Que se arrime un poco más al borde de la cama, como si hubiera una barrera imaginaria.
Que ya no bese mis pecas.
Que no recuerde la última vez que nos reímos juntos.
Que me regale flores que compra su secretaria.
Que no caliente mis manos en sus bolsillos.
Que no lea mis relatos.
Que ya no bautice estrellas con mi nombre.
Que prefiera sus ausencias a sus temibles presencias ausentes.
Así hasta completar treinta y dos.
Y en la columna derecha tan sólo una línea con un solitario “Que un día le quise”.
jueves, 30 de junio de 2016
miércoles, 29 de junio de 2016
La mariposa. Salvador Elizondo.
La mariposa es un animal instantáneo inventado por los chinos. Estos objetos se fabrican, generalmente, de finísimas astillas de bambú que forman el cuero y las nervaduras de las alas. Éstas están forradas de papel de arroz muy fino o de seda pura y son decoradas mediante un procedimiento casi desconocido, de la pintura secreta llamada Fen Hua y que consiste en esparcir sutilmente unos polvillos coloreados sobre una superficie captante o prensil formando así los caprichosos diseños visibles en sus alas. En el interior del cuerpo llevan un pedacito de papel de arroz con el ideograma mariposa que tiene poderes mágicos. Los fabricantes de mariposas aseguran que este talismán es el que les permite volar. Los que se ocupan de estas cosas, los letrados –censores o sinodales–, también algunos de nuestros generales que con frecuencia consultan el augurio llamado de la mariposa o Pu hu, para saber el resultado de las campañas que emprenden, dicen que las mariposas fueron inventadas, como todas las cosas que hay en China, por el Emperador Amarillo que vivió en la época legendaria del Fénix y a quien también se debe la invención de la escritura, de las mujeres y del mundo.
martes, 28 de junio de 2016
El vuelo de Adrián. Salvador Robles.
—¿De qué trata la lección, Adrián? —preguntó por sorpresa la joven maestra al alumno más soñador del curso.
Adrián, abismado en sus pensamientos, no pareció darse por aludido.
—¡Adrián!
El muchacho aterrizó en el aquí y ahora entre las risas ahogadas de sus condiscípulos.
—Dígame, señorita Marta.
—Te preguntaba por el tema que estamos desarrollando en la clase de hoy.
—Sé que ha empezado usted a hablar de las abejas y la fotosíntesis. Eso es todo. Lo siento, señorita Marta, pero me he distraído con las extrañas palabras que han resonado en mi cabeza.
—¿Por qué extrañas?
—No sé de dónde han surgido; trataba de atender lo que usted decía, cuando, de repente, mi cabeza se ha llenado de palabras.
—¿Qué tipo de palabras?
—Palabras de colores y algodón.
—¿Algodón?
—Sí, el de las nubes.
—¿Te importa repetirlas?
—No sé si seré capaz de recordarlas todas.
—Inténtalo. Incorpórate para que te escuchemos mejor.
Adrián se levantó, carraspeó para aclararse la garganta y…
—Las abejas volaban demasiado alto para alcanzarlas de un salto. Así que el estudiante desplegó las alas de su imaginación y voló junto a ellas, por encima de las nubes.
—¿Eso es todo?
—Sí, señorita. Luego me he limitado a mover las alas y volar.
—Por encima de las nubes.
—Un poquito por encima, las rozaba con los pies.
—Por eso sabías que eran de algodón.
—Sí, y me hacían cosquillas.
—Muy bien —la maestra dio una palmada para atraer la atención de toda la clase—. Faltan cinco minutos para la hora del recreo. Hasta entonces, volemos todos con Adrián.
En los siguientes minutos, el aula se pobló de sonoras carcajadas. Las cosquillas que hacían las nubes de algodón eran irresistibles.
La fiesta de las palabras. Salvador Robles.
Adrián, abismado en sus pensamientos, no pareció darse por aludido.
—¡Adrián!
El muchacho aterrizó en el aquí y ahora entre las risas ahogadas de sus condiscípulos.
—Dígame, señorita Marta.
—Te preguntaba por el tema que estamos desarrollando en la clase de hoy.
—Sé que ha empezado usted a hablar de las abejas y la fotosíntesis. Eso es todo. Lo siento, señorita Marta, pero me he distraído con las extrañas palabras que han resonado en mi cabeza.
—¿Por qué extrañas?
—No sé de dónde han surgido; trataba de atender lo que usted decía, cuando, de repente, mi cabeza se ha llenado de palabras.
—¿Qué tipo de palabras?
—Palabras de colores y algodón.
—¿Algodón?
—Sí, el de las nubes.
—¿Te importa repetirlas?
—No sé si seré capaz de recordarlas todas.
—Inténtalo. Incorpórate para que te escuchemos mejor.
Adrián se levantó, carraspeó para aclararse la garganta y…
—Las abejas volaban demasiado alto para alcanzarlas de un salto. Así que el estudiante desplegó las alas de su imaginación y voló junto a ellas, por encima de las nubes.
—¿Eso es todo?
—Sí, señorita. Luego me he limitado a mover las alas y volar.
—Por encima de las nubes.
—Un poquito por encima, las rozaba con los pies.
—Por eso sabías que eran de algodón.
—Sí, y me hacían cosquillas.
—Muy bien —la maestra dio una palmada para atraer la atención de toda la clase—. Faltan cinco minutos para la hora del recreo. Hasta entonces, volemos todos con Adrián.
En los siguientes minutos, el aula se pobló de sonoras carcajadas. Las cosquillas que hacían las nubes de algodón eran irresistibles.
La fiesta de las palabras. Salvador Robles.
domingo, 26 de junio de 2016
Papiroflexia. Alberto Omar Walls.
Me gusta hacer animalitos con el papel, Llamo a esto papiroflexia. Un juego lento y hermoso. Ayer o hace un siglo, quizá esta mañana, hice un animalito con un papel azul y otro blanco. Era un animalito porque tenía cuatro patas, un cuerpo y una cabeza. No sé qué clase. Fui ahí al lado y cuando volví le vi comiéndose el desayuno. No le recriminé, por el contrario le traje más leche y se la puse en el plato por saber si me aceptaba. Se acercó, y bebió de la leche, con unos chasquiditos menudos y satisfechos. Viéndole, pensé que debería hacer más animalitos de papel: muchos.
Pero luego, quizá ayer o hace un rato, quizá el año pasado, se me acabaron las cuartillas. Yo necesitaba seguir escribiendo.
Deshice el animalito y escribí en él. Fue muy doloroso.
Cuentos de la Atlántida. Antología del cuento canario actual, 2004. VVAA.
Pero luego, quizá ayer o hace un rato, quizá el año pasado, se me acabaron las cuartillas. Yo necesitaba seguir escribiendo.
Deshice el animalito y escribí en él. Fue muy doloroso.
Cuentos de la Atlántida. Antología del cuento canario actual, 2004. VVAA.
sábado, 25 de junio de 2016
Mis amnesias. Elena Sanjuanbenito.
A veces olvido cosas, casi siempre, en realidad. Mi psiquiatra dice que es una forma de protegerme, se supone que si olvido las llaves del coche en la oficina y los informes de la oficina en el coche, me protejo de algo. No sé, me protegeré de un contrato fijo. Va a ser eso. O de los atascos, o de arruinarme llenando el depósito.
Un día olvidé que vivía en Madrid. Fue un buen día, lo recuerdo. Vagué por las calles con ojos de turista, hice montones de fotos con mi cámara de usar y tirar y mandé una postal al trabajo, una de la Puerta de Alcalá.
Comí un bocadillo de calamares y vermú. Madrid me pareció una ciudad bonita y no terminé de entender por qué se empeñaban en reformar casi cada calle, en levantar puentes y socavar túneles y zanjas por todas partes. Recuerdo que me fui pronto al hotel y que el camión de la basura me ayudó a conciliar el sueño. Soñé que me volvía madrileña y tocaba el claxon sin parar.
Dice mi psiquiatra que nunca ha visto un caso como el mío, que le interesa enormemente entender cómo funciona mi mente y cuál es la razón de que me proteja de un modo tan continuo. Yo, que no sé qué contestar, me quedo callada y le miro con mucha atención para ver si así recuerdo cómo dijo que se llamaba.
Razones para ir a Arkansas. Elena Sanjuanbenito, 2014.
Un día olvidé que vivía en Madrid. Fue un buen día, lo recuerdo. Vagué por las calles con ojos de turista, hice montones de fotos con mi cámara de usar y tirar y mandé una postal al trabajo, una de la Puerta de Alcalá.
Comí un bocadillo de calamares y vermú. Madrid me pareció una ciudad bonita y no terminé de entender por qué se empeñaban en reformar casi cada calle, en levantar puentes y socavar túneles y zanjas por todas partes. Recuerdo que me fui pronto al hotel y que el camión de la basura me ayudó a conciliar el sueño. Soñé que me volvía madrileña y tocaba el claxon sin parar.
Dice mi psiquiatra que nunca ha visto un caso como el mío, que le interesa enormemente entender cómo funciona mi mente y cuál es la razón de que me proteja de un modo tan continuo. Yo, que no sé qué contestar, me quedo callada y le miro con mucha atención para ver si así recuerdo cómo dijo que se llamaba.
Razones para ir a Arkansas. Elena Sanjuanbenito, 2014.
viernes, 24 de junio de 2016
Piso 21. Eva Sánchez Palomo.
El hombre del traje negro y la corbata roja del piso 21 abre el ventanal y una ráfaga de aire desordena y hace volar por todo el despacho los papeles que tiene encima de la mesa. Sale a la cornisa e inspira profundamente, dejando que el aire de la mañana inunde sus pulmones. Se quita la chaqueta, la lanza al interior de la oficina, gira la cabeza hacia derecha e izquierda para descargar las vértebras del cuello, se impulsa fuertemente con las rodillas y salta.
El despegue es potente, elegante. Inicia el salto con los brazos abiertos en cruz y las piernas estiradas.
Cae.
A la altura del piso 14 realiza un doble giro hacia el interior encogiendo los brazos y doblando las piernas. La ejecución de los tirabuzones, impecable, sólo se ve afeada por el golpeteo constante de la corbata contra la cara debido a la velocidad.
En el piso 8 regresa a la posición vertical, con el cuerpo recto, los pies juntos y los brazos estirados más allá de la cabeza. En esa posición se realiza el clavado contra el pavimento, limpio, un golpe seco que rompe brazos y cráneo, pero que apenas produce salpicaduras.
Un jurado imparcial habría valorado la ejecución y dificultad del salto como perfectas, pero para el departamento de recursos humanos, mucho más exigente, el salto no pasó de notable.
El despegue es potente, elegante. Inicia el salto con los brazos abiertos en cruz y las piernas estiradas.
Cae.
A la altura del piso 14 realiza un doble giro hacia el interior encogiendo los brazos y doblando las piernas. La ejecución de los tirabuzones, impecable, sólo se ve afeada por el golpeteo constante de la corbata contra la cara debido a la velocidad.
En el piso 8 regresa a la posición vertical, con el cuerpo recto, los pies juntos y los brazos estirados más allá de la cabeza. En esa posición se realiza el clavado contra el pavimento, limpio, un golpe seco que rompe brazos y cráneo, pero que apenas produce salpicaduras.
Un jurado imparcial habría valorado la ejecución y dificultad del salto como perfectas, pero para el departamento de recursos humanos, mucho más exigente, el salto no pasó de notable.
jueves, 23 de junio de 2016
Música. Ana María Matute.
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba algo.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas…! ¡Se la inventa!
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba algo.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas…! ¡Se la inventa!
martes, 21 de junio de 2016
Catarsis. Orlando López Valencia.
El hombre abre el libro y al entrar en él, una mujer alta y delgada se dirige al lavabo. Siente entonces un vértigo, quiere respetar esa intimidad pero la mujer ya está a horcajadas sobre la taza.
La repasa minuciosamente, él no la ha escogido pero está, allí, solitaria y desnuda, tan cerca que podría tocarla. Ella parece no verle, se levanta, coge una toalla y se dirige al lecho. Él la sigue, luego arranca sus ojos del desnudo, recorre el cuarto y se detiene de espaldas a la ventana por donde se filtra la luz amarilla de un farol.
La mujer a bordo del lecho se vuelve hacia la mesita de noche y enciende la radio, la música irrumpe con la cadencia de un blues, mientras la puerta se abre y un hombre joven entra y se tiende junto a ella. El hombre de la ventana recrimina su actitud, siempre ha respetado la intimidad de los demás pero pese a su resistencia es incapaz de retirar la mirada de la escena amorosa, se ha excitado a tal grado que su respiración lo delata.
—¿Hay alguien más aquí? —pregunta el joven incorporándose rápidamente del lecho.
El hombre se avergüenza y cierra el libro.
La repasa minuciosamente, él no la ha escogido pero está, allí, solitaria y desnuda, tan cerca que podría tocarla. Ella parece no verle, se levanta, coge una toalla y se dirige al lecho. Él la sigue, luego arranca sus ojos del desnudo, recorre el cuarto y se detiene de espaldas a la ventana por donde se filtra la luz amarilla de un farol.
La mujer a bordo del lecho se vuelve hacia la mesita de noche y enciende la radio, la música irrumpe con la cadencia de un blues, mientras la puerta se abre y un hombre joven entra y se tiende junto a ella. El hombre de la ventana recrimina su actitud, siempre ha respetado la intimidad de los demás pero pese a su resistencia es incapaz de retirar la mirada de la escena amorosa, se ha excitado a tal grado que su respiración lo delata.
—¿Hay alguien más aquí? —pregunta el joven incorporándose rápidamente del lecho.
El hombre se avergüenza y cierra el libro.
domingo, 19 de junio de 2016
El espejo roto. Jesús Humberto Olague Alcalá.
Siempre supe que mamá mentía, yo no era único, ni especial, ni nada; que papá se equivocaba, mi amigo no era imaginario; que la abuela estaba en un error, aquel niño no era mi reflejo; que mis hermanos algún día se arrepentirían de decirme loco; que todos cometían un grave error al no escucharme.
No me dejaron más alternativa que romper el espejo y dejar escapar al niño parecido a mí. Ahora, mientras él toma venganza por su encierro, yo hago oídos sordos a los gemidos y estertores de sus gargantas cercenadas.
No me dejaron más alternativa que romper el espejo y dejar escapar al niño parecido a mí. Ahora, mientras él toma venganza por su encierro, yo hago oídos sordos a los gemidos y estertores de sus gargantas cercenadas.
viernes, 17 de junio de 2016
Álbum. Alberto Chimal.
La cara de su madre. La muñeca que arrojó por la ventana. El libro que quemó. La pecera que vació en la sala. La muñeca a la que arrancó las piernas. Su primer psiquiatra. El tazón con el que golpeó a su madre. Su niñera poco antes de marcharse. Su abuela materna poco antes de marcharse. Su padre poco antes de marcharse. La cara de su madre. El gato al que metió en el horno. Su segundo psiquiatra. Su primer kínder. El niño al que pateó. Su tercer psiquiatra. La trenza cortada de su compañera. El rincón en el que estuvo castigada. La cara cortada de su compañera. Su cuarto psiquiatra. Su segundo kínder. El perro al que destripó. La silla a la que fue atada. El brazo en cabestrillo de su madre. El brazo en cabestrillo de su maestra. El brazo en cabestrillo de su quinto psiquiatra. Su tercer kínder. El niño que la golpeó. Un trozo de la oreja del niño que la golpeó. Su cuarto kínder. La denuncia en su contra. El bolso de su madre. El director de la primaria que no quiso admitirla. La cara de su madre. El director de la segunda primaria que no quiso admitirla. La tarjeta de débito de su madre. El director de la primaria que aceptó admitirla. La niña a la que trató de ahogar en un excusado. La niña a la que empujó por las escaleras. La carta en su contra de los padres de sus compañeros. La cara de su madre. Un hombro desnudo de su madre. El director de la segunda primaria que aceptó admitirla. El suéter de su compañero desaparecido. El cuerpo de su compañero desaparecido. La cara de su madre. La patrulla que fue a buscarla. La cara de su madre. El autobús que abordó con su madre. El primer motel donde durmió con su madre. El incendio del primer motel donde durmió con su madre. El boletín con la foto de su madre. La cara de su madre. El segundo motel donde durmió con su madre. El bebé que resistió tres días en el cuarto donde durmió con su madre. La cara de su madre. El tercer motel donde durmió. El teléfono que su madre trató de usar. La cara de su madre. Un ojo de su madre. La lengua de su madre. El otro ojo de su madre. El coche del hombre que la recogió en la carretera. La primera comentarista que habló de ella en la televisión. El coche del segundo hombre que la recogió en la carretera.
Estos son los días, Alberto Chimal. 2004.
Estos son los días, Alberto Chimal. 2004.
jueves, 16 de junio de 2016
El leve Pedro. Enrique Anderson Imbert.
Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.
-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.
-Languideces -le respondió su mujer.
-Tal vez.
Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.
-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario, pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana. Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo. Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.
-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!
-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.
-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.
-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.
-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.
Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
-Mañana mismo llamaremos al médico.
-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta. Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
-¿Tienes ganas de subir?
-No. Estoy bien.
Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz. Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo. Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba. En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.
-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.
-Languideces -le respondió su mujer.
-Tal vez.
Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.
-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario, pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana. Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo. Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.
-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!
-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.
-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.
-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.
-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.
Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
-Mañana mismo llamaremos al médico.
-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta. Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
-¿Tienes ganas de subir?
-No. Estoy bien.
Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz. Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo. Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba. En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.
miércoles, 15 de junio de 2016
La otra familia. Alberto Sánchez Argüello.
Martha abre los ojos y se da cuenta que está en la cocina; la vajilla es de china y las ollas son todas nuevas. Frente a ella está un pollo horneado, listo para servir. Le toma unos cuantos segundos darse cuenta que es la otra casa. Contenta se prepara a recibir al esposo y sus hijos como se merecen. Un par de horas después aparecen sus dos niños y la colman de besos, detrás el esposo la abraza y la levanta en el aire como si no se hubiesen visto en meses. -Te amo- le dice mientras le mordisquea la oreja.
Se sientan todos a la mesa y los pequeños le hablan de lo bien que les fue en clases, excepto por el examen sorpresa de química.
El esposo ríe y les dice que antes de la cena les ayudará a repasar para que saquen cien en la próxima. Ella guarda silencio, disfrutando tanta paz junta; él le toma la mano y le dice que la próxima semana pedirá vacaciones para hacerse cargo de la casa y que ella puede ir viendo lo de su postgrado, que ya se arreglarán con los niños.
Ella va a responder cuando un murmullo se le mete por los oídos -
despertate- oye a lo lejos -despertate puta- le dice una voz cada más fuerte -despertate pedazo de mierda- le grita y ya no puede escuchar a los niños, ni al esposo. Siente un mareo, se levanta de la silla y antes de que la puedan sostener, cae.
Al abrir los ojos se da cuenta que está en el piso, le duele la cabeza y siente en la boca un líquido caliente que sabe a metal. -Levantate ya, hijadeputale- dice la misma voz -Ni que te hubiera golpeado tan fuerte; levantate y andá traeme una cerveza- agrega. Ella se levanta, se limpia la sangre con el dorso de la mano y camina lento hacia la cocina, añorando el próximo golpe que la llevará de nuevo con la otra familia.
Se sientan todos a la mesa y los pequeños le hablan de lo bien que les fue en clases, excepto por el examen sorpresa de química.
El esposo ríe y les dice que antes de la cena les ayudará a repasar para que saquen cien en la próxima. Ella guarda silencio, disfrutando tanta paz junta; él le toma la mano y le dice que la próxima semana pedirá vacaciones para hacerse cargo de la casa y que ella puede ir viendo lo de su postgrado, que ya se arreglarán con los niños.
Ella va a responder cuando un murmullo se le mete por los oídos -
despertate- oye a lo lejos -despertate puta- le dice una voz cada más fuerte -despertate pedazo de mierda- le grita y ya no puede escuchar a los niños, ni al esposo. Siente un mareo, se levanta de la silla y antes de que la puedan sostener, cae.
Al abrir los ojos se da cuenta que está en el piso, le duele la cabeza y siente en la boca un líquido caliente que sabe a metal. -Levantate ya, hijadeputale- dice la misma voz -Ni que te hubiera golpeado tan fuerte; levantate y andá traeme una cerveza- agrega. Ella se levanta, se limpia la sangre con el dorso de la mano y camina lento hacia la cocina, añorando el próximo golpe que la llevará de nuevo con la otra familia.
martes, 14 de junio de 2016
Después de la guerra. Alejandro Jodorowsky.
El último ser humano vivo lanzó la última paletada de tierra sobre el último muerto. En ese instante mismo supo que era inmortal, porque la muerte sólo existe en la mirada del otro.
sábado, 11 de junio de 2016
El diario a diario. Julio Cortázar.
Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de la plaza.
Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas.
Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego se lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.
jueves, 9 de junio de 2016
Fresh captured fairy. Pilar Vera.
—¡Dios mío, otra vez! —dijo mamá—. Se nos ha vuelto a caducar.
Estaba al fondo de la alacena, entre latas de tomate y botes de espárragos. El hada, con las alas deshechas, yacía muerta en un tarro de cristal cuajado de pequeños arañazos.
Pilar Vera. Cámara Oscura, 2010.
Estaba al fondo de la alacena, entre latas de tomate y botes de espárragos. El hada, con las alas deshechas, yacía muerta en un tarro de cristal cuajado de pequeños arañazos.
miércoles, 8 de junio de 2016
El truco del sombrero. Etgar Keret.
Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo al conejo por entre los niños y estos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes, las cosas, realmente eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos pero de todos modos dejo lo del conejo para el final. Ese es el truco que, por mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta que encuentra las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:
-¡Alabím alabám, Kasam va! – Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera magia.
También aquel sábado en L. dejé el truco del sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuantos niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y clavé los ojos en los de una niña gorda y con lentes. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme como siempre:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despacho del padre, y me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza, y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños sentados de espaldas a mí que miraban la tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Vomité en mi sombrero de mago y el vomito desapareció. Los niños me rodearon enloquecidos de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco ahí supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.
-Lo de los conejos está pasado de moda -me dijo-, ahora lo que se usa son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejara luego en su casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función tenía que representarla el miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto.
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que la mandíbula de un monstruo me la atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.
-¡Alabím alabám, Kasam va! – Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera magia.
También aquel sábado en L. dejé el truco del sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuantos niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y clavé los ojos en los de una niña gorda y con lentes. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme como siempre:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despacho del padre, y me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza, y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños sentados de espaldas a mí que miraban la tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Vomité en mi sombrero de mago y el vomito desapareció. Los niños me rodearon enloquecidos de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco ahí supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.
-Lo de los conejos está pasado de moda -me dijo-, ahora lo que se usa son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejara luego en su casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función tenía que representarla el miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto.
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que la mandíbula de un monstruo me la atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.
martes, 7 de junio de 2016
La melancolía de los gigantes. Ángel Olgoso.
lunes, 6 de junio de 2016
Creación. Jürg Shcubiger y Franz Hohler.
Al principio, solo existía Dios. Un día recibió una caja de madera llena de guisantes. ¿Quién se la podría haber mandado? Desde luego, él no conocía a nadie más. Aquel asunto le daba mala espina, así que dejó la caja —es decir, la dejó flotando— en el lugar donde la había encontrado.
Siete días después, las vainas de los guisantes reventaron. La explosión fue tan violenta que los guisantes salieron disparados hacia la Nada. Los guisantes que habían estado en la misma vaina casi siempre permanecían juntos y giraban alrededor de sus otros compañeros. Empezaron a crecer y a brillar, y así, de la Nada, surgió el universo.
Dios estaba perplejo. Más tarde, en uno de esos guisantes, se desarrollaron todas las formas imaginables de vida, incluida la de los seres humanos. Como aquellos hombres sabían quién era Dios, le atribuyeron la creación del universo y le adoraron como a su creador.
Aunque Dios nunca intentó convencerles de su error, todavía hoy se pregunta quién demonios pudo enviarle una caja con guisantes.
Siete días después, las vainas de los guisantes reventaron. La explosión fue tan violenta que los guisantes salieron disparados hacia la Nada. Los guisantes que habían estado en la misma vaina casi siempre permanecían juntos y giraban alrededor de sus otros compañeros. Empezaron a crecer y a brillar, y así, de la Nada, surgió el universo.
Dios estaba perplejo. Más tarde, en uno de esos guisantes, se desarrollaron todas las formas imaginables de vida, incluida la de los seres humanos. Como aquellos hombres sabían quién era Dios, le atribuyeron la creación del universo y le adoraron como a su creador.
Aunque Dios nunca intentó convencerles de su error, todavía hoy se pregunta quién demonios pudo enviarle una caja con guisantes.
Jürg Shcubiger y Franz Hohler. Así empezó todo. 34 historias sobre el orgien del mundo. 2007.
domingo, 5 de junio de 2016
Un vivo. Isabel González. (Microlocas)
Es la hostia encontrar un vivo. Encontrar un vivo es encontrar una perla dentro de una ostra dentro de la barriga de un pez dentro de la barriga de una ballena dentro de un océano sin agua. Esto es encontrar un vivo. Y soportarlo. Porque encontrar un vivo es reunir todas las ganas de matarlo. Ahí mismo. Yo mismo. Un incapaz que una vez atropelló un zorro y se bajó corriendo del coche para hacerle el boca a boca. No se dejaba el muy terco. Me mordía y parecíamos dos amantes locos en la cuneta. Él, herido y de pelo rojo. Yo, ansioso por devolverle el aliento. Qué asustado estaba, diosanto. No sé quién más. No sabría precisar. Murió en mis brazos. Tal vez lo apreté demasiado para que se estuviera quieto. No lo sé. Murió y el taxidermista me hizo una estola con su cabeza y sus patitas. Qué suerte tuve, me digo. Qué suerte. El desollado podría haber sido yo. Yo convertido en estola. Mis zapatos italianos colgando a un lado; y al otro, mi cabeza gorda, siempre alerta, con sus pasmados ojos de cristal.
Pelos, Microlocas, 2016.
Pelos, Microlocas, 2016.
El otro Cervantes. Ricardo Ramírez Requena.
Con el tiempo, Miguel regresó a casa. Yo no estuve para recibirlo, me encontraba en Portugal, en donde dormito estas palabras.
No sé que será ahora de Miguel, manco de una mano, sin dineros, con los padres nuestros tan viejos, mis hermanas realengas y yo sin poder ayudar. Son pocos sus talentos además de las armas y una imaginación que lo hacía concebir personajes extraños mientras estábamos entre los infieles y nos cautivaba.
¿Qué será de él, de mi hermano? Yo esta noche salgo a batalla, no a Lepanto en donde quizás debió mejor morir Miguel y sellar su inmortalidad, sino a cualquiera en mis faenas de soldado.
Ojalá puedas hacer algo con esos personajes en la cabeza hermano, ojalá saques algún provecho en esta tierra ingrata que es el Reino de España.
Yo, del otro lado, tomo tu destino y recibo un arcabuzazo en tu nombre, ese que debía hacer hondura en ti en Lepanto y enterrarte en la tierra, en donde te espero ahora y hasta siempre.
Suerte hermano.
sábado, 4 de junio de 2016
El corazón delator. Edgar Allan Poe.
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz y tras ella pasaba la cabeza.
¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuan astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre.
Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque le sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara.
Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: —¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón.
Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez.» Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que le movía a sentir —aunque no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras le miraba. Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas sí respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable.
Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarle al suelo y echarle encima el pesado colchón.
Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿que tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campiña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien.
Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Se sentaron y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban?
Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo.
¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz y tras ella pasaba la cabeza.
¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuan astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre.
Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque le sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara.
Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: —¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón.
Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez.» Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que le movía a sentir —aunque no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras le miraba. Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas sí respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable.
Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarle al suelo y echarle encima el pesado colchón.
Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿que tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campiña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien.
Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Se sentaron y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban?
Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo.
¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
jueves, 2 de junio de 2016
Cielo. Victoria Pérez Escrivá.
Algunos creen que cuando la gente muere va al cielo. El cielo es como la tierra, solo que no tiene suelo y además es azul. La gente del cielo es transparente y nadie se abraza o se besa. Los recién llegados no lo saben y corren a abrazar a sus familiares muertos, pero los atraviesan como si fueran una ola. Inmediatamente se dan cuenta de que allí todo es diferente. No es que no se quieran. No, no es eso. Es algo parecido a un recuerdo. Lo aprenden nada más llegar. Se sientan y se miran. Nadie toca a nadie. Se miran con los ojos entornados, como quien mira un recuerdo de hace mucho tiempo.
Lo que más se parece al cielo es hundirse en el agua. Lo que más se parece a la tierra es morder un pedazo de madera.
Antes, cuando Venecia no existía. Victoria Pérez Escrivá. 2002.
Lo que más se parece al cielo es hundirse en el agua. Lo que más se parece a la tierra es morder un pedazo de madera.
Antes, cuando Venecia no existía. Victoria Pérez Escrivá. 2002.
miércoles, 1 de junio de 2016
Despertar. Choan C. Gálvez.
En episodios anteriores he despertado solo o acompañado, con y sin resaca, tiritando de frío o bañado en sudor. Pero esto de hoy es inaudito, no tiene nombre: me he despertado creyendo en dios. Con fe firme. Sin resquicios.
Tomo un vasito de agua y regreso a la cama. Ruego a nuestro señor para despertar ateo y con ganas de hacer pis, según tengo por costumbre.
Tomo un vasito de agua y regreso a la cama. Ruego a nuestro señor para despertar ateo y con ganas de hacer pis, según tengo por costumbre.