Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era su marido.
—¡Ayyyy!—gritó ella— ¡pero si vos estás muerto!
Él sonrió, entró y cerró la puerta. Se la llevó al dormitorio mientras ella seguía gritando, la puso en la cama, le sacó la ropa e hicieron el amor. Una vez. Dos veces. Tres. Una semana entera, mañana, tarde y noche haciendo el amor divina, maravillosa, estupendamente.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era la vecina.
—¡Ayyyy!— gritó la vecina—, ¡pero si vos estás muerta!— y se desmayó.
Ella se dio cuenta de que hacía una semana que no se levantaba de la cama para nada, ni para comer ni para ir al baño. Se dio vuelta y ahí estaba su marido, en la puerta del dormitorio:
—¿Vamos yendo, querida? —dijo y sonreía.
sábado, 30 de abril de 2016
jueves, 28 de abril de 2016
Monólogo de toda una vida escrita en las puertas. Svetlana Alexievich.
Quiero dejar testimonio…
Eso era entonces, diez años atrás, y ahora eso se repite conmigo cada día. Ahora… Eso va siempre conmigo.
Vivíamos en la ciudad de Prípiat. En la misma ciudad que ahora conoce todo el mundo.
No soy escritor. No sabría contarlo. No soy lo bastante inteligente para entenderlo. Ni siquiera con mi formación superior.
De modo que vas haciendo tu vida. Soy una persona corriente. Poca cosa. Igual que los que te rodean; vas a tu trabajo y vuelves a casa. Recibes un sueldo medio. Viajas una vez al año de vacaciones. Tienes mujer. Hijos. ¡Una persona normal!
Y un día, de pronto, te conviertes en un hombre de Chernóbil. ¡En un bicho raro! En algo que le interesa a todo el mundo y de lo que no se sabe nada. Quieres ser como los demás, pero ya es imposible. No puedes, ya es imposible regresar al mundo de antes. Te miran con otros ojos. Te preguntan: «¿Pasaste miedo ahí? ¿Cómo ardía la central? ¿Qué has visto?». O, por ejemplo, «¿Puedes tener hijos? ¿No te ha dejado tu mujer?». En los primeros tiempos, todos nos convertimos en bichos raros. La propia palabra «Chernóbil» es como una señal acústica. Todos giran la cabeza hacia ti. «¡Es de allí!».
Estos eran los sentimientos de los primeros días. No perdimos una ciudad, sino toda una vida.
Dejamos la casa al tercer día. El reactor ardía. Se me ha quedado grabado que un conocido dijo: «Huele a reactor». Un olor indescriptible. Pero sobre esto todos leímos en los periódicos. Han convertido Chernóbil en una fábrica de horrores, aunque, en realidad, parece más bien un cómic. Esto, en cambio, hay que llegar a entenderlo, porque hemos de convivir con ello.
Le contaré solo lo mío. Mi verdad.
Ocurrió así. Por la radio habían dicho: «¡No se pueden llevar los gatos!». Mi hija se puso a llorar, y del miedo a quedarse sin su querido gato empezó a tartamudear. ¡Y decidimos meter el gato en la maleta! Pero el animal no quería meterse en la maleta, se escabullía. Nos arañó a todos. «¡Prohibido llevarse las cosas!». No me llevaré todas las cosas, pero sí una. ¡Una sola cosa! Tengo que quitar la puerta del piso y llevármela; no puedo dejar la puerta. Cerraré la entrada con tablones.
Nuestra puerta… ¡Aquella puerta era nuestro talismán! Una reliquia familiar. Sobre esta puerta velamos a mi padre. No sé según qué costumbre, no en todas partes lo hacen, pero entre nosotros, como me dijo mi madre, hay que acostar al difunto sobre la puerta de su casa. Lo velan sobre ella, hasta que traen el ataúd. Yo me pasé toda la noche junto a mi padre, que yacía sobre esta puerta. La casa estaba abierta. Toda la noche. Y sobre esta misma puerta, hasta lo alto, están las muescas. De cómo iba creciendo yo. Se ven anotadas: la primera clase, la segunda. La séptima. Antes del ejército… Y al lado ya: cómo fue creciendo mi hijo. Y mi hija. En esta puerta está escrita toda nuestra vida, como en los antiguos papiros. ¿Cómo voy a dejarla?
Le pedí a un vecino que tenía coche: «¡Ayúdame!». Y el tipo me señaló a la cabeza, como diciendo tú estás mal de la chaveta. Pero saqué aquella puerta de allí. Mi puerta. Por la noche… en una moto. Por el bosque. La saqué al cabo de dos años, cuando ya habían saqueado nuestro piso. Limpio quedó. Hasta me persiguió la milicia: «¡Alto o disparo! ¡Alto o disparo!». Me tomaron por un ladrón, claro. De manera que, como quien dice, robé la puerta de mi propia casa.
Mandé a mi hija con la mujer al hospital. Se les había cubierto todo el cuerpo de manchas negras. Las manchas salían, desaparecían y volvían a salir. Del tamaño de una moneda. Sin ningún dolor. Las examinaron a las dos. Y yo pregunté: «Dígame, ¿cuál es el resultado?». «No es cosa suya». «¿De quién, entonces?».
A nuestro alrededor todos decían: vamos a morir. Para el año 2000 los bielorrusos habrán desaparecido. Mi hija cumplió seis años. Los cumplió justo el día del accidente. La acostaba y ella me susurraba al oído: «Papá, quiero vivir, aún soy muy pequeña». Y yo que pensaba que no entendía nada. En cambio, veía a una maestra en el jardín infantil con bata blanca o a la cocinera en el comedor y le daba un ataque de histeria: «¡No quiero ir al hospital! ¡No me quiero morir!». No soportaba el color blanco. En la casa nueva cambiamos incluso las cortinas blancas.
¿Usted es capaz de imaginarse a siete niñas calvas juntas? Eran siete en la sala. ¡No, basta! ¡Acabo! Mientras se lo cuento tengo la sensación, mire, mi corazón me dice que estoy cometiendo una traición. Porque tengo que describirla como si no fuera mi hija. Sus sufrimientos.
Mi mujer llegaba del hospital. Y no podía más: «Más valdría que se muriera, antes que sufrir de este modo. O que me muera yo; no quiero seguir viendo esto». ¡No, basta! ¡Acabo! No estoy en condiciones. ¡No!
La acostamos sobre la puerta. Encima de la puerta sobre la que un día reposó mi padre. Hasta que trajeron un pequeño ataúd. Pequeño, como la caja de una muñeca grande. Como una caja… Quiero dejar testimonio: mi hija murió por culpa de Chernóbil. Y aún quieren de nosotros que callemos. La ciencia, nos dicen, no lo ha demostrado, no tenemos bancos de datos. Hay que esperar cientos de años. Pero mi vida humana… Es mucho más breve. No puedo esperar. Apunte usted. Apunte al menos que mi hija se llamaba Katia… Katiusha. Y que murió a los siete años.
Nikolái Fómich Kalaguin, padre.
Voces de Chernobil. Svetlana Allexievich. (Fragmento)
Eso era entonces, diez años atrás, y ahora eso se repite conmigo cada día. Ahora… Eso va siempre conmigo.
Vivíamos en la ciudad de Prípiat. En la misma ciudad que ahora conoce todo el mundo.
No soy escritor. No sabría contarlo. No soy lo bastante inteligente para entenderlo. Ni siquiera con mi formación superior.
De modo que vas haciendo tu vida. Soy una persona corriente. Poca cosa. Igual que los que te rodean; vas a tu trabajo y vuelves a casa. Recibes un sueldo medio. Viajas una vez al año de vacaciones. Tienes mujer. Hijos. ¡Una persona normal!
Y un día, de pronto, te conviertes en un hombre de Chernóbil. ¡En un bicho raro! En algo que le interesa a todo el mundo y de lo que no se sabe nada. Quieres ser como los demás, pero ya es imposible. No puedes, ya es imposible regresar al mundo de antes. Te miran con otros ojos. Te preguntan: «¿Pasaste miedo ahí? ¿Cómo ardía la central? ¿Qué has visto?». O, por ejemplo, «¿Puedes tener hijos? ¿No te ha dejado tu mujer?». En los primeros tiempos, todos nos convertimos en bichos raros. La propia palabra «Chernóbil» es como una señal acústica. Todos giran la cabeza hacia ti. «¡Es de allí!».
Estos eran los sentimientos de los primeros días. No perdimos una ciudad, sino toda una vida.
Dejamos la casa al tercer día. El reactor ardía. Se me ha quedado grabado que un conocido dijo: «Huele a reactor». Un olor indescriptible. Pero sobre esto todos leímos en los periódicos. Han convertido Chernóbil en una fábrica de horrores, aunque, en realidad, parece más bien un cómic. Esto, en cambio, hay que llegar a entenderlo, porque hemos de convivir con ello.
Le contaré solo lo mío. Mi verdad.
Ocurrió así. Por la radio habían dicho: «¡No se pueden llevar los gatos!». Mi hija se puso a llorar, y del miedo a quedarse sin su querido gato empezó a tartamudear. ¡Y decidimos meter el gato en la maleta! Pero el animal no quería meterse en la maleta, se escabullía. Nos arañó a todos. «¡Prohibido llevarse las cosas!». No me llevaré todas las cosas, pero sí una. ¡Una sola cosa! Tengo que quitar la puerta del piso y llevármela; no puedo dejar la puerta. Cerraré la entrada con tablones.
Nuestra puerta… ¡Aquella puerta era nuestro talismán! Una reliquia familiar. Sobre esta puerta velamos a mi padre. No sé según qué costumbre, no en todas partes lo hacen, pero entre nosotros, como me dijo mi madre, hay que acostar al difunto sobre la puerta de su casa. Lo velan sobre ella, hasta que traen el ataúd. Yo me pasé toda la noche junto a mi padre, que yacía sobre esta puerta. La casa estaba abierta. Toda la noche. Y sobre esta misma puerta, hasta lo alto, están las muescas. De cómo iba creciendo yo. Se ven anotadas: la primera clase, la segunda. La séptima. Antes del ejército… Y al lado ya: cómo fue creciendo mi hijo. Y mi hija. En esta puerta está escrita toda nuestra vida, como en los antiguos papiros. ¿Cómo voy a dejarla?
Le pedí a un vecino que tenía coche: «¡Ayúdame!». Y el tipo me señaló a la cabeza, como diciendo tú estás mal de la chaveta. Pero saqué aquella puerta de allí. Mi puerta. Por la noche… en una moto. Por el bosque. La saqué al cabo de dos años, cuando ya habían saqueado nuestro piso. Limpio quedó. Hasta me persiguió la milicia: «¡Alto o disparo! ¡Alto o disparo!». Me tomaron por un ladrón, claro. De manera que, como quien dice, robé la puerta de mi propia casa.
Mandé a mi hija con la mujer al hospital. Se les había cubierto todo el cuerpo de manchas negras. Las manchas salían, desaparecían y volvían a salir. Del tamaño de una moneda. Sin ningún dolor. Las examinaron a las dos. Y yo pregunté: «Dígame, ¿cuál es el resultado?». «No es cosa suya». «¿De quién, entonces?».
A nuestro alrededor todos decían: vamos a morir. Para el año 2000 los bielorrusos habrán desaparecido. Mi hija cumplió seis años. Los cumplió justo el día del accidente. La acostaba y ella me susurraba al oído: «Papá, quiero vivir, aún soy muy pequeña». Y yo que pensaba que no entendía nada. En cambio, veía a una maestra en el jardín infantil con bata blanca o a la cocinera en el comedor y le daba un ataque de histeria: «¡No quiero ir al hospital! ¡No me quiero morir!». No soportaba el color blanco. En la casa nueva cambiamos incluso las cortinas blancas.
¿Usted es capaz de imaginarse a siete niñas calvas juntas? Eran siete en la sala. ¡No, basta! ¡Acabo! Mientras se lo cuento tengo la sensación, mire, mi corazón me dice que estoy cometiendo una traición. Porque tengo que describirla como si no fuera mi hija. Sus sufrimientos.
Mi mujer llegaba del hospital. Y no podía más: «Más valdría que se muriera, antes que sufrir de este modo. O que me muera yo; no quiero seguir viendo esto». ¡No, basta! ¡Acabo! No estoy en condiciones. ¡No!
La acostamos sobre la puerta. Encima de la puerta sobre la que un día reposó mi padre. Hasta que trajeron un pequeño ataúd. Pequeño, como la caja de una muñeca grande. Como una caja… Quiero dejar testimonio: mi hija murió por culpa de Chernóbil. Y aún quieren de nosotros que callemos. La ciencia, nos dicen, no lo ha demostrado, no tenemos bancos de datos. Hay que esperar cientos de años. Pero mi vida humana… Es mucho más breve. No puedo esperar. Apunte usted. Apunte al menos que mi hija se llamaba Katia… Katiusha. Y que murió a los siete años.
Nikolái Fómich Kalaguin, padre.
miércoles, 27 de abril de 2016
Invisible. Alberto Sánchez Argüello.
El hombre y la mujer se casaron como Dios manda. Tuvieron tres hijos varones. Todos los días la mujer cocinaba y servía la comida mientras ellos hablaban y jugaban. Ella sonreía pero nadie la miraba, les hablaba pero nadie la escuchaba. Al tiempo la mujer se fue haciendo transparente. Un día se volvió totalmente invisible, pero ellos no lo notaron. La mujer siguió sirviéndoles igual, cuidando de que no se estrellaran contra ella cuando llevaba las vajillas.
Imagen: Poniendo la mesa, óleo sobre papel de Fídolo Alfonso González Camargo.
Imagen: Poniendo la mesa, óleo sobre papel de Fídolo Alfonso González Camargo.
lunes, 25 de abril de 2016
Cordero Asado. Roald Dahl.
La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos
lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a
ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo
en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
domingo, 24 de abril de 2016
De la corrección necesaria, o cómo quitar lo que sobra. Miguel Bravo Vadillo.
Cuando la casa del escritor fue devorada por las llamas, también
se quemó su último manuscrito. Solo una frase quedó legible:
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. La
novela, así lo asegura el narrador omnisciente (a quien debemos
creer sin rechistar, porque para algo es omnisciente), era malísima;
sin embargo, aquella frase fuera de contexto acabó convirtiéndose
en un célebre microrrelato. Y es que, en ocasiones, la suerte
también hace las veces de crítico y corrector, y sabe cómo
ingeniárselas para favorecer al artista de talento.
sábado, 23 de abril de 2016
Historia de Don Quijote. José María Merino.
En un lugar de La Mancha vivió un ingenioso hidalgo y caballero que estuvo a punto de derrotar a la Realidad.
jueves, 21 de abril de 2016
Artificios. Eduardo Berti.
Todos los miércoles voy a una librería diferente y pido al azar un libro, inventando en el acto un título cualquiera que se me ocurre que un buen libro merecería. «¿Tiene Artificios? ¿Tiene El último sueño?», le disparo al vendedor que siempre parece un tanto dormido. Si me exigen otros datos —el autor o la editorial—, digo de forma sistemática que no lo sé. Raras veces el libro existe y lo compro. Raras veces ocurre que lo leo y es tal como había supuesto.
miércoles, 20 de abril de 2016
Barrio Sésamo. Arantza Portabales.
Mi favorito era el conde Drácula. Ese que siempre estaba contando hasta diez. Yo me dibujaba unos colmillos y me metía contigo. Te pellizcaba el brazo y contaba: “Un pequeño pellizco”. “Dos pequeños y maravillosos pellizcos…” Y seguía contando, hasta hacerte llorar. Generalmente, antes de llegar a ocho. A ti te gustaba el monstruo Triki. Tanto, que un día te pintaste la cara de azul con una cera Milán y te llenaste la boca de galletas. De las redondas. Te recuerdo gritando GA-LLE-TAAAAAAAAAAAAAAAS, y me entran ganas de reír. Pero no puedo. Mamá no lo entendería. Ni tu mujer.
Está guapa. Incluso ahora. Qué cabrón. Sabías que me gustaba. Y aún así, no te cortaste. Fuiste a por ella. Y te la llevaste. No te preocupes. Eso no importa ahora. Ya no. Por cierto, Espinete era un erizo, pero nunca descubrimos qué era Don Pimpón. Siempre lo preguntabas ¿No lo ves? Solo pienso en chorradas. Me da la risa de nuevo. Tu mujer me mira, enfadada.
Enfadado estoy yo, hermanito. Porque no respondes. Porque ya no somos niños. Ni lo seremos más. Me acerco al féretro y pienso cuánto me gustaría darte un pellizco. Un pequeño y maravilloso pellizco.
Está guapa. Incluso ahora. Qué cabrón. Sabías que me gustaba. Y aún así, no te cortaste. Fuiste a por ella. Y te la llevaste. No te preocupes. Eso no importa ahora. Ya no. Por cierto, Espinete era un erizo, pero nunca descubrimos qué era Don Pimpón. Siempre lo preguntabas ¿No lo ves? Solo pienso en chorradas. Me da la risa de nuevo. Tu mujer me mira, enfadada.
Enfadado estoy yo, hermanito. Porque no respondes. Porque ya no somos niños. Ni lo seremos más. Me acerco al féretro y pienso cuánto me gustaría darte un pellizco. Un pequeño y maravilloso pellizco.
lunes, 18 de abril de 2016
El fin del mundo. Manual de uso. José Luis Zárate.
SEÑALES
Señales del Fin del Mundo: los relojes de sol se detienen.
C’EST LA VIE
Tanto esperar el apocalipsis zombi para sobrevivir 12 minutos.
SOLEDAD
Descubrió el tamaño de su soledad cuando despertó en medio del Fin del Mundo y no quiso proteger nada.
FLASH
Nadie sabe bien porqué toman fotos del Apocalipsis.
ESTRUENDO
Acostumbrados al estruendo cinematográfico pocos apreciaron el silencio y la sutileza con la que el apocalipsis nos envolvió a todos.
UN BUEN VINO
Subió a la montaña con un buen vino para poder disfrutar a solas de los mares de fuego, los cielos en llamas y el Fin del Mundo.
CONGRESO
En el congreso de hermenéutica dedicado a Lovecraft nadie apreció la aparición personal de Chtulhu.
TOKIO
En medio del Apocalipsis Tokio añoró la delicadeza (ahora lo comprendía) con la que siempre la trató Godzilla.
EN ÓRBITA
El astronauta no se explicaba porqué el mundo no estaba donde lo dejó.
Señales del Fin del Mundo: los relojes de sol se detienen.
C’EST LA VIE
Tanto esperar el apocalipsis zombi para sobrevivir 12 minutos.
SOLEDAD
Descubrió el tamaño de su soledad cuando despertó en medio del Fin del Mundo y no quiso proteger nada.
FLASH
Nadie sabe bien porqué toman fotos del Apocalipsis.
ESTRUENDO
Acostumbrados al estruendo cinematográfico pocos apreciaron el silencio y la sutileza con la que el apocalipsis nos envolvió a todos.
UN BUEN VINO
Subió a la montaña con un buen vino para poder disfrutar a solas de los mares de fuego, los cielos en llamas y el Fin del Mundo.
CONGRESO
En el congreso de hermenéutica dedicado a Lovecraft nadie apreció la aparición personal de Chtulhu.
TOKIO
En medio del Apocalipsis Tokio añoró la delicadeza (ahora lo comprendía) con la que siempre la trató Godzilla.
EN ÓRBITA
El astronauta no se explicaba porqué el mundo no estaba donde lo dejó.
domingo, 17 de abril de 2016
La vida real. Donald Ray Pollock.
Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez. Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto con una película cutre de platillos voladores que demostraba que los moldes de tartas podían conquistar el mundo.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la película en la enorme pantalla de madera contrachapada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver aunque fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que habíamos aparcado, había estado intentando demostrarle al viejo que era capaz de meterse un perrito caliente en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones.
Pero la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había olvidado de llevar la taza especial del viejo, de modo que por lo que a él respectaba todo era una puta mierda. Ni siquiera Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos se iba a emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha Oscar Mayer arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas.
«Son un montón de mentiras de mierda —decía siempre que alguien mencionaba que había visto la última película de John Wayne o de Robert Mitchum—. ¿Qué fregados tiene de malo la vida real?» Para empezar, si había aceptado ir al autocine era sólo por el escándalo que le había montado mi madre la noche antes, cuando apareció en casa con un coche nuevo, un Impala de 1965.
Era el tercer coche que se compraba en lo que iba de año. Nos alimentábamos a base de sopa de alubias y pan frito, pero íbamos en coche por Knockemstiff como ricos. Aquella misma mañana había oído a mi madre tomar el teléfono y ponerse a rajar con su hermana, la que vivía en el pueblo.
—Está loco, el cabrón, Margie —le dijo—. El mes pasado no pudimos ni pagar la factura de la luz.
Yo estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo le goteaba sangre aguada por sus pálidas pantorrillas. Se las había intentado afeitar con la navaja del viejo, pero tenía las piernas como barras de mantequilla. Una mosca negra no paraba de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar sus palmadas cabreadas.
—Lo digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—, si no fuera por los críos me largaría de este hoyo de mala muerte sin pensarlo.
Nada más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del salpicadero y lo llenó de whisky de su botella.
—Por el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había quedado con el perrito caliente en alto, a punto de metérselo otra vez en la boca.
—Eh, ya te he dicho que no pienso beber de la botella. Empiezas con esa mierda y acabas como un pinche borracho de la calle.
Dio un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una colilla empapada por la ventanilla. Después de dar un par de sorbos más del cenicero, el viejo abrió la puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó un chorro de vómito que le empapó de Old Grand-Dad los bajos de los pantalones azules de trabajo. La camioneta que teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio de la hilera de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza colgando entre las piernas, pero al fin se incorporó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.
—Bobby —me dijo—, como tu pobre padre se coma uno más de esos buñuelos de patata grasientos de tu madre, lo van a tener que enterrar.
Con lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero cada vez que vomitaba el whisky le echaba la culpa a la comida que le hacía mamá. Ésta se rindió, envolvió el perrito caliente en una servilleta y me lo devolvió.
—Vernon, acuérdate de que nos tienes que llevar en coche a casa —lo avisó.
—Carajo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si este coche se conduce solo.
Luego vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de bebida. Estuvo unos minutos mirando la pantalla y se fue hundiendo lentamente en la tapicería acolchada como si fuera un sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un poco el volumen del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única esperanza era que el viejo se quedara dormido antes de que la noche entera se fuera al garete. Pero en cuanto Raymond Burr aterrizó en el aeropuerto de Tokio, se incorporó de golpe en su asiento y se volvió para fulminarme con su mirada inyectada en sangre.
—Me cago en la puta, mocoso. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te muerdas las uñas? Haces más ruido que un puto ratón royendo un saco de maíz.
—Déjalo en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además, no se las muerde.
—Joder, ¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba del cuello—. Vete a saber dónde ha metido esas zarpas de pajillero.
Yo me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las manos. Era la única forma que tenía de mantenerlas apartadas cuando estaba con mi padre. El viejo llevaba todo el verano amenazándome con rebozarme de mierda de pollo hasta los codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en el cenicero y se lo tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba desplazándome sigilosamente por el asiento para sentarme detrás de mi madre, la luz del techo se encendió.
—Venga, Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada.
—Pero si acaba de empezar la película, Vernon —protestó mamá—. Lleva todo el verano esperando para verla.
—Eh, ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto como para que lo oyera la gente de la hilera de al lado—. Cuando vea ese rollo del Godzilla, no quiero que se mee en los asientos nuevos.
Se deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de los altavoces y se remetió la camiseta en los anchos pantalones. Yo salí a regañadientes y seguí a mi viejo mientras él cruzaba el solar de grava haciendo eses. Unas adolescentes con mini shorts pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las piernas iluminadas por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se detuvo a mirarlas, choqué contra sus piernas y me caí a sus pies.
—Me cago en la puta, mocoso —me dijo, levantándome de un tirón del brazo como si yo fuera una muñeca de trapo—.
A ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera madre.
El edificio de bloques de hormigón que había en medio del solar del autocine estaba abarrotado de gente. El proyector, que traqueteaba con estruendo, estaba en la parte de delante, el tenderete de refrescos en el medio y los retretes en la parte de atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire caluroso y estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había una hilera de hombres y muchachos con las pollas colgando a lo largo de una artesa de metal verde. Todos estaban mirando al frente, con la vista clavada en una pared pintada de color barro.
Otros esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso, meciéndose sobre las puntas de sus zapatos y esperando su turno con impaciencia. Un gordo con peto y un sombrero de paja raído salió de un cubículo de madera dando tumbos y masticando una chocolatina Zero, y el viejo aprovechó para empujarme adentro y cerrar de un portazo detrás de mí.
Yo tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo la respiración, fingiendo que meaba. Del exterior me llegaban fragmentos de diálogo de la película, y yo trataba de imaginarme las partes que me estaba perdiendo cuando el viejo empezó a aporrear la puerta endeble.
—Joder, mocoso, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la estás cascando o qué? —Volvió a aporrear la puerta y oí que alguien se reía. Luego dijo—: Te lo juro, estos putos mocosos te vuelven loco.
Me subí el cierre y salí del cubículo. El viejo le estaba dando un cigarro a un tipo gordo con el pelo negro y grasiento repeinado con serrín. Una mancha color púrpura con forma de porción de tarta le cubría los faldones de su sucia camisa.
—Te lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre al hombre—, este mocoso le tiene miedo a su puñetera sombra.
Un puto gusano tiene más pelotas que él.
—No, si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro al cigarrillo de un mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—.
Mi hermana tiene uno igual. El pobre desgraciado no es capaz ni de poner la mosca en el anzuelo.
—Bobby tendría que haber salido niña —soltó el viejo—.
Joder, cuando yo tenía su edad, ya estaba cortando leña para la cocina.
Cappy se sacó una cerilla larga de madera del bolsillo de la camisa, encendió el cigarrillo y dijo con un encogimiento de hombros:
—Bueno, aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se metió la cerilla por la oreja y se hurgó la cabeza entera.
—Lo sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aun así, uno se pregunta a dónde fregados va este país.
De pronto un hombre con gafas de montura negra se salió de su sitio en la fila de los urinarios y le dio unos golpecitos en el hombro a mi padre. Era el cabrón más grande que había visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que prácticamente tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás de él había un muchacho de mi altura, vestido con un bañador de colores vivos y una camiseta con una foto descolorida de Davy Crockett en la pechera. Llevaba el pelo al rape recién engominado y la barbilla manchada de gaseosa de naranja. Cada vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka que parecía una flor redonda de color rosa. Tenía pinta de ser feliz y yo lo odié al instante.
—Cuidado con las palabrotas —advirtió el hombre. Su vozarrón retumbó por la sala y todo el mundo se volvió para mirarnos.
Mi viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho del hombretón. Salió rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia el gigante que se erguía por encima de él.
—Joder —dijo.
La cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja.
—¿Es que no me has entendido? —le dijo a mi padre—.
Te he pedido que no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo oiga ese vocabulario. —Y luego dijo muy despacio, como si estuviera hablando con un retrasado—: No... te lo voy... a pedir... otra vez.
—No me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.
Mi viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella época estaba hecho un fideo, y nunca sabía callarse a tiempo.
Se quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar, después se volvió hacia Cappy y le guiñó un ojo.
—Ah, ¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos para formar unos puños del tamaño de pelotas de softball y dio un paso hacia mi padre. Alguien al fondo de la sala dijo:
—Dale una paliza.
Mi padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó las palmas de las manos.
—Quieto parado, colega. Carajo, no iba con mala intención. Luego bajó la vista y se quedó mirando los zapatos negros del grandulón durante unos segundos. Yo vi que se estaba mordiendo el interior de las mejillas. No paraba de abrir y cerrar las manos como si fueran las pinzas de una cigala—. Eh —dijo por fin—, esta noche no queremos problemas por aquí.
El grandulón echó un vistazo a la gente. Estaban todos esperando a ver qué hacía a continuación. Se le empezaron a resbalar las gafas por la ancha nariz y se las volvió a subir. Respiró hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un dedazo a mi padre en el pecho huesudo.
—Escucha, lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de saliva—. Aquí vienen muchas familias. No me importa que seas un maldito borracho. ¿Me entiendes? Yo miré furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua.
—Sí, lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja.
Una sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel cabronazo de gigante. Hinchó el pecho como si fuera un pavo real y se le tensaron los botones de la camisa blanca y limpia. Echó una mirada a la panda de hombres que confiaban en ver una pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros.
—Me temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
A continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la cabeza de su hijo, empezó a darse la vuelta.
Yo miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada, negaba con la cabeza y comenzaba a alejarse. Recuerdo haber deseado poder largarme a hurtadillas con ellos. Supuse que mi viejo me iba a culpar a mí de lo mal que había ido aquello.
Pero en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante como el gozne de una puerta, arrancaba ecos de los lavabos, mi padre se abalanzó hacia el grandulón y le arreó un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me cree, pero una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma mano. Un crujido espantoso reverberó por la sala de cemento.
El hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó todo el aire, como si se estuviera tirando un pedo. Agitó las manos frenéticamente en el aire, igual que si intentara agarrar una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó en el suelo con un ruido sordo.
La sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el hijo del tipo se puso a chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre, atizándole patadas en las costillas con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la alianza de oro le cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas, le quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara con tanta fuerza que un diente le atravesó la mejilla carnosa.
Por fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por detrás y se lo llevaron a rastras. Tenía los puños cubiertos de sangre reluciente. De la barbilla le colgaba un fino hilo de espuma blanca. Oí que alguien gritaba que llamaran a la policía.
Sin soltar a mi padre, Cappy dijo:
—Joder, Vern, ese hombre está malherido.
Justo cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado en el suelo para mirar a los ojos desquiciados de mi padre, el hijo del tipo se volvió y me arreó en toda la oreja. Yo me cubrí la cabeza con los brazos y me agaché mientras el chico se ponía a darme de golpes.
—¡Maldito seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—.
¡Como no des la cara, te doy una tunda!
Los perritos calientes que me había comido me subieron por la garganta y me los volví a tragar. Yo no quería pelear, pero el chico no era nada comparado con mi viejo. Justo cuando me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la boca. Me eché hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna manera conseguí acertarle en la cara. Oí que mi padre volvía a gritar y seguí dando porrazos. Al cabo de tres o cuatro puñetazos el mocoso bajó las manos y se echó a lloriquear, atragantándose con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me gritó:
—¡Rómpele la cara!
Yo volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de sangre de color rojo brillante.
Zafándose de los hombres que lo sujetaban, mi padre me cogió del brazo y me sacó por la puerta. Cruzó corriendo el estacionamiento, llevándome a rastras y buscando el coche en la oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló ante mí. Estaba intentando respirar.
—Lo has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de los ojos. Me agarró de los hombros y me los estrujó—. Lo has hecho muy bien.
Cuando encontramos el coche, mi padre me empujó al asiento trasero y levantó el altavoz de la ventanilla. Lo dejó caer al suelo con un estruendo, se abalanzó hacia el interior y puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de golpe.
—¿Ya se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta.
Por el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando que, si había algún médico o enfermera, se presentara de inmediato en el tenderete de refrescos.
—Dios, ¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el asiento y frotándose la cara.
—Un gordo hijo de puta ha intentado decirnos cómo tenemos que hablar, eso es lo que ha pasado —respondió el viejo—.
Pero les hemos dado una buena, ¿eh, Bobby? Arrancó el motor. Los dos levantamos la vista hacia la pantalla justo cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de alta tensión—.
Puta madre, mocoso, ese bicho tiene unos dientes así de largos —se rió mi viejo, extendiendo los dos brazos. Luego se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—: Esta vez van a avisar a las autoridades. Estiró el brazo y puso el Chevy en marcha.
Pisando a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del montículo donde habíamos aparcado y salió coleando por entre los demás vehículos. La grava suelta los salpicó. Un viejo y una mujer se chocaron mientras intentaban apartarse de nuestro camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros.
Nos largamos a toda prisa por la salida y llegamos patinando a la carretera, donde pusimos rumbo al oeste en dirección a casa. Una ambulancia pasó a toda velocidad a nuestro lado, con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia el cine, en el preciso momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba.
—Agnes, tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando el volante con la mano ensangrentada—. Le ha arreado una buena tunda a ese mocoso. —Agarró la botella de debajo del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es la mejor noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla.
—¿Has metido a Bobby en una pelea?
—Pues claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo.
Mi madre se inclinó por encima del asiento delantero, me palpó la cabeza con las manos y echó un vistazo a mi cara en la oscuridad.
—Bobby, ¿estás herido? —me preguntó.
—Tengo sangre.
—Dios mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta vez, cabrón de mierda?
Alcé la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el antebrazo. La cabeza de mi madre rebotó contra la ventanilla.
—¡Hijo de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las manos.
—No lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón».
Yo pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras volvíamos a casa a toda velocidad. Cada vez que se cruzaba con un coche, daba otro trago de la botella. El viento entraba a ráfagas por su ventanilla abierta y me secaba el sudor. El Impala daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera. «Lo has hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez. Fue la única maldita cosa que me dijo el viejo en toda mi vida que no traté de olvidar. Más tarde me despertó el ruido de una tormenta que se avecinaba. Yo estaba tumbado en la cama, todavía vestido.
A través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell Flats. Un inmenso retumbar de truenos avanzaba por la hondonada, seguido de cerca por un aullido agudo y espantoso; pensé en Godzilla y en la película que me había perdido.
Solamente cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que aquel aullido era el ruido que hacía mi viejo al vomitar en el cuarto de baño.
Se abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con una vela encendida en las manos.
—¿Bobby? —dijo.
Yo fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me acarició la mejilla dolorida con su suave mano. Luego levantó el brazo y me cerró la ventana. A la luz de la vela, le eché un vistazo furtivo al moretón que se le extendía por la cara como una mancha de mermelada de uva.
Salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta, y se alejó por el pasillo.
—Ten —oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia?
—Creo que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía la cabeza dura como una piedra.
—No deberías beber, Vernon.
—¿Está dormido?
—Está agotado.
—Me apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese mocoso, por cómo sangraba —dijo mi padre.
—Tendríamos que irnos a la cama.
—No me lo podía creer, Agnes. Ese pinchi mocoso era el doble de grande que Bobby, lo juro por Dios.
—No es más que un niño, Vernon.
Pasaron despacio por delante de mi puerta, apoyados el uno en el otro, y entraron en su dormitorio. Oí que mi madre decía «Ni hablar», pero al cabo de unos minutos la cama comenzó a chirriar como una sierra oxidada. Fuera, la tormenta por fin se desató y unos goterones enormes empezaron a aporrear el tejado de hojalata de la casa. Oí que mi madre gemía y que mi padre llamaba a Dios. Un relámpago trazó un arco en el cielo negro y unas sombras largas se pusieron a danzar por las paredes de yeso desnudo de mi habitación. Me tapé la cabeza con la fina sábana y me metí los dedos en la boca.
Un sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se esparció por mi lengua. Era la sangre del otro chico, que yo todavía tenía en las manos.
Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la habitación contigua, yo me lamí la sangre de los nudillos. Los grumos secos se me disolvieron en la boca y convirtieron mi saliva en sirope. Aun después de tragarme toda aquella sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya siempre querría más.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la película en la enorme pantalla de madera contrachapada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver aunque fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que habíamos aparcado, había estado intentando demostrarle al viejo que era capaz de meterse un perrito caliente en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones.
Pero la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había olvidado de llevar la taza especial del viejo, de modo que por lo que a él respectaba todo era una puta mierda. Ni siquiera Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos se iba a emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha Oscar Mayer arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas.
«Son un montón de mentiras de mierda —decía siempre que alguien mencionaba que había visto la última película de John Wayne o de Robert Mitchum—. ¿Qué fregados tiene de malo la vida real?» Para empezar, si había aceptado ir al autocine era sólo por el escándalo que le había montado mi madre la noche antes, cuando apareció en casa con un coche nuevo, un Impala de 1965.
Era el tercer coche que se compraba en lo que iba de año. Nos alimentábamos a base de sopa de alubias y pan frito, pero íbamos en coche por Knockemstiff como ricos. Aquella misma mañana había oído a mi madre tomar el teléfono y ponerse a rajar con su hermana, la que vivía en el pueblo.
—Está loco, el cabrón, Margie —le dijo—. El mes pasado no pudimos ni pagar la factura de la luz.
Yo estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo le goteaba sangre aguada por sus pálidas pantorrillas. Se las había intentado afeitar con la navaja del viejo, pero tenía las piernas como barras de mantequilla. Una mosca negra no paraba de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar sus palmadas cabreadas.
—Lo digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—, si no fuera por los críos me largaría de este hoyo de mala muerte sin pensarlo.
Nada más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del salpicadero y lo llenó de whisky de su botella.
—Por el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había quedado con el perrito caliente en alto, a punto de metérselo otra vez en la boca.
—Eh, ya te he dicho que no pienso beber de la botella. Empiezas con esa mierda y acabas como un pinche borracho de la calle.
Dio un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una colilla empapada por la ventanilla. Después de dar un par de sorbos más del cenicero, el viejo abrió la puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó un chorro de vómito que le empapó de Old Grand-Dad los bajos de los pantalones azules de trabajo. La camioneta que teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio de la hilera de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza colgando entre las piernas, pero al fin se incorporó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.
—Bobby —me dijo—, como tu pobre padre se coma uno más de esos buñuelos de patata grasientos de tu madre, lo van a tener que enterrar.
Con lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero cada vez que vomitaba el whisky le echaba la culpa a la comida que le hacía mamá. Ésta se rindió, envolvió el perrito caliente en una servilleta y me lo devolvió.
—Vernon, acuérdate de que nos tienes que llevar en coche a casa —lo avisó.
—Carajo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si este coche se conduce solo.
Luego vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de bebida. Estuvo unos minutos mirando la pantalla y se fue hundiendo lentamente en la tapicería acolchada como si fuera un sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un poco el volumen del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única esperanza era que el viejo se quedara dormido antes de que la noche entera se fuera al garete. Pero en cuanto Raymond Burr aterrizó en el aeropuerto de Tokio, se incorporó de golpe en su asiento y se volvió para fulminarme con su mirada inyectada en sangre.
—Me cago en la puta, mocoso. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te muerdas las uñas? Haces más ruido que un puto ratón royendo un saco de maíz.
—Déjalo en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además, no se las muerde.
—Joder, ¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba del cuello—. Vete a saber dónde ha metido esas zarpas de pajillero.
Yo me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las manos. Era la única forma que tenía de mantenerlas apartadas cuando estaba con mi padre. El viejo llevaba todo el verano amenazándome con rebozarme de mierda de pollo hasta los codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en el cenicero y se lo tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba desplazándome sigilosamente por el asiento para sentarme detrás de mi madre, la luz del techo se encendió.
—Venga, Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada.
—Pero si acaba de empezar la película, Vernon —protestó mamá—. Lleva todo el verano esperando para verla.
—Eh, ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto como para que lo oyera la gente de la hilera de al lado—. Cuando vea ese rollo del Godzilla, no quiero que se mee en los asientos nuevos.
Se deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de los altavoces y se remetió la camiseta en los anchos pantalones. Yo salí a regañadientes y seguí a mi viejo mientras él cruzaba el solar de grava haciendo eses. Unas adolescentes con mini shorts pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las piernas iluminadas por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se detuvo a mirarlas, choqué contra sus piernas y me caí a sus pies.
—Me cago en la puta, mocoso —me dijo, levantándome de un tirón del brazo como si yo fuera una muñeca de trapo—.
A ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera madre.
El edificio de bloques de hormigón que había en medio del solar del autocine estaba abarrotado de gente. El proyector, que traqueteaba con estruendo, estaba en la parte de delante, el tenderete de refrescos en el medio y los retretes en la parte de atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire caluroso y estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había una hilera de hombres y muchachos con las pollas colgando a lo largo de una artesa de metal verde. Todos estaban mirando al frente, con la vista clavada en una pared pintada de color barro.
Otros esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso, meciéndose sobre las puntas de sus zapatos y esperando su turno con impaciencia. Un gordo con peto y un sombrero de paja raído salió de un cubículo de madera dando tumbos y masticando una chocolatina Zero, y el viejo aprovechó para empujarme adentro y cerrar de un portazo detrás de mí.
Yo tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo la respiración, fingiendo que meaba. Del exterior me llegaban fragmentos de diálogo de la película, y yo trataba de imaginarme las partes que me estaba perdiendo cuando el viejo empezó a aporrear la puerta endeble.
—Joder, mocoso, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la estás cascando o qué? —Volvió a aporrear la puerta y oí que alguien se reía. Luego dijo—: Te lo juro, estos putos mocosos te vuelven loco.
Me subí el cierre y salí del cubículo. El viejo le estaba dando un cigarro a un tipo gordo con el pelo negro y grasiento repeinado con serrín. Una mancha color púrpura con forma de porción de tarta le cubría los faldones de su sucia camisa.
—Te lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre al hombre—, este mocoso le tiene miedo a su puñetera sombra.
Un puto gusano tiene más pelotas que él.
—No, si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro al cigarrillo de un mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—.
Mi hermana tiene uno igual. El pobre desgraciado no es capaz ni de poner la mosca en el anzuelo.
—Bobby tendría que haber salido niña —soltó el viejo—.
Joder, cuando yo tenía su edad, ya estaba cortando leña para la cocina.
Cappy se sacó una cerilla larga de madera del bolsillo de la camisa, encendió el cigarrillo y dijo con un encogimiento de hombros:
—Bueno, aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se metió la cerilla por la oreja y se hurgó la cabeza entera.
—Lo sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aun así, uno se pregunta a dónde fregados va este país.
De pronto un hombre con gafas de montura negra se salió de su sitio en la fila de los urinarios y le dio unos golpecitos en el hombro a mi padre. Era el cabrón más grande que había visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que prácticamente tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás de él había un muchacho de mi altura, vestido con un bañador de colores vivos y una camiseta con una foto descolorida de Davy Crockett en la pechera. Llevaba el pelo al rape recién engominado y la barbilla manchada de gaseosa de naranja. Cada vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka que parecía una flor redonda de color rosa. Tenía pinta de ser feliz y yo lo odié al instante.
—Cuidado con las palabrotas —advirtió el hombre. Su vozarrón retumbó por la sala y todo el mundo se volvió para mirarnos.
Mi viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho del hombretón. Salió rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia el gigante que se erguía por encima de él.
—Joder —dijo.
La cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja.
—¿Es que no me has entendido? —le dijo a mi padre—.
Te he pedido que no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo oiga ese vocabulario. —Y luego dijo muy despacio, como si estuviera hablando con un retrasado—: No... te lo voy... a pedir... otra vez.
—No me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.
Mi viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella época estaba hecho un fideo, y nunca sabía callarse a tiempo.
Se quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar, después se volvió hacia Cappy y le guiñó un ojo.
—Ah, ¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos para formar unos puños del tamaño de pelotas de softball y dio un paso hacia mi padre. Alguien al fondo de la sala dijo:
—Dale una paliza.
Mi padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó las palmas de las manos.
—Quieto parado, colega. Carajo, no iba con mala intención. Luego bajó la vista y se quedó mirando los zapatos negros del grandulón durante unos segundos. Yo vi que se estaba mordiendo el interior de las mejillas. No paraba de abrir y cerrar las manos como si fueran las pinzas de una cigala—. Eh —dijo por fin—, esta noche no queremos problemas por aquí.
El grandulón echó un vistazo a la gente. Estaban todos esperando a ver qué hacía a continuación. Se le empezaron a resbalar las gafas por la ancha nariz y se las volvió a subir. Respiró hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un dedazo a mi padre en el pecho huesudo.
—Escucha, lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de saliva—. Aquí vienen muchas familias. No me importa que seas un maldito borracho. ¿Me entiendes? Yo miré furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua.
—Sí, lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja.
Una sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel cabronazo de gigante. Hinchó el pecho como si fuera un pavo real y se le tensaron los botones de la camisa blanca y limpia. Echó una mirada a la panda de hombres que confiaban en ver una pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros.
—Me temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
A continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la cabeza de su hijo, empezó a darse la vuelta.
Yo miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada, negaba con la cabeza y comenzaba a alejarse. Recuerdo haber deseado poder largarme a hurtadillas con ellos. Supuse que mi viejo me iba a culpar a mí de lo mal que había ido aquello.
Pero en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante como el gozne de una puerta, arrancaba ecos de los lavabos, mi padre se abalanzó hacia el grandulón y le arreó un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me cree, pero una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma mano. Un crujido espantoso reverberó por la sala de cemento.
El hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó todo el aire, como si se estuviera tirando un pedo. Agitó las manos frenéticamente en el aire, igual que si intentara agarrar una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó en el suelo con un ruido sordo.
La sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el hijo del tipo se puso a chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre, atizándole patadas en las costillas con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la alianza de oro le cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas, le quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara con tanta fuerza que un diente le atravesó la mejilla carnosa.
Por fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por detrás y se lo llevaron a rastras. Tenía los puños cubiertos de sangre reluciente. De la barbilla le colgaba un fino hilo de espuma blanca. Oí que alguien gritaba que llamaran a la policía.
Sin soltar a mi padre, Cappy dijo:
—Joder, Vern, ese hombre está malherido.
Justo cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado en el suelo para mirar a los ojos desquiciados de mi padre, el hijo del tipo se volvió y me arreó en toda la oreja. Yo me cubrí la cabeza con los brazos y me agaché mientras el chico se ponía a darme de golpes.
—¡Maldito seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—.
¡Como no des la cara, te doy una tunda!
Los perritos calientes que me había comido me subieron por la garganta y me los volví a tragar. Yo no quería pelear, pero el chico no era nada comparado con mi viejo. Justo cuando me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la boca. Me eché hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna manera conseguí acertarle en la cara. Oí que mi padre volvía a gritar y seguí dando porrazos. Al cabo de tres o cuatro puñetazos el mocoso bajó las manos y se echó a lloriquear, atragantándose con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me gritó:
—¡Rómpele la cara!
Yo volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de sangre de color rojo brillante.
Zafándose de los hombres que lo sujetaban, mi padre me cogió del brazo y me sacó por la puerta. Cruzó corriendo el estacionamiento, llevándome a rastras y buscando el coche en la oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló ante mí. Estaba intentando respirar.
—Lo has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de los ojos. Me agarró de los hombros y me los estrujó—. Lo has hecho muy bien.
Cuando encontramos el coche, mi padre me empujó al asiento trasero y levantó el altavoz de la ventanilla. Lo dejó caer al suelo con un estruendo, se abalanzó hacia el interior y puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de golpe.
—¿Ya se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta.
Por el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando que, si había algún médico o enfermera, se presentara de inmediato en el tenderete de refrescos.
—Dios, ¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el asiento y frotándose la cara.
—Un gordo hijo de puta ha intentado decirnos cómo tenemos que hablar, eso es lo que ha pasado —respondió el viejo—.
Pero les hemos dado una buena, ¿eh, Bobby? Arrancó el motor. Los dos levantamos la vista hacia la pantalla justo cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de alta tensión—.
Puta madre, mocoso, ese bicho tiene unos dientes así de largos —se rió mi viejo, extendiendo los dos brazos. Luego se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—: Esta vez van a avisar a las autoridades. Estiró el brazo y puso el Chevy en marcha.
Pisando a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del montículo donde habíamos aparcado y salió coleando por entre los demás vehículos. La grava suelta los salpicó. Un viejo y una mujer se chocaron mientras intentaban apartarse de nuestro camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros.
Nos largamos a toda prisa por la salida y llegamos patinando a la carretera, donde pusimos rumbo al oeste en dirección a casa. Una ambulancia pasó a toda velocidad a nuestro lado, con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia el cine, en el preciso momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba.
—Agnes, tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando el volante con la mano ensangrentada—. Le ha arreado una buena tunda a ese mocoso. —Agarró la botella de debajo del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es la mejor noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla.
—¿Has metido a Bobby en una pelea?
—Pues claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo.
Mi madre se inclinó por encima del asiento delantero, me palpó la cabeza con las manos y echó un vistazo a mi cara en la oscuridad.
—Bobby, ¿estás herido? —me preguntó.
—Tengo sangre.
—Dios mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta vez, cabrón de mierda?
Alcé la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el antebrazo. La cabeza de mi madre rebotó contra la ventanilla.
—¡Hijo de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las manos.
—No lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón».
Yo pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras volvíamos a casa a toda velocidad. Cada vez que se cruzaba con un coche, daba otro trago de la botella. El viento entraba a ráfagas por su ventanilla abierta y me secaba el sudor. El Impala daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera. «Lo has hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez. Fue la única maldita cosa que me dijo el viejo en toda mi vida que no traté de olvidar. Más tarde me despertó el ruido de una tormenta que se avecinaba. Yo estaba tumbado en la cama, todavía vestido.
A través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell Flats. Un inmenso retumbar de truenos avanzaba por la hondonada, seguido de cerca por un aullido agudo y espantoso; pensé en Godzilla y en la película que me había perdido.
Solamente cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que aquel aullido era el ruido que hacía mi viejo al vomitar en el cuarto de baño.
Se abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con una vela encendida en las manos.
—¿Bobby? —dijo.
Yo fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me acarició la mejilla dolorida con su suave mano. Luego levantó el brazo y me cerró la ventana. A la luz de la vela, le eché un vistazo furtivo al moretón que se le extendía por la cara como una mancha de mermelada de uva.
Salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta, y se alejó por el pasillo.
—Ten —oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia?
—Creo que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía la cabeza dura como una piedra.
—No deberías beber, Vernon.
—¿Está dormido?
—Está agotado.
—Me apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese mocoso, por cómo sangraba —dijo mi padre.
—Tendríamos que irnos a la cama.
—No me lo podía creer, Agnes. Ese pinchi mocoso era el doble de grande que Bobby, lo juro por Dios.
—No es más que un niño, Vernon.
Pasaron despacio por delante de mi puerta, apoyados el uno en el otro, y entraron en su dormitorio. Oí que mi madre decía «Ni hablar», pero al cabo de unos minutos la cama comenzó a chirriar como una sierra oxidada. Fuera, la tormenta por fin se desató y unos goterones enormes empezaron a aporrear el tejado de hojalata de la casa. Oí que mi madre gemía y que mi padre llamaba a Dios. Un relámpago trazó un arco en el cielo negro y unas sombras largas se pusieron a danzar por las paredes de yeso desnudo de mi habitación. Me tapé la cabeza con la fina sábana y me metí los dedos en la boca.
Un sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se esparció por mi lengua. Era la sangre del otro chico, que yo todavía tenía en las manos.
Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la habitación contigua, yo me lamí la sangre de los nudillos. Los grumos secos se me disolvieron en la boca y convirtieron mi saliva en sirope. Aun después de tragarme toda aquella sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya siempre querría más.
jueves, 14 de abril de 2016
Necronomicón 2.0. Salino.
A veces tolero las ediciones piratas. Sobre todo reconozco su valor si se trata de libros descatalogados, o de alguna de esas obras que no llegaron a editarse en mi país. Pero lo que no tolero es que un archivo en PDF, lleno de garabatos y firmado por un árabe loco, me susurre que mate a mi familia… que mate a mi familia… que mate a mi familia… que mate a mi familia…
Los micros de Cthulu. VVAA, 2013.
Los micros de Cthulu. VVAA, 2013.
miércoles, 13 de abril de 2016
Los dientes. Raúl Jiménez y Rodrigo García.
—Es normal —dijo el pediatra—. Le están saliendo los dientes. El pobre se alivia así. Cómprenle un mordedor.
—¿Un mordedor? Ni que fuera un perro —dijo mi marido, cuando ya en casa le recordé la sugerencia del médico—. Lo que haremos será enseñarle. Es lo que se hace con los niños, ¿no?, enseñarles cosas. Pues bien, lo primero que va a aprender es que no se muerde.
—Y ¿cómo piensas hacerlo? —le pregunté.
—Bueno, ya sabes, ¡hablando! Parece que no, pero lo entiende todo perfectamente.
Sobra decir que aquello no funcionó. Nuestro hijo continuó lanzando sus mordiscos a todos cuantos se le pusieron a tiro.
En una ocasión, mordió a un niño en el parque, y cuando la madre del pequeño se acercó para pedir explicaciones, también la mordió a ella.
A partir de aquello, la gente empezó a llamar a nuestro hijo el niño vampiro. Colaboró en la fama de este apodo el que nuestro bebé tuviera una piel casi transparente, y que en lugar de llorar y patalear al enfadarse, soltase un graznido largo y agudo, que recordaba al chillido de los murciélagos.
Por lo demás, era un bebé completamente normal. Como todos los otros críos, volaba con cierta dificultad y, de vez en cuando, se daba un cabezazo contra la lámpara.
Sin manos y otras proezas de la infancia. Raúl Jiménez y Rodrigo García. Bang Ediciones, 2015.
—¿Un mordedor? Ni que fuera un perro —dijo mi marido, cuando ya en casa le recordé la sugerencia del médico—. Lo que haremos será enseñarle. Es lo que se hace con los niños, ¿no?, enseñarles cosas. Pues bien, lo primero que va a aprender es que no se muerde.
—Y ¿cómo piensas hacerlo? —le pregunté.
—Bueno, ya sabes, ¡hablando! Parece que no, pero lo entiende todo perfectamente.
Sobra decir que aquello no funcionó. Nuestro hijo continuó lanzando sus mordiscos a todos cuantos se le pusieron a tiro.
En una ocasión, mordió a un niño en el parque, y cuando la madre del pequeño se acercó para pedir explicaciones, también la mordió a ella.
A partir de aquello, la gente empezó a llamar a nuestro hijo el niño vampiro. Colaboró en la fama de este apodo el que nuestro bebé tuviera una piel casi transparente, y que en lugar de llorar y patalear al enfadarse, soltase un graznido largo y agudo, que recordaba al chillido de los murciélagos.
Por lo demás, era un bebé completamente normal. Como todos los otros críos, volaba con cierta dificultad y, de vez en cuando, se daba un cabezazo contra la lámpara.
Sin manos y otras proezas de la infancia. Raúl Jiménez y Rodrigo García. Bang Ediciones, 2015.
martes, 12 de abril de 2016
Identidades. Rocío Romero Santurtzi.
Desde que encontré a mi hermana en aquel pozo, me encuentro con sus ojos abiertos en el espejo. Claro que estoy triste y sigo llorando hasta quedarme dormida. Pero no es eso. Mi gemela me mira, parpadea a destiempo, me sonríe, finge que se lava los dientes cuando lo hago yo. Lo mejor de todo es que no me siento tan sola como cabría esperar. Meriendo junto a su reflejo en la luna del vestidor y charlamos como siempre. Lo peor es que mamá sigue llamándome por su nombre.
lunes, 11 de abril de 2016
El milagro. Alberto Sánchez Argüello.
En un turno normal, después de haber atrapado in fraganti a varios sospechosos, los guardias llegaron al precipicio y sacaron su cargamento para una ejecución rápida. Fueron lanzando de uno en uno a los estudiantes, que amarrados de pies y manos, no les quedaba más remedio que gritar mientras caían o soltar algún hijueputazo final. Cuando ya estaban por lanzar al último, éste se arrodilló pronunciando algún tipo de oración que los guardias no lograron escuchar. Mientras oraba lo tomaron de las piernas y de arrastre lo lanzaron al abismo.
Apenas el cuerpo estuvo en el aire unas enormes alas rompieron su camisa y se desplegaron bajo la luna llena. Los guardias asombrados se quedaron mirándolo y el joven aprovechó para gritarles que se arrepintieran, que aquello era una señal divina. El sargento mayor dio un paso adelante y con su 38 disparó certero a la frente del alado.
El cuerpo planeó por un tiempo antes de caer al fondo con el resto de cadáveres.
El sargento se retiró junto con sus hombres, satisfecho de haber terminado con aquel sacrílego que no sabía que el único Dios verdadero era el dictador.
Apenas el cuerpo estuvo en el aire unas enormes alas rompieron su camisa y se desplegaron bajo la luna llena. Los guardias asombrados se quedaron mirándolo y el joven aprovechó para gritarles que se arrepintieran, que aquello era una señal divina. El sargento mayor dio un paso adelante y con su 38 disparó certero a la frente del alado.
El cuerpo planeó por un tiempo antes de caer al fondo con el resto de cadáveres.
El sargento se retiró junto con sus hombres, satisfecho de haber terminado con aquel sacrílego que no sabía que el único Dios verdadero era el dictador.
domingo, 10 de abril de 2016
Recuerdos de la feria. Miguel Ángel Molina.
sábado, 9 de abril de 2016
La cabeza de mi padre. Alberto Laiseca.
¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda esta gente, no puedo entender nada, el personal directivo está vestido de blanco, nosotros con piyamas grises, sé perfectamente que esto es un manicomio, pero no es mi lugar, yo no estoy loco. Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre, creo que mejor padre no puede tener un hijo que el que yo tuve, era como un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un Dios, por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos, era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía pero con justa razón:
-¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes 20 años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
Tenía razón papá, tenía toda la razón.
-¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes 20 años, eres grande.
Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo sabía, yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas, y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no se sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni preparar un huevo frito, yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
-¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero, porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a papá, decía:
-¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy aburrido la verdad, pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas, es como un fusil pero sin pólvora, tira flechas con más precisión y más fuerza que un arco.
Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta, entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo, me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy buen carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros, entonces como siempre todos los días estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no lava los platos en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”, estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a mi cuarto y le apuntaba con la ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta, ¿cómo le iba a tirar?
Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores, me dijo:
-¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y enamorarla?, así me darías un nieto.
La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos con ella, entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras veces él estaba rezongando como siempre:
-¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que tenía puntas de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión… convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le entró como si fuera una bala.
Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza, la primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que no sufra, para que no sufra, claro.
Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tol incordio, y lo puse a reposar, las otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba, pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo por qué, la verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre, siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos, era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía pero con justa razón:
-¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes 20 años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
Tenía razón papá, tenía toda la razón.
-¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes 20 años, eres grande.
Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo sabía, yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas, y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no se sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni preparar un huevo frito, yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
-¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero, porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a papá, decía:
-¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy aburrido la verdad, pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas, es como un fusil pero sin pólvora, tira flechas con más precisión y más fuerza que un arco.
Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta, entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo, me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy buen carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros, entonces como siempre todos los días estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no lava los platos en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”, estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a mi cuarto y le apuntaba con la ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta, ¿cómo le iba a tirar?
Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores, me dijo:
-¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y enamorarla?, así me darías un nieto.
La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos con ella, entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras veces él estaba rezongando como siempre:
-¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que tenía puntas de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión… convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le entró como si fuera una bala.
Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza, la primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que no sufra, para que no sufra, claro.
Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tol incordio, y lo puse a reposar, las otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba, pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo por qué, la verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre, siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.
jueves, 7 de abril de 2016
El hombre elefante. Agustín Martínez Valderrama.
Me corté una oreja y salí de casa. En el ascensor coincidí con mi vecino y me preguntó qué había ocurrido. Le dije que fue un accidente, esquiando. El tipo del quiosco también se fijó. A él le expliqué lo del atraco a punta de navaja. Luego, en la cafetería, el camarero insistió. Se me cayó, respondí sin más. Al llegar a la oficina confesé que sufría un tumor maligno. Funcionó. Hasta ella dijo que lo sentía y me besó en la mejilla. Tenía una voz bonita, olía bien y era más guapa aún de cerca. Unos días después todo volvió a ser como antes. Ayer me corté la otra.
miércoles, 6 de abril de 2016
El que jadea. Juan José Millás.
Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo otro lado de la línea.
—¿Quién es? –pregunté.
—Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
—¿Quién era?
—El que jadea —dije.
— Habérmelo pasado.
—¿Para qué?
—No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
—No te importe —decía— todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
—No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
—Se lo voy a contar a tu mujer —respondió en tono de amenaza—. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
—Tampoco es para ponerse así —dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos—. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
—Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
—Se ha ido a misa.
—Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
—¿Quién es? —preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
—Soy el jadeador —dije con naturalidad.
—Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
—Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.
—¿Quién es? –pregunté.
—Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
—¿Quién era?
—El que jadea —dije.
— Habérmelo pasado.
—¿Para qué?
—No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
—No te importe —decía— todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
—No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
—Se lo voy a contar a tu mujer —respondió en tono de amenaza—. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
—Tampoco es para ponerse así —dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos—. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
—Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
—Se ha ido a misa.
—Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
—¿Quién es? —preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
—Soy el jadeador —dije con naturalidad.
—Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
—Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.
domingo, 3 de abril de 2016
Al otro lado. Santiago Eximeno.
Mi hermana gemela cruzó al otro lado del espejo y desde entonces vive allí, atrapada para siempre. Me cuesta muchísimo maquillarme.
Destellos en el cristal. Internacional Microcuentista, 2013.
Destellos en el cristal. Internacional Microcuentista, 2013.
sábado, 2 de abril de 2016
Hablaba y hablaba. Max Aub.
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.