cartuchos, retrocedió en el tiempo y
asesinó a Cristóbal Colón, Napoleón, Mahoma, y media docena de otras
celebridades—. ¡Esto tendría que bastar, demonios! —dijo Hassel.
Regresó a su propio tiempo, y encontró a su mujer
igual que antes.
Le flaquearon las rodillas; le hizo el efecto de que
no podía sostenerse en pie. Volvió a su laboratorio, como si andará por arenas
movedizas.
—¿Qué diablos es importante? —se preguntó
dolorosamente Hassel—. ¿Qué se necesita para cambiar el futuro? Por Dios que
esta vez lo cambiaré de verdad. Me jugaré el todo por el todo.
Viajó a París a principios del siglo xx y visitó a
madame Curie en una buhardilla cercana a la Sorbona.
—Madame —dijo en un execrable francés—, soy un
desconocido para usted, pero un científico de cuerpo entero. Conociendo sus
experimentos sobre el radio... ¡Oh! ¿Aún no ha llegado al radio? No importa.
Estoy aquí para enseñarle lo que quiera sobre fisión nuclear.
Se lo enseñó. Tuvo la satisfacción de ver París
envuelta en una nube de humo antes de que el dispositivo automático le
devolviera a su casa.
—Esto enseñará a las mujeres a ser infieles...
—gruñó—. ¡Guhh! —Esta última exclamación se escapó de sus labios al ver a su
pelirroja mujer todavía..., pero no es necesario repetir lo evidente.
Hassel llegó como pudo a su despacho y se sentó para
reflexionar. Mientras él reflexiona, será mejor que les advierta de que ésta no
es una historia sobre viajes por el tiempo convencional. Si se imaginan por un
momento que Henry va a descubrir que el hombre con quien está su mujer es él mismo, se equivocan. La víbora no es Henry
Hassel, ni su hijo, ni un pariente, ni siquiera Ludwig Boltzmann (1844-1906).
Hassel no describe un círculo en el tiempo, terminando donde empieza la
historia, para satisfacción de nadie y furia de todos... por la sencilla razón
de que el tiempo no es circular, ni lineal, ni consecutivo, discoide,
sicigético, longitudinal o pandiculado. El tiempo es una cuestión particular,
según descubrió Hassel.
—Quizá se me haya pasado algo por alto —musitó
Hassel—. Será mejor que lo compruebe. —Luchó con el teléfono, que parecía pesar
cien toneladas, y al fin consiguió comunicarse con la biblioteca.
—¿Es la Biblioteca? Aquí Henry.
—¿Quién?
—Henry Hassel.
—Hable más alto, por favor, —¡HENRY HASSEL! —Oh.
Buenas tardes, Henry. —¿Qué tienes sobre George Washington? La Biblioteca soltó
un chasquido mientras sus unidades exploradoras inspeccionaban los
catálogos.
—George Washington, primer presidente de los Estados
Unidos, nació en...
—¿El primer presidente? ¿Acaso no fue asesinado en
1775?
—La verdad, Henry, ésta es una pregunta absurda.
Todo el mundo sabe que George Wash...
—¿No sabe todo el mundo que murió de un disparo?
—¿Efectuado por quién? —Por mí. —¿Cuándo? —En 1775.
—¿Cómo lo conseguiste? —Tengo un revólver.
—No, quiero decir que cómo lo hiciste hace
doscientos años
—Tengo una máquina del tiempo. —Bueno, aquí no
consta —dijo la Biblioteca—. Según mis registros, sigue tan campante. Debes de
haber fallado.
—No fallé. ¿Qué hay de Cristóbal Colón? ¿Algún
informe sobre su muerte en 1489?
—¡Pero si descubrió el Nuevo Mundo en 1492!
—No lo hizo. Fue asesinado en 1489.
—¿Cómo?
—Con una bala del 45 en las entrañas»
—¿Tú otra vez, Henry?
—Sí.
—Aquí no consta —insistió la Biblioteca—. Debes de
ser un tirador deplorable.
—No pienso enojarme —dijo Henry con voz temblorosa.
—¿Por qué no, Henry?
—Porque ya lo estoy —gritó—. ¡Muy bien! ¿Qué hay de
Marie Curie? ¿Descubrió o no descubrió la bomba de fisión que destruyó París a
principios de siglo?
—No lo hizo. Enrico Fermi...
—Lo hizo.
—No lo hizo.
—Yo le enseñé personalmente. Yo. Henry Hassel.
—Todo el mundo dice que eres un teórico magnífico,
pero también un profesor deplorable, Henry. Eres...
—Vete al infierno, viejo chismoso. Esto tiene que
aclararse.
—¿Por qué?
—Me he olvidado. Se me había ocurrido una cosa, pero
ahora ya no importa. ¿Qué me sugieres?
—¿Tienes realmente una máquina del tiempo?
—Claro que la tengo.
—Pues retrocede en el tiempo y haz comprobaciones.
Hassel regresó al año 1775, visitó Mount Vernon, e
interrumpió la plantación primaveral.
—Discúlpeme, coronel —empezó.
El gran hombre le miró con curiosidad.
—Habla usted de un modo muy raro, desconocido
—dijo—. ¿De dónde procede?
—Oh, de una Universidad muy nueva de la que nunca
habrá oído hablar.
—Su aspecto también es muy raro. Parece nebuloso,
para decirlo de algún modo.
—Dígame, coronel, ¿qué sabe de Cristóbal Colón?
—No mucho —contestó el coronel Washington—. Falleció
hace doscientos o trescientos años.
—¿Cuándo dice que falleció?
—En el año 1500 y pico, si no recuerdo mal.
—No fue así. Murió en 1489.
—Sus fechas están equivocadas, amigo. Descubrió
América en 1492.
—El que descubrió América fue Cabot; Sebastián
Cabot.
—Ni hablar. Cabot viene un poco más tarde.
—¡Tengo pruebas infalibles! —empezó Hassel, pero se
interrumpió al ver acercarse a un hombre corpulento y bastante vigoroso con la
cara ridículamente sonrojada por la rabia.
Llevaba unos pantalones grises abombados por el uso
y una americana de tweed dos tallas demasiado pequeña para él. En su
mano había un revólver del 45. Sólo después de contemplarlo unos momentos,
Henry Hassel se dio cuenta de que estaba mirándose a sí mismo y de que no le
gustaba la visión.
—¡Dios mío! —murmuró Hassel—, Soy yo, que me
dispongo a matar a George Washington. Si hubiera hecho este segundo viaje una
hora más tarde, habría encontrado a Washington muerto. ¡Hey! —llamó—. Todavía
no. Espera un minuto. Primero he de arreglar una cosa.
Hassel no se prestó atención; en realidad, no
parecía consciente de sí mismo. Se dirigió en línea recta hacia el coronel Washington y le disparó en el pecho. El coronel Washington se desplomó,
enfáticamente muerto. El primer asesino inspeccionó el cuerpo, y después,
haciendo caso omiso de los esfuerzos de Hassel por detenerle y complicarle en
una pelea, dio media vuelta y se alejó, murmurando malignamente para sí.
—No me ha oído —se extrañó Hassel—. Ni siquiera me
ha notado. Y ¿por qué no me acuerdo de que intenté detenerme la primera vez que
disparé contra el coronel? ¿Qué diablos está pasando?
Considerablemente agitado, Henry Hassel visitó
Chicago y apareció en las canchas de squash de la Universidad de Chicago
alrededor de 1940. Allí, entre un resbaladizo desorden de ladrillos de grafito
y polvo de grafito que casi le asfixió, localizó a un científico italiano
llamado Fermi.
—Repitiendo el trabajo de Marie Curie, según veo, dottore,
¿eh? —dijo Hassel.
Fermi miró en torno suyo como si hubiera oído algún
sonido ahogado.
—¿Repitiendo el trabajo de Marie Curie, dottore? —rugió
Hassel.
Fermi le miró con extrañeza.
—¿De dónde sale usted, amico?
—Del Estado.
—¿De algún Departamento del Estado?
—Del Estado a secas. ¿No es verdad, dottore, que
Marie Curie descubrió la fisión nuclear nada menos que en mil novecientos y
pico?
—¡No! ¡No! ¡No! —exclamó Fermi—. Nosotros somos los
primeros y aún no hemos alcanzado nuestra meta. ¡Policía! ¡Policía! ¡Un espía!
—Esta vez no fallaré —gruñó Hassel. Sacó su fiel 45,
la vació sobre el pecho del doctor Fermi, y esperó el arresto y la inmolación
en los registros periodísticos. Sorprendentemente, el doctor Fermi no se
desplomó. El doctor Fermi se limitó a tocarse cuidadosamente el pecho y, al
hombre que acudió al oír sus gritos, le dijo:
— No es nada. He sentido
en mi interior una repentina quemadura que puede ser una neuralgia del nervio
cardíaco; debe de ser algo de gas.
Hassel estaba demasiado agitado para esperar que el
dispositivo automático de la máquina de tiempo se disparara. En lugar de ello,
volvió inmediatamente a la Universidad Desconocida por sus propios medios.
Aquello debiera haberle proporcionado una pista, pero se hallaba demasiado
enloquecido para advertirla. Fue entonces cuando yo (1913-1975) le vi por vez
primera... una figura opaca que sorteaba los coches aparcados, las puertas
cerradas y las paredes de ladrillos, con la luz de una lunática determinación
en la mirada.
Irrumpió en la biblioteca, preparado para una
discusión exhaustiva, pero no se pudo hacer oír ni percibir por los catálogos.
Fue al Laboratorio Inmoral donde Sam, la Computadora Símplex y Múltiplex, tiene
instalaciones de hasta 10.700 angstroms de sensibilidad. Sam no pudo ver a
Henry, pero consiguió oírle a través de una especie de fenómeno a base de
interferencias de ondas.
—Sam —dijo Hassel—. He hecho un descubrimiento
sensacional.
—Tú siempre haces descubrimientos, Henry —se lamentó
Sam—. Tu fichero está lleno. ¿Debo empezar otro?
—Necesito consejo. ¿Quién es la primera autoridad en
cuestión del tiempo, referencias a la-sucesión y viajes?
—Creo que Israel Lennox, profesor de mecánica
espacial en Yale.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él? —No puedes,
Henry. Está muerto. Murió en 1975.
—¿Qué autoridad sobre tiempo y viajes hay con vida?
—Wiley Murphy.
—¿Murphy? ¿De nuestro propio Departamento de Trauma?
¡Menos mal! ¿Dónde está en este momento?
— La verdad Henrry, fue a tu casa para
consultarte una cosa.
Hassel fue a su casa sin andar, buscó en su
laboratorio y su despacho sin encontrar a nadie, y por último entró en el
salón, donde su pelirroja mujer aún estaba en brazos de otro hombre. (Todo
esto, ya lo habrán comprendido, había tenido lugar en el espacio de unos pocos
momentos después de la construcción de la máquina de tiempo..., tal es la
naturaleza del tiempo y los viajes a través del tiempo.) Hassel se aclaró la
garganta una o dos veces e intentó llamar la atención de su mujer dándole unos
golpecitos en el hombro. Sus dedos se clavaron en su carne.
—Perdóname, cariño —dijo—. ¿Ha venido Wiley Murphy a
verme?
Entonces se fijó mejor y vio que el hombre que
estaba abrazando a su mujer era el propio Murphy.
—¡Murphy! —exclamó Hassel—. Precisamente la persona
que buscaba. He tenido la más extraordinaria de las experiencias. —Hassel se lanzó
inmediatamente a una lúcida descripción de su extraordinaria experiencia, que
fue algo así—: Murphy, u-v=(u½ - v¼) (ua+uxvx+vb),
pero cuando George Washington F(x)y2Ødx
y Enrico Fermi F(u½)dxdt
mitad de Marie Curie, entonces ¿qué me dices de Cristóbal Colón
veces la raíz cuadrada de menos uno?
Murphy hizo caso omiso de Hassel, igual que la
señora Hassel. Yo anoté las ecuaciones de Hassel sobre el capó de un taxi que
pasaba.
—Haga el favor de escucharme, Murphy —dijo Hassel—.
Greta, querida, ¿te importaría dejarnos solos un momento? Yo... ¡por todos los
santos! ¿Queréis dejaros de tonterías? Esto es serio.
Hassel intentó separar a la pareja. Tuvo tan poco
éxito al tratar de tocarlos como al tratar de que le oyeran. Su rostro volvió a
congestionarse y se puso verdaderamente colérico a medida que golpeaba a la
señora Hassel y Murphy. Era como golpear un gas ideal. Creí que lo mejor era intervenir.
—¡Hassel!
—¿ Quién me llama?
—Salga un momento. Quiero hablar con usted. Apareció
a través de la pared. —¿ Dónde está? —Por aquí.
—Se le ve como en una nebulosa. —A usted también.
—¿Quién es usted?
—Mi nombre es Lennox; Israel Lennox.
—¿Israel Lennox, profesor de mecánica espacial en
Yale? —El mismo.
—¡Pero si usted murió en 1975!
—Desaparecí en 1975.
—¿A qué se refiere?
—Inventé una máquina del tiempo.
—¡Dios mío! Yo también —dijo Hassel—. Esta tarde. Se
me ocurrió la idea de repente... no sé por qué... y he tenido la más
extraordinaria de las experiencias. Lennox, el tiempo no es un continuo.
—¿No?
—Es una serie de partículas separadas. .. como
perlas de un collar.
—¿Sí?
—Cada una de las perlas es un «ahora». Cada «ahora»
tiene su propio pasado y su propio futuro. Pero ninguno de ellos está
relacionado con ningún otro. ¿Lo entiende? Si a=a1+a2ji+Øax(b1)...
—Dejemos las matemáticas, Henry.
—Es una forma de trasposición cuántica de energía.
El tiempo se emite en corpúsculos discretos, en quanta. Podemos visitar
cualquier quantum individual y hacer cambios en él, pero ningún cambio en
ninguno de los corpúsculos afecta a otro corpúsculo. ¿Correcto?
—Incorrecto —
dije tristemente.
—¿Qué quiere decir con eso de «incorrecto»? —
preguntó, gesticulando airadamente—. Se toman las ecuaciones trocoides y..
—Incorrecto —repetí con firmeza—.
¿Querrá escucharme, Henrry?.
—Oh, adelante — dijo él.
—¿Se ha dado cuenta de que se ha convertido en un
ser bastante insustancial? ¿Borroso? ¿Espectral? El espacio y el tiempo ya no
le afectan.
—¿Sí?
—Henry, yo tuve la desgracia de construir una
máquina del tiempo en 1975.
—Ya me lo había dicho. Escuche, ¿qué hay del consumo
energético? Me imagino que estoy utilizando unos 7,3 kilovatios por...
—Dejemos el consumo energético, Henry. En mi primer
viaje al pasado, visité el Pleístoceno.
Estaba impaciente por fotografiar el mastodonte, el
gigantesco calípedes terrestre y el tigre de dientes de sable. Mientras
retrocedía para obtener la imagen completa de un mastodonte en el campo de
visión de f/6.3 a 1/100 de segundo, o en la escala LVS...
—Dejemos la escala LVS —dijo.
—Mientras retrocedía, pisé inadvertidamente y maté
un pequeño insecto del Pleistoceno.
—¡Ah-hah! —dijo Hassel.
—Este incidente me aterrorizó. Me imaginé volviendo
a mi mundo y encontrándolo completamente cambiando como resultado de esta única
muerte. Comprenda mi sorpresa cuando regresé a mi mundo y vi que nada había
cambiado.
—¡Oh-ho! —dijo Hassel.
—Experimenté cierta curiosidad. Volví al Pleistoceno
y maté al mastodonte. Nada cambió en 1975. Volví al Pleistoceno y suprimí la
vida salvaje..., sin que cambiara nada. Viajé a lo largo del tiempo, matando y
destruyendo, en un intento de alterar el presente.
—En ese caso, hizo lo mismo que yo —exclamó Hassel—.
Es extraño que no nos encontráramos. —Nada extraño
—Yo maté a Colón.
—Yo maté a Marco Polo.
—Yo maté a Napoleón.
—Yo pensé que Einstein era más importante
—Mahoma no cambió mucho las cosas..., yo esperaba
más de él.
—Lo sé. Yo también le maté.
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió Hassel.
—Le asesiné el 16 de setiembre de 599, según el
calendario juliano.
—¡Pero si yo maté a Mahoma el 5 de enero de 598!
—Le creo.
—Pero ¿cómo puede haberle matado después de que yo
lo hiciera?
—Los dos lo hicimos.
—Eso es imposible.
—Hijo mío —dije—, el tiempo es enteramente
subjetivo. Es una cuestión particular..., una experiencia personal. No existe
el tiempo objetivo, igual que no existe el amor objetivo, o el alma objetiva.
—¿Acaso está tratando de decirme que los viajes a
través del tiempo son imposibles? ¡Si nosotros los hemos hecho!
—Sin duda alguna, y también muchos otros, según mis
noticias. Pero cada uno viaja a su propio pasado, y no al de otra persona. No
hay un continuo universal, Henry. Sólo hay millones de individuos, cada uno de
ellos con su propio continuo; y un continuo no puede afectar a otro. Somos como
millones de espaguetis en la misma cazuela. Ningún viajero del tiempo puede
encontrarse con otro ni en el pasado ni en el futuro. Cada uno de nosotros debe
viajar de arriba abajo de su propio fideo completamente solo.
—Pero ahora nos hemos encontrado.
—Ya no somos viajeros del tiempo, Henry. Nos hemos
convertido en la salsa de los espaguetis.
—¿La salsa de los espaguetis?
—Sí. Usted y yo podemos visitar cualquier fideo que
queramos, porque nos hemos destruido a nosotros mismos.
—No le comprendo.
—Cuando un hombre cambia el pasado, sólo altera su propio pasado... y el de nadie más. El
pasado es como los recuerdos. Cuando se borran los recuerdos de un hombre, se
le destruye, pero no se destruye a nadie más. Usted y yo hemos borrado nuestro
pasado. El mundo individual de los demás sigue adelante, pero nosotros hemos
dejado de existir.
—¿Qué quiere decir... «dejado de existir»?
—Con cada acto de destrucción nos hemos desintegrado un poco. Ahora ya hemos desaparecido. Hemos cometido cronicidio. Somos fantasmas. Espero que la señora Hassel sea feliz con el señor Murphy... Ahora regresemos a la Academia. Ampère está contando una historia muy interesante sobre Ludwig Boltzmann.