Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.
Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?
sábado, 31 de diciembre de 2016
viernes, 30 de diciembre de 2016
Suegra. Teresa Serván. Microlocas.
Odio a esta mujer pulcra y exacta. Vivir con ella es un infierno ¿Que cuándo barro las pelusas de la habitación que nos presta?, ¿que si hago algo para evitar el pelo que inunda su ducha? Cosas marchitas que le dicen que su hijo y yo nos ahogamos. Siempre me recuerda que una buena esposa debe ser limpia. Limpia, como su colección de jarrones de cristal, asépticos como la vida que persigue. Detesto estos jarrones, ni una huella en el vidrio, ni una mancha fuera de lugar. Yo, imperfecta de pies a cabeza, cuando tenga mi propia casa me despediré con un regalo. Le daré el florero que voy llenando con las pelusas de debajo de mi cama y las hebras del desagüe. Cosas muertas que le recuerden lo viva que estoy.
Pelos. Microlocas, 2016.
Pelos. Microlocas, 2016.
jueves, 29 de diciembre de 2016
¿Qué llevamos en los bolsillos? Etgar Keret.
Un
mechero, un caramelo para la tos, un sello de correos, un solitario y
algo torcido cigarrillo, un palillo, un pañuelo de tela, un
bolígrafo, dos monedas de cinco shekels. Esa es una pequeña parte
de las cosas que llevo en los bolsillos. Entonces ¿qué misterio
tiene que estén tan abultados? Son muchos los que me lo han dicho.
—Pero ¿qué coño llevas en los bolsillos?
A la mayoría, ni les contesto, sino que me limito a sonreír y, a veces, hasta suelto una forzada risita. Si se empeñaran en saberlo y me volvieran a preguntar, seguro que les enseñaría todo lo que llevo en ellos y puede que hasta les explicara para qué necesito tener siempre conmigo todas esas cosas. Pero no insisten. Qué coño llevas, la risita, el angustioso y breve silencio, y ya hemos pasado a otro asunto.
En realidad, todo lo que llevo en los bolsillos está ahí intencionada y premeditadamente. Todo está ahí para encontrarme en una situación de ventaja cuando llegue el momento de la verdad. Aunque, realmente, eso no es que sea muy exacto. Todo está ahí para no encontrarme en situación de desventaja cuando llegue el momento de la verdad. Porque ¿qué ventaja vas a poder sacar de un palillo o de un sello de correos? Pero, si por ejemplo, una chica guapa —¿sabéis qué?, ni siquiera guapa, simplemente mona, una chica de aspecto corriente capaz de cortaros la respiración— os fuera a pedir un sello, o ni siquiera fuera a pedíroslo, sino que la veis allí en la calle, una lluviosa noche, con un sobre sin sello en la mano junto a un buzón rojo y os pregunta si no sabríais por casualidad dónde hay una oficina de correos abierta a esas horas y después tosiera un poco, con una tos producto del frío y de la desesperación, porque ella también sabe, en el fondo, que no hay ninguna oficina de correos abierta por los alrededores, vamos, que seguro que no a esas horas, entonces, en ese momento, el momento de la verdad, no va a decirte qué coño llevas en los bolsillos, sino que te estará inmensamente agradecida por el sello, aunque puede que ni siquiera agradecida, sino que se limitará a brindarte su cautivadora sonrisa, una sonrisa cautivadora a cambio de un sello —yo estaría dispuesto a firmar ahora mismo, aunque el valor de los sellos esté al alza y el de las sonrisas a la baja.
Tras la sonrisa me daría las gracias y volvería a toser, de frío y un poco también de la turbación, y entonces yo le ofrecería un caramelo para la tos.
—¿Qué más llevas en los bolsillos? —me preguntaría ella, pero con delicadeza, nada de «qué coño llevas ahí» y sin ningún deje negativo.
Y yo le contestaría sin vacilar:
—Todo lo que puedas llegar a necesitar, cariño, todo lo que pueda llegar a hacerte falta.
Pues ya está. Ahora ya lo sabéis. Eso es lo que llevo en los bolsillos. Una pequeña posibilidad de no cagarla. Cierta posibilidad. No demasiado grande, incluso poco probable. Lo sé, que tonto no soy. Una pequeñísima posibilidad de que, digamos, cuando llegue la felicidad pueda decirle «sí» en lugar de «perdona, lo siento, no tengo ningún cigarrillo/palillo/moneda para la máquina de las bebidas». Eso es lo que llevo en los bolsillos, tan abultados y repletos, la remota posibilidad de poder decir sí en lugar de lo siento.
—Pero ¿qué coño llevas en los bolsillos?
A la mayoría, ni les contesto, sino que me limito a sonreír y, a veces, hasta suelto una forzada risita. Si se empeñaran en saberlo y me volvieran a preguntar, seguro que les enseñaría todo lo que llevo en ellos y puede que hasta les explicara para qué necesito tener siempre conmigo todas esas cosas. Pero no insisten. Qué coño llevas, la risita, el angustioso y breve silencio, y ya hemos pasado a otro asunto.
En realidad, todo lo que llevo en los bolsillos está ahí intencionada y premeditadamente. Todo está ahí para encontrarme en una situación de ventaja cuando llegue el momento de la verdad. Aunque, realmente, eso no es que sea muy exacto. Todo está ahí para no encontrarme en situación de desventaja cuando llegue el momento de la verdad. Porque ¿qué ventaja vas a poder sacar de un palillo o de un sello de correos? Pero, si por ejemplo, una chica guapa —¿sabéis qué?, ni siquiera guapa, simplemente mona, una chica de aspecto corriente capaz de cortaros la respiración— os fuera a pedir un sello, o ni siquiera fuera a pedíroslo, sino que la veis allí en la calle, una lluviosa noche, con un sobre sin sello en la mano junto a un buzón rojo y os pregunta si no sabríais por casualidad dónde hay una oficina de correos abierta a esas horas y después tosiera un poco, con una tos producto del frío y de la desesperación, porque ella también sabe, en el fondo, que no hay ninguna oficina de correos abierta por los alrededores, vamos, que seguro que no a esas horas, entonces, en ese momento, el momento de la verdad, no va a decirte qué coño llevas en los bolsillos, sino que te estará inmensamente agradecida por el sello, aunque puede que ni siquiera agradecida, sino que se limitará a brindarte su cautivadora sonrisa, una sonrisa cautivadora a cambio de un sello —yo estaría dispuesto a firmar ahora mismo, aunque el valor de los sellos esté al alza y el de las sonrisas a la baja.
Tras la sonrisa me daría las gracias y volvería a toser, de frío y un poco también de la turbación, y entonces yo le ofrecería un caramelo para la tos.
—¿Qué más llevas en los bolsillos? —me preguntaría ella, pero con delicadeza, nada de «qué coño llevas ahí» y sin ningún deje negativo.
Y yo le contestaría sin vacilar:
—Todo lo que puedas llegar a necesitar, cariño, todo lo que pueda llegar a hacerte falta.
Pues ya está. Ahora ya lo sabéis. Eso es lo que llevo en los bolsillos. Una pequeña posibilidad de no cagarla. Cierta posibilidad. No demasiado grande, incluso poco probable. Lo sé, que tonto no soy. Una pequeñísima posibilidad de que, digamos, cuando llegue la felicidad pueda decirle «sí» en lugar de «perdona, lo siento, no tengo ningún cigarrillo/palillo/moneda para la máquina de las bebidas». Eso es lo que llevo en los bolsillos, tan abultados y repletos, la remota posibilidad de poder decir sí en lugar de lo siento.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
Pesadilla en amarillo. Fredric Brown.
Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche.
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había “tomado prestados” cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había “tomado prestado” un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
-¡Sorpresa!
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había “tomado prestados” cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había “tomado prestado” un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
-¡Sorpresa!
martes, 27 de diciembre de 2016
El marica. Abelardo Castillo.
Escuchame, César:
yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que
leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas
adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe
escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir
ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo
siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
–Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo, después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
–Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo, después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
lunes, 26 de diciembre de 2016
A Vittorio de Sica. Luis Eduardo Aute.
A 24 imágenes por segundo y en blanco y negro, el ladrón escapó montado en una bicicleta que dibujó sobre el muro de la comisaria.
Diez bicicletas para treinta sonámbulos. VVAA, 2013.
Diez bicicletas para treinta sonámbulos. VVAA, 2013.
domingo, 25 de diciembre de 2016
Ausencia. Pedro Sánchez Negreira.
La decisión de ocultarle el accidente porque era muy pequeña para entender la tragedia y asumir la magnitud de la pérdida fue de su madre, que apostó por ignorar la tozudez de la realidad y así escamotearle el sufrimiento. Pero los niños siempre distinguen los sentimientos que se embozan detrás de las palabras.
A pesar de la inocencia de sus cuatro años, durante el día ella finge que todo es igual que antes; pero por las noches se duerme con los ojos preñados de lágrimas perennes que nacen de su desconcierto y su miedo a esas pesadillas que no dejan de asediarla.
Cada noche estoy con ella mientras el sueño vence su resistencia y espero a su lado hasta que despierta temblando y me llama a gritos, con un «Papaaaaa» desgarrador. Entonces me acerco a consolarla y le susurro al oído que no tenga miedo, que todo está bien, que papá ya está aquí para cuidarla.
Pero la escena se repite una noche tras otra. Aunque mis palabras parecen tranquilizarla, se estremece, aterrada, cada vez que su madre se presenta en la habitación y –con un gesto percudido de desconsuelo- le repite que ya le ha dicho muchas veces que no me llame, que estoy muy lejos y que no sabe cuándo podré volver.
A pesar de la inocencia de sus cuatro años, durante el día ella finge que todo es igual que antes; pero por las noches se duerme con los ojos preñados de lágrimas perennes que nacen de su desconcierto y su miedo a esas pesadillas que no dejan de asediarla.
Cada noche estoy con ella mientras el sueño vence su resistencia y espero a su lado hasta que despierta temblando y me llama a gritos, con un «Papaaaaa» desgarrador. Entonces me acerco a consolarla y le susurro al oído que no tenga miedo, que todo está bien, que papá ya está aquí para cuidarla.
Pero la escena se repite una noche tras otra. Aunque mis palabras parecen tranquilizarla, se estremece, aterrada, cada vez que su madre se presenta en la habitación y –con un gesto percudido de desconsuelo- le repite que ya le ha dicho muchas veces que no me llame, que estoy muy lejos y que no sabe cuándo podré volver.
sábado, 24 de diciembre de 2016
Comprensibilidad. Guillermo Bustamante Zamudio.
Y díjole Yavé a Noé: “Hazte un arca de maderas resinosas, divídela en compartimentos y calafatéala con pez por dentro”. Noé no entendió nada. Temía preguntarle al Señor, pues como no ostentaba muy buen genio, podía repetirle la misma frase con doble signo de admiración. Optó por ir al diccionario; allí encontró que “arca” es cofre. Esto lo alentó: debía hacer un cofre de maderas resinosas para meter allí todos los animales. Raro, pero comprensible. Ahora bien, ¿qué es “resinoso”? Que tiene o destila resina. Buscó “resina”: sustancia sólida o de consistencia pastosa, insoluble en agua, soluble en alcohol y aceites esenciales, y capaz de arder. Las resinas son duras, fusibles, quebradizas, amorfas, de factura concoidea y malas conductoras del calor y de la electricidad. Se originan por oxidación o polimerización de terpenos.
Ahora no sólo no sabía qué eran maderas resinosas, sino que estaba ante un enjambre de palabras igualmente desconocidas: fusible, concoidea, polimerización, terpenos... Aunque desesperado, Noé se empeñó en aprender: fue a cada una de estas palabras, pero el panorama de la claridad se alejaba cada vez más, empujado por docenas de expresiones nuevas, por conexiones desconocidas para él.
Todavía le faltaba entender la expresión “calafatéala”, aunque de “pez”, él sí sabía que se trataba de un animal acuático, del cual no estaba obligado a escoger para meter al arca.
Ahora no sólo no sabía qué eran maderas resinosas, sino que estaba ante un enjambre de palabras igualmente desconocidas: fusible, concoidea, polimerización, terpenos... Aunque desesperado, Noé se empeñó en aprender: fue a cada una de estas palabras, pero el panorama de la claridad se alejaba cada vez más, empujado por docenas de expresiones nuevas, por conexiones desconocidas para él.
Todavía le faltaba entender la expresión “calafatéala”, aunque de “pez”, él sí sabía que se trataba de un animal acuático, del cual no estaba obligado a escoger para meter al arca.
viernes, 23 de diciembre de 2016
Capilla ardiente. Patricia Calvelo.
Finalmente se ha quedado dormida. Después de llorar y llorar por él durante tantas horas. Después de mirar y mirar las fotos de él y acariciarlas y besarlas sin poder parar de llorar. Después de rezar y rezar para que él vuelva. Después de encenderle una velita a San Antonio para que él vuelva. Y otra velita a Santa Rita. Y otra a San Expedito para que él vuelva. Y sus rezos son oídos: él vuelve. Un poco tarde, vuelve, porque el fuego de las velas ya ha consumido todo: la imagen de San Antonio, la de Santa Rita, la de San Expedito, las cortinas, la cama, las fotos de él, el cuerpo de ella.
jueves, 22 de diciembre de 2016
Chuan Tzu. Manuel Moyano.
Soñé que me convertía en una silla y que me veía obligado a soportar durante todo el día el peso de una enorme señora haciendo calceta. Cuando desperté me dolía muchísimo la espalda, y no hubiera sabido decir si era un hombre que había soñado ser una silla o, por el contrario, una silla que ahora soñaba ser un hombre.
miércoles, 21 de diciembre de 2016
La posada de los espectros. Jean Ray.
En el misterio
del mundo paleolítico…
Freyman contaba una historia de saurios gigantescos de la era cuaternaria, uno de esos relatos eruditos y pesados que le eran familiares y que se escuchaban con hipócrita atención, pensando en otras cosas.
Sus compañeros y él terminaban de comer.
Era un día malo, y el posadero no había servido más que huevos, un frito de gobios y un plato de verdura con mantequilla rancia. La cerveza estaba agria; el vino, detestable, a pesar de lo caro que costaba.
Por la abierta ventana entraba un soplo de horno. El viento, procedente del Sureste tras un recorrido de sesenta kilómetros sobre arenas rojizas y malezas secas, traía ardores de simoun.
Si Freyman hubiese servido una historia de osos polares, tal vez su auditorio hubiera prestado oídos con más complacencia; pero su monótona charla se alargaba a través de junglas tropicales y de pantanos próximos al grado de ebullición.
No hubo postre.
El posadero, pretextando que sus cajas de galletas estaban vacías y que las hormigas habían devorado las últimas fresas de sus plantaciones, puso sobre la mesa una caja de hojalata que contenía algunos cigarros e, inmediatamente, presentó la cuenta.
-Engancho el coche a las tres para ir a Markenham -dijo- y cierro el establecimiento; pero, si quieren quedarse, dejaré la sala del bar a su disposición. Estaré de vuelta a las siete y traeré truchas o un salmón fresco para la cena.
-Por mi parte, prefiero quedarme -dijo míster Shean-. Me había prometido pasar todo el día en el campo, y lo cumpliré… ¡Por Júpiter, claro que lo cumpliré…! ¡Por Júpiter, claro que lo cumpliré!
Freyman hizo un gesto de indiferencia.
El tercero y último de los reunidos alrededor de la mesa era Pilcher. Se había dormido en su silla y no emitió ningún juicio.
Por otra parte, ¿quién hubiera escuchado, oído o seguido el juicio de una criatura como Pilcher?
Se oyeron rechinar llaves en las cerraduras y, al poco tiempo, un carruaje ligero se alejó por la carretera de Markenham, desapareciendo detrás de una loma.
Freyman se paró de golpe en mitad de una frase, en la que se hablaba de los uros y del hombre de Neanderthal, y golpeó con la palma de la mano el cráneo reluciente de Pilcher.
-Yo no he hecho nada…, y puesto que tengo una coartada, no hablaré más que en presencia de mi abogado…- tartamudeó este, despertándose.
-Bien, se ve que todavía sueña con que le llevan al paredón -gruñó míster Shean con desprecio.
Freyman consultó su reloj como hubiera hecho un médico al tomar el pulso a un enfermo.
-Esperaremos veinte minutos y, entonces, el carruaje del posadero, al subir la colina de los Tres Blancos, se hará visible. Así nos aseguraremos de que no ha dado la vuelta a su vehículo y estaremos tranquilos hasta las siete.
-Si deja así la casa a disposición del primero que llega, es que no tiene nada digno de robar -se burló Pilcher-. Mal negocio…, eso es lo que yo digo.
-¿Quién habló de robar? -preguntó míster Shean-. Y en cuanto al negocio, no es de usted.
Pilcher se encogió de hombros.
¿Qué le importaba a él, después de todo?
Le habían pagado por adelantado por lo que tenía que hacer, y no se preocupaba por lo demás.
Era un hombre estúpido, pero no tenía igual para abrir cerraduras sin dejar huella alguna.
* * *
El silencio cayó, pesado como el ardiente rayo de sol que incendiaba los vasos y el espejo lleno de manchas del mostrador. Se oyó el ruido de ratón del reloj de Freyman.
Mister Shean rompió el silencio.
-He previsto usted bien las cosas, Frey -murmuró-. El posadero, solo en la casa, su viaje a Markenham, el abandono de la sala del bar a sus clientes y su prometido regreso a las siete.
-No hay que asombrarse por ello -respondió Frey-, puesto que es lógica pura. Es así cómo actuó con Trevitter y Moscombe…
-...que no supieron aprovecharse de la ocasión -terminó Shean.
Freyman dirigió la vista hacia la lejana colina. Continuó viéndola vacía, abrasada por el sol, y volvió a mirar su reloj.
-No sé si este tabernero del diablo procura benévolamente una ocasión a personas como nosotros para…
Vaciló visiblemente y concluyó con voz un poco nerviosa:
-...que hagamos lo que queremos hacer.
* * *
En ese momento el carruaje apareció a lo lejos, subiendo al paso la ladera lechosa de la colina.
Freyman cerró la caja de su cronómetro y dio un golpe en el hombro de Pilcher, que se había dormido de nuevo.
-¡Manos a la obra! -ordenó.
El hombre calvo se puso en pie al instante; sacó del bolsillo de su chaqueta una caja larga y plana y la contempló con cariño.
-Voy a ganarme mis cinco libras -se burló.
Atravesaron la espaciosa sala donde habían comido. Luego, tras empujar una puerta, se lanzaron en fila indica por un enorme pasillo donde reinaba una frescura de cueva, bien recibida después de la temperatura sahariana de la habitación que acababan de abandonar.
-¿Hay que ensayar? -preguntó Pilcher, señalando con el dedo una serie de puertas cerradas.
-Es inútil. Lo que buscamos debe de encontrarse en el piso primero -respondió Freyman.
Al fondo del vestíbulo, una escalera oscura subía en caracol hasta las alturas. El primer descansillo que alcanzaron era amplio como un vestíbulo y servía de encrucijada a tres callejuelas laterales de innumerables puertas.
-¡Qué caverna! -opinó míster Shean-. ¡Y decir que este posadero bravucón vive solo en esta caja que puede rivalizar con una abadía!
-Esta caja, como usted la llama, fue construida en mil setecientos ochenta y cuatro, si creemos al escudo que está sobre la fachada. Tuvo que servir de relevo de postas; luego, de posada de caminantes, porque, aparte de ella, no hay, en este país de arena y de malezas, ni sombra de un tejado para albergar a hombres y animales. Seguramente en época no muy lejana poseía una clientela de paso bastante considerable.
Pilcher examinaba las puertas con aire de buen conocedor.
-Son de madera muy buena -dijo-, y las cerraduras son estupendas… ¿Habrá un pequeño complemento, digamos comisión, si hubiese dinero detrás de ellas?
Míster Shean sonrió de manera siniestra.
-¡Imbécil! ¡No hay ni un céntimo!
-Bueno…; pero, a veces… Joyas…, un tesoro…, ¿qué se yo? -insistió el gordo.
-¡Ya está bien, Pilcher! ¡Ya le he dicho que aquí no encontraríamos nada de eso!
Pilcher suspiró y sacó de su estuche unos finos instrumentos de acero azul.
-¿Por dónde quiere que empiece? -preguntó.
-Subamos al segundo piso -ordenó Freyman.
De repente, al fondo de un interminable pasillo lateral, Freyman hizo un alto.
Con un dedo que temblaba un poco, señaló una puerta tan sombría que apenas era visible en la penumbra del lugar.
-Tal vez sea esta -murmuró.
Míster Shean hizo un movimiento de retroceso.
-¡Vamos, Pilcher!
Al cabo de algunos minutos, el gordo retiró, de la cerradura que había trabajado, un trozo de metal todo retorcido.
-¡Si yo me hubiese esperado semejante resistencia!… -exclamó estupefacto-. ¡Una caja de caudales no me hubiera gastado semejante broma!
Cambió tres veces de instrumento antes de que se oyera un ligero chasquido.
-¡Al fin! -suspiró, alzándose, con el rostro inundado de sudor.
Quiso empujar la puerta, pero Freyman se lo impidió.
-¿Quiere usted pasar el primero, míster Shean? -preguntó.
Míster Shean se retorcía sus secas manos, y sus labios temblaban.
-¿Es decir -murmuró con dificultad-, es decir…, que vamos a saber por qué llaman a esta casa aciaga la Posada de los Espectros?
Empujó la puerta con tal nerviosismo, que golpeó la pared con un ruido formidable, parecido a un trueno.
* * *
Al otro lado de la colina de los Tres Blancos, el carruaje se detuvo.
El conductor eligió un minúsculo lago de aguas verdes encuadrado de alheñas y cuyos bordes alimentaban una hierba sin color.
El caballo se puso inmediatamente a pastarla con sus largos dientes ávidos, mientras que su amo se instalaba en una estrecha faja de sombra para fumar su pipa.
Del fondo de la llanura, negra en la polvareda solar, avanzaba una figura delgada y cansina.
El posadero le miraba avanzar, soplando de cuando en cuando una delgada redondela de humo en el aire tórrido.
El recién llegado eligió a su vez un rincón fresco y sacó del bolsillo un largo cigarro negro antes de saludar con un lacónico buenas tardes.
-¿Qué hay, Carsby?
El posadero señaló con la punta de su pipa en dirección a la siniestra casa perdida en el horizonte.
-Están allí, míster Quaterfage.
-¿Freyman y Shean?
-Sí, así como el hombrecillo gordo y calvo que se pasa todo el tiempo durmiendo.
-Pilcher, el ladrón, sin duda alguna.
Fumaron durante algún tiempo en silencio. Luego, el caballero alto se puso a hablar con voz lenta y triste.
-Triunfarán, seguramente, allí donde Treviter y Moscombe fracasaron. Shean es muy inteligente. Freyman lo es menos, pero es tenaz como el diablo y no le falta lógica ni ánimo para seguir adelante con lo que emprende.
-Si eso diera un poco de prosperidad a la casa, limpiándola de toda esa porquería… -dijo Carsby.
Su compañero, que tenía aspecto de clérigo, le interrumpió con gesto severo.
-No emplee términos semejantes para designar una cosa terrible entre todas, Carsby, y es una verdadera lástima que dos hombre de valor, como Shean y Freyman, deban pagar con el peor de los espantos, mezquinos intereses como los de usted. Escuche: hay momentos en que lamento haberle aconsejado…
Carsby le echó una mirada de ira.
-Le pago a usted para exorcizar mi casa; por tanto, ¿de qué se queja, míster Quaterfage?
El clérigo lanzó un gemido.
-Exorcizar… El término es impropio, Carsby; pero estoy casi forzado a admitirlo, puesto que quizá sea lo que está más cerca de la verdad de las cosas. Cuando Trevitter y Moscombre se dieron cuenta de que una de las puertas de sus habitaciones de usted llevaba el signo del rey Salomón, quisieron saber lo que había detrás de ella. Eran miembros muy activos de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas; pero se habían olvidado de hacerse acompañar por un forzador de cerraduras.
Crasby se inclinó hacia su compañero.
-Hace siete años que yo tengo la posada, y nunca se me ha pasado por la imaginación la idea de ver qué se encontraba en la cámara prohibida…, aunque la.., hum…, la cosa no me ha traído más que una mala suerte del diablo. Pero usted, míster Quaterfage, ¿tiene alguna idea de lo que pueda ser?
El clérigo hizo un gesto de terror.
-¡Dios mío, no!… Y prefiero no imaginarme nada. ¿Conoce usted la historia del pescador de Las mil y una noches, que liberó a un genio malvado que estaba aprisionado en un jarrón de plomo, marcado con el sello del rey Salomón, y fue arrojado después al fondo del mar?
-Me lo contaron cuando yo era niño -confesó Carsby.
-No puedo impedirme pensar en ella… Recuerdo lo que pasó en la posada poco tiempo antes de su llegada. Tres viajeros descendieron allí una noche. Eran gente de color, indios, lapidarios conocidos y estimados en todos los mercados de Europa. Dos de ellos ocuparon la habitación hoy condenada y el otro fue alojado en un dormitorio vecino. Al día siguiente encontraron a los caballeros asesinados y despojados de sus bienes. Nunca se descubrió al culpable. Su compañero permaneció en la posada hasta el final de la investigación y, antes de marcharse, lanzó un anatema espantoso sobre la habitación del crimen: “Aprisiono en esta habitación de desgracia y de espantosa injusticia una cosa más fuerte que la muerte. Conjuro a los hombres que vengan a alojarse bajo este tejado que jamás le devuelvan la libertad.” Y diciendo estas palabras, posó el brillante de su anillo sobre la madera de la puerta, que empezó a echar humo como si hubiese sido marcado con hierro candente. En la marca dejada se descubrió después el pentagrama terrible del rey Salomón, y nadie se ha atrevido a traspasarla, despreciando la prohibición del encantador, ni siquiera las personas encargadas de la misión oficial.
-Por tanto, ¿será realmente un espectro? -preguntó Carsby-. Algunas veces he pegado el oído a la puerta cerrada, pero nunca he oído nada; pero le juro que el silencio que reinaba detrás de ella era más terrible que el rugido del peor tormento.
Quaterfage se enjugó la frente, que perlaba gruesas gotas de sudor.
-En este momento -dijo con voz apenas perceptible-, quizá sepan ya… ¿Se ha traído usted los gemelos?
Carsby se dirigió al carruaje y cogió dos gemelos marinos guarnecidos de cuero virgen.
-Podremos ver desde lo alto de la colina -murmuró Quaterfage.
-¿Ver qué? -preguntó Carsby.
Pero no recibió contestación.
Instalados en la ardiente arena, con la cabeza apenas sobrepasando la raya de la cima del montículo, los dos hombres de pusieron a observar.
De pronto, un rugido apagado hizo temblar el espacio.
-Truena -dijo Carsby, mirando con sorpresa el cielo espantosamente azul que se abovedaba por encima de la inmensa llanura desértica-. Pues… ¡Oh, mire los árboles de mi jardín! No hay ni una pizca de aire para hacer temblar una hoja y…
En el campo visual de los gemelos, los dos hombre veían los lejanos árboles retorcerse como rosales en medio de la tempestad.
-¡Allí están! -gritó Quaterfage-. Los reconozcos… Shean va delante y Freyman detrás. Pilcher les sigue… Corren como locos… ¡Oh, señor!…
Aquel grito de angustia fue lanzado al mismo tiempo por Quaterfage y Carsby.
Los tres fugitivos acababan de ser lanzados al suelo, agarrados por una mano invisible y monstruosa, y proyectados a una altura fantástica.
Sus cuerpos disminuyeron debido a una velocidad y a una distancia prodigiosas, y se perdieron en la cegadora luz.
Entonces el suelo tembló y Carsby gritó con voz desgarrada:
-¡Oh, mi casa!
A lo lejos, en medio de un polvo dorado, la posada se derrumbaba como un castillo de naipes que se dobla antes de desmoronarse.
Quatarfage y Carsby de dejaron caer rodando a la base de la colina, aullando de espanto, hundiendo la cara en la arena para no ver la gigantesca y monstruosa forma que se elevaba por encima de los escombros, negra como el Erebo, cruzando con una velocidad espantosa, y cuya frente velaba el disco flameante del sol de las cuatro de la tarde.
Freyman contaba una historia de saurios gigantescos de la era cuaternaria, uno de esos relatos eruditos y pesados que le eran familiares y que se escuchaban con hipócrita atención, pensando en otras cosas.
Sus compañeros y él terminaban de comer.
Era un día malo, y el posadero no había servido más que huevos, un frito de gobios y un plato de verdura con mantequilla rancia. La cerveza estaba agria; el vino, detestable, a pesar de lo caro que costaba.
Por la abierta ventana entraba un soplo de horno. El viento, procedente del Sureste tras un recorrido de sesenta kilómetros sobre arenas rojizas y malezas secas, traía ardores de simoun.
Si Freyman hubiese servido una historia de osos polares, tal vez su auditorio hubiera prestado oídos con más complacencia; pero su monótona charla se alargaba a través de junglas tropicales y de pantanos próximos al grado de ebullición.
No hubo postre.
El posadero, pretextando que sus cajas de galletas estaban vacías y que las hormigas habían devorado las últimas fresas de sus plantaciones, puso sobre la mesa una caja de hojalata que contenía algunos cigarros e, inmediatamente, presentó la cuenta.
-Engancho el coche a las tres para ir a Markenham -dijo- y cierro el establecimiento; pero, si quieren quedarse, dejaré la sala del bar a su disposición. Estaré de vuelta a las siete y traeré truchas o un salmón fresco para la cena.
-Por mi parte, prefiero quedarme -dijo míster Shean-. Me había prometido pasar todo el día en el campo, y lo cumpliré… ¡Por Júpiter, claro que lo cumpliré…! ¡Por Júpiter, claro que lo cumpliré!
Freyman hizo un gesto de indiferencia.
El tercero y último de los reunidos alrededor de la mesa era Pilcher. Se había dormido en su silla y no emitió ningún juicio.
Por otra parte, ¿quién hubiera escuchado, oído o seguido el juicio de una criatura como Pilcher?
Se oyeron rechinar llaves en las cerraduras y, al poco tiempo, un carruaje ligero se alejó por la carretera de Markenham, desapareciendo detrás de una loma.
Freyman se paró de golpe en mitad de una frase, en la que se hablaba de los uros y del hombre de Neanderthal, y golpeó con la palma de la mano el cráneo reluciente de Pilcher.
-Yo no he hecho nada…, y puesto que tengo una coartada, no hablaré más que en presencia de mi abogado…- tartamudeó este, despertándose.
-Bien, se ve que todavía sueña con que le llevan al paredón -gruñó míster Shean con desprecio.
Freyman consultó su reloj como hubiera hecho un médico al tomar el pulso a un enfermo.
-Esperaremos veinte minutos y, entonces, el carruaje del posadero, al subir la colina de los Tres Blancos, se hará visible. Así nos aseguraremos de que no ha dado la vuelta a su vehículo y estaremos tranquilos hasta las siete.
-Si deja así la casa a disposición del primero que llega, es que no tiene nada digno de robar -se burló Pilcher-. Mal negocio…, eso es lo que yo digo.
-¿Quién habló de robar? -preguntó míster Shean-. Y en cuanto al negocio, no es de usted.
Pilcher se encogió de hombros.
¿Qué le importaba a él, después de todo?
Le habían pagado por adelantado por lo que tenía que hacer, y no se preocupaba por lo demás.
Era un hombre estúpido, pero no tenía igual para abrir cerraduras sin dejar huella alguna.
* * *
El silencio cayó, pesado como el ardiente rayo de sol que incendiaba los vasos y el espejo lleno de manchas del mostrador. Se oyó el ruido de ratón del reloj de Freyman.
Mister Shean rompió el silencio.
-He previsto usted bien las cosas, Frey -murmuró-. El posadero, solo en la casa, su viaje a Markenham, el abandono de la sala del bar a sus clientes y su prometido regreso a las siete.
-No hay que asombrarse por ello -respondió Frey-, puesto que es lógica pura. Es así cómo actuó con Trevitter y Moscombe…
-...que no supieron aprovecharse de la ocasión -terminó Shean.
Freyman dirigió la vista hacia la lejana colina. Continuó viéndola vacía, abrasada por el sol, y volvió a mirar su reloj.
-No sé si este tabernero del diablo procura benévolamente una ocasión a personas como nosotros para…
Vaciló visiblemente y concluyó con voz un poco nerviosa:
-...que hagamos lo que queremos hacer.
* * *
En ese momento el carruaje apareció a lo lejos, subiendo al paso la ladera lechosa de la colina.
Freyman cerró la caja de su cronómetro y dio un golpe en el hombro de Pilcher, que se había dormido de nuevo.
-¡Manos a la obra! -ordenó.
El hombre calvo se puso en pie al instante; sacó del bolsillo de su chaqueta una caja larga y plana y la contempló con cariño.
-Voy a ganarme mis cinco libras -se burló.
Atravesaron la espaciosa sala donde habían comido. Luego, tras empujar una puerta, se lanzaron en fila indica por un enorme pasillo donde reinaba una frescura de cueva, bien recibida después de la temperatura sahariana de la habitación que acababan de abandonar.
-¿Hay que ensayar? -preguntó Pilcher, señalando con el dedo una serie de puertas cerradas.
-Es inútil. Lo que buscamos debe de encontrarse en el piso primero -respondió Freyman.
Al fondo del vestíbulo, una escalera oscura subía en caracol hasta las alturas. El primer descansillo que alcanzaron era amplio como un vestíbulo y servía de encrucijada a tres callejuelas laterales de innumerables puertas.
-¡Qué caverna! -opinó míster Shean-. ¡Y decir que este posadero bravucón vive solo en esta caja que puede rivalizar con una abadía!
-Esta caja, como usted la llama, fue construida en mil setecientos ochenta y cuatro, si creemos al escudo que está sobre la fachada. Tuvo que servir de relevo de postas; luego, de posada de caminantes, porque, aparte de ella, no hay, en este país de arena y de malezas, ni sombra de un tejado para albergar a hombres y animales. Seguramente en época no muy lejana poseía una clientela de paso bastante considerable.
Pilcher examinaba las puertas con aire de buen conocedor.
-Son de madera muy buena -dijo-, y las cerraduras son estupendas… ¿Habrá un pequeño complemento, digamos comisión, si hubiese dinero detrás de ellas?
Míster Shean sonrió de manera siniestra.
-¡Imbécil! ¡No hay ni un céntimo!
-Bueno…; pero, a veces… Joyas…, un tesoro…, ¿qué se yo? -insistió el gordo.
-¡Ya está bien, Pilcher! ¡Ya le he dicho que aquí no encontraríamos nada de eso!
Pilcher suspiró y sacó de su estuche unos finos instrumentos de acero azul.
-¿Por dónde quiere que empiece? -preguntó.
-Subamos al segundo piso -ordenó Freyman.
De repente, al fondo de un interminable pasillo lateral, Freyman hizo un alto.
Con un dedo que temblaba un poco, señaló una puerta tan sombría que apenas era visible en la penumbra del lugar.
-Tal vez sea esta -murmuró.
Míster Shean hizo un movimiento de retroceso.
-¡Vamos, Pilcher!
Al cabo de algunos minutos, el gordo retiró, de la cerradura que había trabajado, un trozo de metal todo retorcido.
-¡Si yo me hubiese esperado semejante resistencia!… -exclamó estupefacto-. ¡Una caja de caudales no me hubiera gastado semejante broma!
Cambió tres veces de instrumento antes de que se oyera un ligero chasquido.
-¡Al fin! -suspiró, alzándose, con el rostro inundado de sudor.
Quiso empujar la puerta, pero Freyman se lo impidió.
-¿Quiere usted pasar el primero, míster Shean? -preguntó.
Míster Shean se retorcía sus secas manos, y sus labios temblaban.
-¿Es decir -murmuró con dificultad-, es decir…, que vamos a saber por qué llaman a esta casa aciaga la Posada de los Espectros?
Empujó la puerta con tal nerviosismo, que golpeó la pared con un ruido formidable, parecido a un trueno.
* * *
Al otro lado de la colina de los Tres Blancos, el carruaje se detuvo.
El conductor eligió un minúsculo lago de aguas verdes encuadrado de alheñas y cuyos bordes alimentaban una hierba sin color.
El caballo se puso inmediatamente a pastarla con sus largos dientes ávidos, mientras que su amo se instalaba en una estrecha faja de sombra para fumar su pipa.
Del fondo de la llanura, negra en la polvareda solar, avanzaba una figura delgada y cansina.
El posadero le miraba avanzar, soplando de cuando en cuando una delgada redondela de humo en el aire tórrido.
El recién llegado eligió a su vez un rincón fresco y sacó del bolsillo un largo cigarro negro antes de saludar con un lacónico buenas tardes.
-¿Qué hay, Carsby?
El posadero señaló con la punta de su pipa en dirección a la siniestra casa perdida en el horizonte.
-Están allí, míster Quaterfage.
-¿Freyman y Shean?
-Sí, así como el hombrecillo gordo y calvo que se pasa todo el tiempo durmiendo.
-Pilcher, el ladrón, sin duda alguna.
Fumaron durante algún tiempo en silencio. Luego, el caballero alto se puso a hablar con voz lenta y triste.
-Triunfarán, seguramente, allí donde Treviter y Moscombe fracasaron. Shean es muy inteligente. Freyman lo es menos, pero es tenaz como el diablo y no le falta lógica ni ánimo para seguir adelante con lo que emprende.
-Si eso diera un poco de prosperidad a la casa, limpiándola de toda esa porquería… -dijo Carsby.
Su compañero, que tenía aspecto de clérigo, le interrumpió con gesto severo.
-No emplee términos semejantes para designar una cosa terrible entre todas, Carsby, y es una verdadera lástima que dos hombre de valor, como Shean y Freyman, deban pagar con el peor de los espantos, mezquinos intereses como los de usted. Escuche: hay momentos en que lamento haberle aconsejado…
Carsby le echó una mirada de ira.
-Le pago a usted para exorcizar mi casa; por tanto, ¿de qué se queja, míster Quaterfage?
El clérigo lanzó un gemido.
-Exorcizar… El término es impropio, Carsby; pero estoy casi forzado a admitirlo, puesto que quizá sea lo que está más cerca de la verdad de las cosas. Cuando Trevitter y Moscombre se dieron cuenta de que una de las puertas de sus habitaciones de usted llevaba el signo del rey Salomón, quisieron saber lo que había detrás de ella. Eran miembros muy activos de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas; pero se habían olvidado de hacerse acompañar por un forzador de cerraduras.
Crasby se inclinó hacia su compañero.
-Hace siete años que yo tengo la posada, y nunca se me ha pasado por la imaginación la idea de ver qué se encontraba en la cámara prohibida…, aunque la.., hum…, la cosa no me ha traído más que una mala suerte del diablo. Pero usted, míster Quaterfage, ¿tiene alguna idea de lo que pueda ser?
El clérigo hizo un gesto de terror.
-¡Dios mío, no!… Y prefiero no imaginarme nada. ¿Conoce usted la historia del pescador de Las mil y una noches, que liberó a un genio malvado que estaba aprisionado en un jarrón de plomo, marcado con el sello del rey Salomón, y fue arrojado después al fondo del mar?
-Me lo contaron cuando yo era niño -confesó Carsby.
-No puedo impedirme pensar en ella… Recuerdo lo que pasó en la posada poco tiempo antes de su llegada. Tres viajeros descendieron allí una noche. Eran gente de color, indios, lapidarios conocidos y estimados en todos los mercados de Europa. Dos de ellos ocuparon la habitación hoy condenada y el otro fue alojado en un dormitorio vecino. Al día siguiente encontraron a los caballeros asesinados y despojados de sus bienes. Nunca se descubrió al culpable. Su compañero permaneció en la posada hasta el final de la investigación y, antes de marcharse, lanzó un anatema espantoso sobre la habitación del crimen: “Aprisiono en esta habitación de desgracia y de espantosa injusticia una cosa más fuerte que la muerte. Conjuro a los hombres que vengan a alojarse bajo este tejado que jamás le devuelvan la libertad.” Y diciendo estas palabras, posó el brillante de su anillo sobre la madera de la puerta, que empezó a echar humo como si hubiese sido marcado con hierro candente. En la marca dejada se descubrió después el pentagrama terrible del rey Salomón, y nadie se ha atrevido a traspasarla, despreciando la prohibición del encantador, ni siquiera las personas encargadas de la misión oficial.
-Por tanto, ¿será realmente un espectro? -preguntó Carsby-. Algunas veces he pegado el oído a la puerta cerrada, pero nunca he oído nada; pero le juro que el silencio que reinaba detrás de ella era más terrible que el rugido del peor tormento.
Quaterfage se enjugó la frente, que perlaba gruesas gotas de sudor.
-En este momento -dijo con voz apenas perceptible-, quizá sepan ya… ¿Se ha traído usted los gemelos?
Carsby se dirigió al carruaje y cogió dos gemelos marinos guarnecidos de cuero virgen.
-Podremos ver desde lo alto de la colina -murmuró Quaterfage.
-¿Ver qué? -preguntó Carsby.
Pero no recibió contestación.
Instalados en la ardiente arena, con la cabeza apenas sobrepasando la raya de la cima del montículo, los dos hombres de pusieron a observar.
De pronto, un rugido apagado hizo temblar el espacio.
-Truena -dijo Carsby, mirando con sorpresa el cielo espantosamente azul que se abovedaba por encima de la inmensa llanura desértica-. Pues… ¡Oh, mire los árboles de mi jardín! No hay ni una pizca de aire para hacer temblar una hoja y…
En el campo visual de los gemelos, los dos hombre veían los lejanos árboles retorcerse como rosales en medio de la tempestad.
-¡Allí están! -gritó Quaterfage-. Los reconozcos… Shean va delante y Freyman detrás. Pilcher les sigue… Corren como locos… ¡Oh, señor!…
Aquel grito de angustia fue lanzado al mismo tiempo por Quaterfage y Carsby.
Los tres fugitivos acababan de ser lanzados al suelo, agarrados por una mano invisible y monstruosa, y proyectados a una altura fantástica.
Sus cuerpos disminuyeron debido a una velocidad y a una distancia prodigiosas, y se perdieron en la cegadora luz.
Entonces el suelo tembló y Carsby gritó con voz desgarrada:
-¡Oh, mi casa!
A lo lejos, en medio de un polvo dorado, la posada se derrumbaba como un castillo de naipes que se dobla antes de desmoronarse.
Quatarfage y Carsby de dejaron caer rodando a la base de la colina, aullando de espanto, hundiendo la cara en la arena para no ver la gigantesca y monstruosa forma que se elevaba por encima de los escombros, negra como el Erebo, cruzando con una velocidad espantosa, y cuya frente velaba el disco flameante del sol de las cuatro de la tarde.
lunes, 19 de diciembre de 2016
El sapo. Jules Renard.
Nacido de una piedra, vive bajo una piedra y en ella se cavará su tumba.
Le visito con frecuencia y, cada vez que levanto su piedra, temo encontrarle de nuevo y también temo que ya no esté.
Sigue ahí.
Oculto en ese seco escondrijo —limpio, estrecho, tan suyo— que ocupa su totalidad, hinchado como bolsa de avaro.
Si una lluvia le hace salir, se planta delante de mí. Unos torpes saltos y me mira con ojos enrojecidos.
Si este injusto mundo le trata como a un leproso, a mí no me da miedo agacharme junto a él y acercar mi rostro humano al suyo.
En seguida, dominaré un gesto de desagrado y te acariciaré con mi mano, ¡oh, sapo!
En esta vida hay que aguantar a algunos que dan mucho más asco.
Ayer, sin embargo, me faltó un poco de tacto. Él hervía y rezumaba por todas sus verrugas reventadas.
—Mi pobre amigo —le dije—, no quisiera entristecerte, pero, ¡mira que eres feo!
Abrió su boca infantil y desdentada de aliento cálido, y me respondió con un ligero acento inglés:
—¡Pues anda que tú!
Historias naturales, Jules Renard. 1894.
Le visito con frecuencia y, cada vez que levanto su piedra, temo encontrarle de nuevo y también temo que ya no esté.
Sigue ahí.
Oculto en ese seco escondrijo —limpio, estrecho, tan suyo— que ocupa su totalidad, hinchado como bolsa de avaro.
Si una lluvia le hace salir, se planta delante de mí. Unos torpes saltos y me mira con ojos enrojecidos.
Si este injusto mundo le trata como a un leproso, a mí no me da miedo agacharme junto a él y acercar mi rostro humano al suyo.
En seguida, dominaré un gesto de desagrado y te acariciaré con mi mano, ¡oh, sapo!
En esta vida hay que aguantar a algunos que dan mucho más asco.
Ayer, sin embargo, me faltó un poco de tacto. Él hervía y rezumaba por todas sus verrugas reventadas.
—Mi pobre amigo —le dije—, no quisiera entristecerte, pero, ¡mira que eres feo!
Abrió su boca infantil y desdentada de aliento cálido, y me respondió con un ligero acento inglés:
—¡Pues anda que tú!
Historias naturales, Jules Renard. 1894.
domingo, 18 de diciembre de 2016
Casualidad. Ángela Adriana Rengifo.
Justo en el instante en el que él se estaba afeitando, ella se duchaba.
Justo en el instante en el que ella se maquillaba, él leía el periódico.
Justo en el instante en que él estaba desayunando, ella guardaba sus papeles.
Justo en el instante en el que ella empacaba su almuerzo, él acariciaba su gato.
Justo en el instante en que él daba instrucciones al portero, ella tomaba su café.
Justo en el instante en el que ella salía de la casa, él cogía las llaves del carro.
Justo en el instante en que él pasaba con su carro, ella cruzaba la calle.
Justo en el instante en el que ella se maquillaba, él leía el periódico.
Justo en el instante en que él estaba desayunando, ella guardaba sus papeles.
Justo en el instante en el que ella empacaba su almuerzo, él acariciaba su gato.
Justo en el instante en que él daba instrucciones al portero, ella tomaba su café.
Justo en el instante en el que ella salía de la casa, él cogía las llaves del carro.
Justo en el instante en que él pasaba con su carro, ella cruzaba la calle.
sábado, 17 de diciembre de 2016
Yo vi matar a aquella mujer. Ramón Gómez de la Serna.
En la habitación iluminada de aquel piso vi matar a aquella mujer. El que la mató, le dio veinte puñaladas, que la dejaron convertida en un palillero. Yo grité. Vinieron los guardias. Mandaron abrir la puerta en nombre de la ley, y nos abrió el mismo asesino, al que señalé a los guardias diciendo:
—Este ha sido.
Los guardias lo esposaron y entramos en la sala del crimen. La sala estaba vacía, sin una mancha de sangre siquiera. En la casa no había rastro de nada, y además no había tenido tiempo de ninguna ocultación esmerada.
Ya me iba, cuando miré por último a la habitación del crimen, y vi que en el pavimento del espejo del armario de luna estaba la muerta, tirada como en la fotografía de todos los sucesos, enseñando las ligas de recién casada con la muerte…
—Vean ustedes —dije a los guardias—. Vean ... El asesino la ha tirado al espejo, al trasmundo.
—Este ha sido.
Los guardias lo esposaron y entramos en la sala del crimen. La sala estaba vacía, sin una mancha de sangre siquiera. En la casa no había rastro de nada, y además no había tenido tiempo de ninguna ocultación esmerada.
Ya me iba, cuando miré por último a la habitación del crimen, y vi que en el pavimento del espejo del armario de luna estaba la muerta, tirada como en la fotografía de todos los sucesos, enseñando las ligas de recién casada con la muerte…
—Vean ustedes —dije a los guardias—. Vean ... El asesino la ha tirado al espejo, al trasmundo.
jueves, 15 de diciembre de 2016
Centauros. Juan Gaitán.
En los alrededores de la ciudad vive una manada de centauros. Es fácil verlos al atardecer, cuando el calor se calma, paseando melancólicos por los bulevares.
Los centauros tienen fuertes tendencias suicidas. El reputado psiquiatra Almus Sletsinger estudió su comportamiento durante años, llegando a publicar un opúsculo, hoy en día inencontrable, en el que desmenuzaba el alma de estos seres taciturnos.
En aquella obra, el viejo psiquiatra establecía con científica eficiencia las razones que llevaban a un centauro al suicidio. Para el sabio doctor, algunos lo hacían por amor, la mayoría. Otros, el segundo grupo en importancia, por sentirse incomprendidos en un mundo de bípedos. Y, finalmente, el tercer grupo, el menos numeroso y sin duda el de mayor misterio, se quitaba la vida el día de su trigésimo tercer aniversario.
El eminente psiquiatra no llegó nunca a saber por qué al cumplir los treinta y tres años muchos centauros deciden abrirse las venas y dejar correr la sangre. Solo pudo constatar que quienes no lo hacían y superaban esa edad para ellos maldita, se apartaban de la manada y dedicaban el resto de sus días a criar unos pequeños pajarillos de delicadas plumas color violeta cuyo canto, aunque esto forma ya parte de la leyenda, tiene la facultad de detener el tiempo.
Ciudad violeta. Juan Gaitán, 2016.
Los centauros tienen fuertes tendencias suicidas. El reputado psiquiatra Almus Sletsinger estudió su comportamiento durante años, llegando a publicar un opúsculo, hoy en día inencontrable, en el que desmenuzaba el alma de estos seres taciturnos.
En aquella obra, el viejo psiquiatra establecía con científica eficiencia las razones que llevaban a un centauro al suicidio. Para el sabio doctor, algunos lo hacían por amor, la mayoría. Otros, el segundo grupo en importancia, por sentirse incomprendidos en un mundo de bípedos. Y, finalmente, el tercer grupo, el menos numeroso y sin duda el de mayor misterio, se quitaba la vida el día de su trigésimo tercer aniversario.
El eminente psiquiatra no llegó nunca a saber por qué al cumplir los treinta y tres años muchos centauros deciden abrirse las venas y dejar correr la sangre. Solo pudo constatar que quienes no lo hacían y superaban esa edad para ellos maldita, se apartaban de la manada y dedicaban el resto de sus días a criar unos pequeños pajarillos de delicadas plumas color violeta cuyo canto, aunque esto forma ya parte de la leyenda, tiene la facultad de detener el tiempo.
Ciudad violeta. Juan Gaitán, 2016.
miércoles, 14 de diciembre de 2016
La vida en común. Inma Luna.
Como
siempre, mi marido llegó a casa cuando yo estaba preparando la cena.
Como siempre, se sentó en el sillón y ni palabra. Empuñó el mando
a distancia y puso en marcha el televisor. Como siempre, había
fútbol.
Era un día igual a cualquier otro. Su misma cara, el traje idéntico al que llevaba el día anterior, la semana anterior, el mes anterior. Los mismos ojos extasiados ante la pantalla, su aspecto pánfilo, su desidia y su silencio, su perpetuo silencio.
Nunca se alteraba, ni siquiera con el partido. Simplemente miraba. Se entregaba al televisor con ojos de vaca. Me recordaba a los recién nacidos que contemplan impasibles lo que les rodea sin comprender un ápice.
Esa noche volví a insistir. Ya resultaba malsano pero no podía evitarlo. Cada noche el mismo monólogo. “¿Quieres cenar? ¿Qué te apetece? He hecho tortilla, con cebolla, como a ti te gusta. También puedo prepararte un sándwich”. No sé por qué lo hacía. No tenía sentido. Podía decir cualquier otra cosa y le hubiese dado igual. Podía decir, por ejemplo: “Juan, voy a agujerearme el corazón con la taladradora. Juan, me tiré por el balcón esta mañana. Juan, te quiero”.
Le llevé un buen trozo de tortilla y lo dejé en la mesita baja de comedor. Yo cené en la cocina. No me acostumbraba a estos días de fútbol. Días de fútbol y silencio. Noches para la soledad. Así llevábamos años, quizá décadas, hasta puede que nunca hubiésemos tenido nada mejor.
Me tomé un café y metí los cacharros en el lavavajillas. Puse la radio. "María de la O, qué desgraciaíta, gitana tú eres, teniéndolo tó". Me senté junto a la ventana. Encendí un cigarrillo.
A través de los cristales, televisores del vecindario. Voces, mezcla de voces. Chapurreo de presentadores más o menos familiares. Comunicación intercanal. Aparte de las teles, nadie hablaba.
Y la canción en la radio. "Te quieres reír y hasta los ojitos los tiene moraos de tanto sufrir". Tarareé.
Escuchaba la televisión de mi vecina de enfrente como si estuviese en mi propia cocina. Lo que necesitas es amor. Claro, pensé, María de la O, lo que necesitas es amor.
Apagué el cigarrillo y apagué la luz.
La canción también terminó en la radio.
Antes de acostarme, un nuevo intento. Entré casi desnuda en el comedor justo en el instante en que se iniciaba la tanda de penaltis. Si seré imbécil. Mi cuerpo se volvió transparente.
Cuando me iba a la cama le di las buenas noches. No contestó.
Por la mañana seguía allí, con los ojos muy abiertos ante el televisor. El forense apuntó las cinco de la tarde como hora probable de la muerte. Yo juraría que cuando llegó a casa estaba vivo pero con estas cosas nunca se sabe.
Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero, Inma Luna, 2008.
Era un día igual a cualquier otro. Su misma cara, el traje idéntico al que llevaba el día anterior, la semana anterior, el mes anterior. Los mismos ojos extasiados ante la pantalla, su aspecto pánfilo, su desidia y su silencio, su perpetuo silencio.
Nunca se alteraba, ni siquiera con el partido. Simplemente miraba. Se entregaba al televisor con ojos de vaca. Me recordaba a los recién nacidos que contemplan impasibles lo que les rodea sin comprender un ápice.
Esa noche volví a insistir. Ya resultaba malsano pero no podía evitarlo. Cada noche el mismo monólogo. “¿Quieres cenar? ¿Qué te apetece? He hecho tortilla, con cebolla, como a ti te gusta. También puedo prepararte un sándwich”. No sé por qué lo hacía. No tenía sentido. Podía decir cualquier otra cosa y le hubiese dado igual. Podía decir, por ejemplo: “Juan, voy a agujerearme el corazón con la taladradora. Juan, me tiré por el balcón esta mañana. Juan, te quiero”.
Le llevé un buen trozo de tortilla y lo dejé en la mesita baja de comedor. Yo cené en la cocina. No me acostumbraba a estos días de fútbol. Días de fútbol y silencio. Noches para la soledad. Así llevábamos años, quizá décadas, hasta puede que nunca hubiésemos tenido nada mejor.
Me tomé un café y metí los cacharros en el lavavajillas. Puse la radio. "María de la O, qué desgraciaíta, gitana tú eres, teniéndolo tó". Me senté junto a la ventana. Encendí un cigarrillo.
A través de los cristales, televisores del vecindario. Voces, mezcla de voces. Chapurreo de presentadores más o menos familiares. Comunicación intercanal. Aparte de las teles, nadie hablaba.
Y la canción en la radio. "Te quieres reír y hasta los ojitos los tiene moraos de tanto sufrir". Tarareé.
Escuchaba la televisión de mi vecina de enfrente como si estuviese en mi propia cocina. Lo que necesitas es amor. Claro, pensé, María de la O, lo que necesitas es amor.
Apagué el cigarrillo y apagué la luz.
La canción también terminó en la radio.
Antes de acostarme, un nuevo intento. Entré casi desnuda en el comedor justo en el instante en que se iniciaba la tanda de penaltis. Si seré imbécil. Mi cuerpo se volvió transparente.
Cuando me iba a la cama le di las buenas noches. No contestó.
Por la mañana seguía allí, con los ojos muy abiertos ante el televisor. El forense apuntó las cinco de la tarde como hora probable de la muerte. Yo juraría que cuando llegó a casa estaba vivo pero con estas cosas nunca se sabe.
Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero, Inma Luna, 2008.
lunes, 12 de diciembre de 2016
La voz tras el cristal de color ámbar. Felipe Benítez Reyes.
Cuando le diagnosticaron la enfermedad, decidí cerrar el negocio para poder cuidarla durante el tiempo que le quedase, pues, aunque el tiempo sea para todo el mundo una cuenta atrás, esa cuenta suya era ya muy breve, según el especialista.
Por las noches, le leía yo novelas protagonizadas por faraones embrujados del Egipto o por emperadores lascivos y altaneros de la Roma imperial. Le cogimos afición a eso, y era como desviarla un poco no del camino de la muerte, pero sí al menos del pensamiento de la muerte.
A veces, cuando la medicación le provocaba debilidad en el entendimiento y le fijaba los ojos en un punto inconcreto del vacío, le leía alguna de esas revistas que suelen entrevistar a princesas y a banqueros que están a bordo de un yate blanco o subidos a un caballo también blanco, siempre junto a mujeres tan guapas que parecen sacadas de un sueño de ilusiones dolorosas. Aquello de lo que se hablaba en esas revistas es posible que fuesen banalidades, no soy yo quién para juzgarlo, pero reconozco que nos gustaba leerlas, porque suponía la comprobación de lo mucho que nos habíamos perdido de la vida y del mundo, pero también la certeza de que todo eso que nos habíamos perdido no nos importaba lo suficiente como para convertirnos en personas rencorosas.
Nuestro piso es amplio, pero siempre ha sido caluroso a la vez que umbrío, porque tiene pequeñas las ventanas, y a ella no le venía bien el aire acondicionado, así que, durante buena parte de julio y todo agosto, salíamos por la noche a la terraza y nos sentábamos allí durante un par de horas para respirar el aire limpio de la ciudad casi vacía y también para enfriarnos un poco los pulmones, que se debilitan por el exceso de calor, y allí le leía las novelas de fantasías impensables, o las revistas.
Al principio no nos dimos cuenta.
No hacía ningún ruido. No tosía. No fumaba. Nada delataba su presencia intrusa y nada nos hacía sospechar que estuviese allí, en la terraza contigua, oyendo lo que yo leía para ella. Pero estaba, y podía llevar allí mucho tiempo sin que lo hubiésemos notado.
Lo descubrí por casualidad, que suele ser el modo en que las cosas se descubren tanto en las ciencias de veras importantes como en las situaciones sin importancia ni relieve.
El caso es que pusieron farolas nuevas en la calle, y el resplandor de una de ellas delató a contraluz, recortada en el cristal esmerilado de color ámbar que separa nuestros tramos de terraza, la silueta del intruso.
Ella se sobresaltó cuando le señalé aquella sombra, pero me llevé el dedo a los labios con prontitud, antes de que dijera algo ofensivo o inconveniente, pues los medicamentos estaban alterándole su carácter natural y yo mismo tenía que obligarla a veces a que se tomara una dosis doble de neurolépticos para que volviera si no a su ser, sí al menos a su limbo.
No podíamos dejar de salir a la terraza por las noches, a pesar de la presencia del intruso, porque fue mucho el calor que trajo aquel agosto. Los pulmones se le calentaban de manera alarmante durante el día, y el médico me había encomendado la tarea de enfriárselos lo más posible con estancias prolongadas al aire libre. Así que seguimos saliendo a la terraza para leerle lo que aquel día aconsejase su estado: las fantasías de los libros o las fábulas sociales de las revistas. Lo único que podía hacer era rebajar el volumen de mi voz cuando veía la silueta del intruso recortada en el cristal de color ámbar. Yo leía para ella, no para él, pero él tenía derecho a estar allí, y nadie puede obligar a nadie a renunciar a sus derechos.
Noche tras noche, sin saber que veíamos su silueta, se sentaba él a escuchar mi lectura en voz alta. Nunca tosía. Nunca arrastraba siquiera una silla. Pero yo bajaba el volumen de voz, hasta hacerla tal vez un poco espectral y poco alegre, y luego me notaba irritada la garganta, y notaba también que ella no siempre se reía al llegar a un pasaje cómico, no sé si porque no me oía bien o por estar padeciendo en ese preciso instante un presentimiento pasajero de muerte.
Septiembre vino también cálido, de modo que continuamos saliendo durante casi todo ese mes a la terraza, aunque ya un poco más temprano y con algo más de abrigo, y allí seguía el intruso.
Octubre vino por el contrario muy cambiante, y ella no podía exponerse a esas oscilaciones brusquísimas, así que dejamos de salir por las noches a la terraza y pude recuperar el volumen natural de mi voz al leerle las fantasías.
Luego vino noviembre, que es un mes de malos presagios, pero que nosotros sorteamos con éxito, y luego diciembre, que se la llevó, porque se trata de un mes al que sobreviven muy pocos enfermos, tal vez por el frío en sí o tal vez por la melancolía que promueve el frío en los enfermos, que suelen confundir el frío con la muerte y se vienen entonces abajo, según dicen algunos.
Abrí de nuevo la heladería, a pesar del frío, porque la gente ya ha perdido el miedo a los helados durante el invierno: sólo hay que dejarlos un rato a temperatura ambiente para que desaparezca no el helor que les da carácter, sino la violencia de ese helor. Basta con eso.
Volver a casa ya no era lo mismo y lo hacía siempre a horas irregulares, aunque por lo común tardías, pues siempre les viene bien el pasear a los viudos y a los ociosos, que de ese modo dan tregua al pensamiento.
Una noche de tantas, me crucé con un vecino en la puerta del bloque. Él sabía quién era yo, pero yo no sabía que se trataba del intruso, aunque no tardé en saberlo: «Vivo en el primero B», me dijo. «Yo en el primero A». Y ahí comenzó todo.
Cuando, en nuestro segundo encuentro, me invitó a cenar en su casa, no supe qué decir, de modo que opté por la solución que me ocasionaba menos conflictos en ese instante: aceptar su invitación con agradecimiento.
Y cené en su casa.
Él insistió en que no me moviera, en que me quedara sentado sin preocuparme de nada, porque era su invitado. De modo que fue sirviéndome unos platos que me supieron bien, y también me sirvió el vino, que era algo bronco pero bueno. A los postres, me anunció que la tarta de arándanos y queso la había hecho para mí, y me obligó luego a llevarme lo mucho de esa tarta que sobró, alegando con insistencia que la había hecho especialmente para mí y que la tarta era mía.
De él me extrañaba todo, pero me extrañaba especialmente el hecho de que, a pesar de su edad, no tosiera. «Será de pulmones fríos», pensé, porque yo sé lo que es tener unos pulmones de naturaleza cálida, y sé lo que es toser a causa del calentamiento de los pulmones, cuando sientes en ellos una especie de magma. «¿No tose usted?», y él negó sonriente con la cabeza.
Al día siguiente, me invitó de nuevo a cenar. Y cenamos muy bien. Y él se encargó de servir y de recoger los platos.
Al día siguiente me dijo que le gustaría pasear conmigo. Y paseamos juntos, y me pedía que le hablara: «Me gusta mucho su voz. Me va a tomar usted por un exagerado, pero podría pasarme la vida entera oyéndole hablar...».
A veces se venía a pasar la mañana o la tarde a la heladería, y allí se sentaba, y me pedía que le hablase. De cualquier cosa: «Me gusta oír su voz, sencillamente».
Noté que se echaba mucha colonia cuando me invitaba a cenar por ahí. Noté también que sabía de muchas cosas, aunque nunca supe de qué clase de cosas se trataba, porque él se empeñaba en que hablase yo: mi voz le gustaba mucho, según no se cansaba de repetir cuando le pedía que hablase un poco con él.
Acabé entrando con frecuencia en su piso y él en el mío. Me dijo que despidiese a la limpiadora, que no la necesitaría mientras él tuviese un poco de salud, y me negué a aquello, pero él insistió, de modo que despedí a la limpiadora, y un par de veces por semana me limpiaba él el piso, y me iba cambiando con buen gusto las cosas de lugar, porque tenía la magia de dar realce a los objetos con sólo modificar su posición o su combinación, y llenaba todo de flores y quincalla.
«¿Nunca ha pensado usted en vivir con alguien?», me preguntó un día, y aquella pregunta me cogió por sorpresa, porque la verdad es que nunca me la había hecho a mí mismo desde que murió mi mujer, quizá porque la respuesta negativa se anticipaba a la pregunta. «Creo que podría estar siempre a su lado, oyendo su voz. Porque no sé si le he dicho que tiene usted una voz preciosa. Y lee con mucha amabilidad.»
Un día me sentí obligado a confesarle que le veía a través del cristal de color ámbar cuando salía a la terraza con mi difunta mujer a leerle novelas o revistas. También creí necesario confesarle que bajaba el volumen de voz no tanto para que él no me oyese como porque me intimidaba su presencia. «Sus susurros también me parecían muy hermosos. Un hombre que sabe susurrar oculta muchas cosas en su corazón, y a los demás nos interesa descubrir cuáles son esas cosas», me dijo.
Él me había dado confianza, pero yo le había cogido miedo, porque no lograba entender la razón de aquella confianza que me daba. Le dije: «Usted está confundido con respecto a mí. No me gustan las fantasías de los libros. Yo sólo estaba dando alivio a una enferma. No tengo nada especial dentro de mi corazón, y mi voz es como la de cualquiera». Él me sonrió. «Ya sabe dónde estoy. Le estaré esperando», me dijo. Cogió del jarrón azul que me regaló por mi cumpleaños uno de los claveles blancos que él mismo me había llevado esa mañana —el tallo mojado goteó sobre su zapato derecho— y se fue.
Hace mucho calor, aunque aún falta para que llegue agosto. Cada noche salgo a la terraza y allí está él, sin fumar, sin moverse y sin toser. Mirándome a través del cristal de color ámbar. Mirándole yo. Frente a frente. Sin ninguno entender lo que nos ocurre.
Por las noches, le leía yo novelas protagonizadas por faraones embrujados del Egipto o por emperadores lascivos y altaneros de la Roma imperial. Le cogimos afición a eso, y era como desviarla un poco no del camino de la muerte, pero sí al menos del pensamiento de la muerte.
A veces, cuando la medicación le provocaba debilidad en el entendimiento y le fijaba los ojos en un punto inconcreto del vacío, le leía alguna de esas revistas que suelen entrevistar a princesas y a banqueros que están a bordo de un yate blanco o subidos a un caballo también blanco, siempre junto a mujeres tan guapas que parecen sacadas de un sueño de ilusiones dolorosas. Aquello de lo que se hablaba en esas revistas es posible que fuesen banalidades, no soy yo quién para juzgarlo, pero reconozco que nos gustaba leerlas, porque suponía la comprobación de lo mucho que nos habíamos perdido de la vida y del mundo, pero también la certeza de que todo eso que nos habíamos perdido no nos importaba lo suficiente como para convertirnos en personas rencorosas.
Nuestro piso es amplio, pero siempre ha sido caluroso a la vez que umbrío, porque tiene pequeñas las ventanas, y a ella no le venía bien el aire acondicionado, así que, durante buena parte de julio y todo agosto, salíamos por la noche a la terraza y nos sentábamos allí durante un par de horas para respirar el aire limpio de la ciudad casi vacía y también para enfriarnos un poco los pulmones, que se debilitan por el exceso de calor, y allí le leía las novelas de fantasías impensables, o las revistas.
Al principio no nos dimos cuenta.
No hacía ningún ruido. No tosía. No fumaba. Nada delataba su presencia intrusa y nada nos hacía sospechar que estuviese allí, en la terraza contigua, oyendo lo que yo leía para ella. Pero estaba, y podía llevar allí mucho tiempo sin que lo hubiésemos notado.
Lo descubrí por casualidad, que suele ser el modo en que las cosas se descubren tanto en las ciencias de veras importantes como en las situaciones sin importancia ni relieve.
El caso es que pusieron farolas nuevas en la calle, y el resplandor de una de ellas delató a contraluz, recortada en el cristal esmerilado de color ámbar que separa nuestros tramos de terraza, la silueta del intruso.
Ella se sobresaltó cuando le señalé aquella sombra, pero me llevé el dedo a los labios con prontitud, antes de que dijera algo ofensivo o inconveniente, pues los medicamentos estaban alterándole su carácter natural y yo mismo tenía que obligarla a veces a que se tomara una dosis doble de neurolépticos para que volviera si no a su ser, sí al menos a su limbo.
No podíamos dejar de salir a la terraza por las noches, a pesar de la presencia del intruso, porque fue mucho el calor que trajo aquel agosto. Los pulmones se le calentaban de manera alarmante durante el día, y el médico me había encomendado la tarea de enfriárselos lo más posible con estancias prolongadas al aire libre. Así que seguimos saliendo a la terraza para leerle lo que aquel día aconsejase su estado: las fantasías de los libros o las fábulas sociales de las revistas. Lo único que podía hacer era rebajar el volumen de mi voz cuando veía la silueta del intruso recortada en el cristal de color ámbar. Yo leía para ella, no para él, pero él tenía derecho a estar allí, y nadie puede obligar a nadie a renunciar a sus derechos.
Noche tras noche, sin saber que veíamos su silueta, se sentaba él a escuchar mi lectura en voz alta. Nunca tosía. Nunca arrastraba siquiera una silla. Pero yo bajaba el volumen de voz, hasta hacerla tal vez un poco espectral y poco alegre, y luego me notaba irritada la garganta, y notaba también que ella no siempre se reía al llegar a un pasaje cómico, no sé si porque no me oía bien o por estar padeciendo en ese preciso instante un presentimiento pasajero de muerte.
Septiembre vino también cálido, de modo que continuamos saliendo durante casi todo ese mes a la terraza, aunque ya un poco más temprano y con algo más de abrigo, y allí seguía el intruso.
Octubre vino por el contrario muy cambiante, y ella no podía exponerse a esas oscilaciones brusquísimas, así que dejamos de salir por las noches a la terraza y pude recuperar el volumen natural de mi voz al leerle las fantasías.
Luego vino noviembre, que es un mes de malos presagios, pero que nosotros sorteamos con éxito, y luego diciembre, que se la llevó, porque se trata de un mes al que sobreviven muy pocos enfermos, tal vez por el frío en sí o tal vez por la melancolía que promueve el frío en los enfermos, que suelen confundir el frío con la muerte y se vienen entonces abajo, según dicen algunos.
Abrí de nuevo la heladería, a pesar del frío, porque la gente ya ha perdido el miedo a los helados durante el invierno: sólo hay que dejarlos un rato a temperatura ambiente para que desaparezca no el helor que les da carácter, sino la violencia de ese helor. Basta con eso.
Volver a casa ya no era lo mismo y lo hacía siempre a horas irregulares, aunque por lo común tardías, pues siempre les viene bien el pasear a los viudos y a los ociosos, que de ese modo dan tregua al pensamiento.
Una noche de tantas, me crucé con un vecino en la puerta del bloque. Él sabía quién era yo, pero yo no sabía que se trataba del intruso, aunque no tardé en saberlo: «Vivo en el primero B», me dijo. «Yo en el primero A». Y ahí comenzó todo.
Cuando, en nuestro segundo encuentro, me invitó a cenar en su casa, no supe qué decir, de modo que opté por la solución que me ocasionaba menos conflictos en ese instante: aceptar su invitación con agradecimiento.
Y cené en su casa.
Él insistió en que no me moviera, en que me quedara sentado sin preocuparme de nada, porque era su invitado. De modo que fue sirviéndome unos platos que me supieron bien, y también me sirvió el vino, que era algo bronco pero bueno. A los postres, me anunció que la tarta de arándanos y queso la había hecho para mí, y me obligó luego a llevarme lo mucho de esa tarta que sobró, alegando con insistencia que la había hecho especialmente para mí y que la tarta era mía.
De él me extrañaba todo, pero me extrañaba especialmente el hecho de que, a pesar de su edad, no tosiera. «Será de pulmones fríos», pensé, porque yo sé lo que es tener unos pulmones de naturaleza cálida, y sé lo que es toser a causa del calentamiento de los pulmones, cuando sientes en ellos una especie de magma. «¿No tose usted?», y él negó sonriente con la cabeza.
Al día siguiente, me invitó de nuevo a cenar. Y cenamos muy bien. Y él se encargó de servir y de recoger los platos.
Al día siguiente me dijo que le gustaría pasear conmigo. Y paseamos juntos, y me pedía que le hablara: «Me gusta mucho su voz. Me va a tomar usted por un exagerado, pero podría pasarme la vida entera oyéndole hablar...».
A veces se venía a pasar la mañana o la tarde a la heladería, y allí se sentaba, y me pedía que le hablase. De cualquier cosa: «Me gusta oír su voz, sencillamente».
Noté que se echaba mucha colonia cuando me invitaba a cenar por ahí. Noté también que sabía de muchas cosas, aunque nunca supe de qué clase de cosas se trataba, porque él se empeñaba en que hablase yo: mi voz le gustaba mucho, según no se cansaba de repetir cuando le pedía que hablase un poco con él.
Acabé entrando con frecuencia en su piso y él en el mío. Me dijo que despidiese a la limpiadora, que no la necesitaría mientras él tuviese un poco de salud, y me negué a aquello, pero él insistió, de modo que despedí a la limpiadora, y un par de veces por semana me limpiaba él el piso, y me iba cambiando con buen gusto las cosas de lugar, porque tenía la magia de dar realce a los objetos con sólo modificar su posición o su combinación, y llenaba todo de flores y quincalla.
«¿Nunca ha pensado usted en vivir con alguien?», me preguntó un día, y aquella pregunta me cogió por sorpresa, porque la verdad es que nunca me la había hecho a mí mismo desde que murió mi mujer, quizá porque la respuesta negativa se anticipaba a la pregunta. «Creo que podría estar siempre a su lado, oyendo su voz. Porque no sé si le he dicho que tiene usted una voz preciosa. Y lee con mucha amabilidad.»
Un día me sentí obligado a confesarle que le veía a través del cristal de color ámbar cuando salía a la terraza con mi difunta mujer a leerle novelas o revistas. También creí necesario confesarle que bajaba el volumen de voz no tanto para que él no me oyese como porque me intimidaba su presencia. «Sus susurros también me parecían muy hermosos. Un hombre que sabe susurrar oculta muchas cosas en su corazón, y a los demás nos interesa descubrir cuáles son esas cosas», me dijo.
Él me había dado confianza, pero yo le había cogido miedo, porque no lograba entender la razón de aquella confianza que me daba. Le dije: «Usted está confundido con respecto a mí. No me gustan las fantasías de los libros. Yo sólo estaba dando alivio a una enferma. No tengo nada especial dentro de mi corazón, y mi voz es como la de cualquiera». Él me sonrió. «Ya sabe dónde estoy. Le estaré esperando», me dijo. Cogió del jarrón azul que me regaló por mi cumpleaños uno de los claveles blancos que él mismo me había llevado esa mañana —el tallo mojado goteó sobre su zapato derecho— y se fue.
Hace mucho calor, aunque aún falta para que llegue agosto. Cada noche salgo a la terraza y allí está él, sin fumar, sin moverse y sin toser. Mirándome a través del cristal de color ámbar. Mirándole yo. Frente a frente. Sin ninguno entender lo que nos ocurre.
domingo, 11 de diciembre de 2016
Mar de fondo. José Manuel Dorrego Sáenz.
Me compré una fabulosa casita con vistas al mar. Luego, entre mi casa y el mar, construyeron otra magnífica casa con vistas al mismo mar. Ya no veía los barquitos en el horizonte, pero podía escuchar el romper de las olas sobre las rocas. Después, entre las dos casas y el mar, levantaron otro edificio con vistas a nuestro mar. Entonces dejé de oír el rumor de las olas, pero aún me llegaban jirones de la inconfundible brisa marina, esa brisa que trae retazos de caracolas, algas, aletas de sirenas…
Ahora, entre mi casa y el mar, hay toda una ciudad. Ya no llegan hasta mí ni brisas, ni peces ni olas, pero dicen, los que viven más cerca de la orilla, que el mar aún sigue allí.
Ahora, entre mi casa y el mar, hay toda una ciudad. Ya no llegan hasta mí ni brisas, ni peces ni olas, pero dicen, los que viven más cerca de la orilla, que el mar aún sigue allí.
viernes, 9 de diciembre de 2016
La historia según Pao Cheng. Salvador Elizondo.
En un día de verano, hace más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la orilla de un arrollo a adivinar su destino en el caparazón de una tortuga. El calor y el murmullo del agua pronto hicieron, sin embargo, vagar sus pensamientos y olvidándose poco a poco de las manchas del carey, Pao Cheng comenzó a inferir la historia del mundo a partir de ese momento. “Como las ondas de este arroyuelo, así corre el tiempo. Este pequeño cauce crece conforme fluye, pronto se convierte en un caudal hasta que desemboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y baja, finalmente, otra vez convertido en el mismo arroyo…” Este era, más o menos, el curso de su pensamiento y así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol, la traslación de los demás astros y la propia rotación de la galaxia y del mundo, “¡Bah! —exclamó— este modo de pensar me aleja de la Tierra de Han y de sus hombres que son el centro inamovible y el eje en torno al que giran todas las humanidades que en él habitan…” Y pensando nuevamente en el hombre, Pao Cheng pensó en la Historia. Desentrañó, como si estuvieran escritos en el caparazón de la tortuga, los grandes acontecimientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los pueblos a lo largo de varios milenios. Ante los ojos de su imaginación caían las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas antes de ser abatidas a su vez. Surgieron también todas las razas y las ciudades habitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra para confundirse con la ruina y la escoria de innumerables generaciones. Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese futuro imaginado por Pao Cheng llamó poderosamente su atención y su divagación se hizo más precisa en cuanto a los detalles que la componían, como si en ella estuviera encerrado un enigma relacionado con su persona. Aguzó su mirada interior y trato de penetrar en los resquicios de esa topografía increada. La fuerza de su imaginación era tal que se sentía caminar por sus calles, levantando la vista azorado ante la grandeza de las construcciones y la belleza de los monumentos. Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclándose a los hombres ataviados con extrañas vestiduras y que hablaban una lengua lentísima, incomprensible, hasta que pronto se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscritos los signos indescifrables de un misterio que lo atraía irresistiblemente. A través de una de las ventanas pudo vislumbrar a un hombre que estaba escribiendo. En ese mismo momento Pao Cheng sintió que allí se dirimía una cuestión que lo atañía íntimamente. Cerró los ojos y acariciándose la frente perlada de sudor con las puntas de sus dedos alargados trató de penetrar, con el pensamiento, en el interior de la habitación en la que el hombre estaba escribiendo. Se elevó volando del pavimento y su imaginación traspuso el reborde de la ventana que estaba abierta y por la que se colaba una ráfaga fresca que hacía temblar las cuartillas, cubiertas de incomprensibles caracteres, que yacían sobre la mesa. Pao Cheng se acercó cautelosamente al hombre y miró por encima de sus hombros, conteniendo la respiración para que éste no notara su presencia. El hombre no lo hubiera notado pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con esos signos cuyo contenido todavía escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De vez en cuando el hombre se detenía, miraba pensativo por la ventana, aspiraba un pequeño cilindro blanco y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boca y por las narices, luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas terminadas que yacían en desorden sobre un extremo de la mesa y conforme pudo ir descifrando el significado de las palabras que estaban escritas en ellas, su rostro se fue nublando y un escalofrío de terror cruzó, como la reptación de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. ”Este hombre está escribiendo un cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras escritas sobre las cuartillas. “El cuento se llama La Historia según Pao Cheng y trata de un filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a pensar en… ¡Luego yo soy un recuerdo de ese hombre y si ese hombre me olvida moriré…!”
El hombre, no bien había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida moriré”, se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la boca, su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería.
El hombre, no bien había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida moriré”, se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la boca, su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería.
jueves, 8 de diciembre de 2016
El eclipse. Carlos Salem.
Para Arturo Martínez.
Gregor Sotanovsky se asumía distraído, se gustaba especial, se odiaba diez minutos al día.
Excepto los jueves.
Porque los jueves sacaba de paseo a los relojes, y al verlos trotar alegres por el parque, olvidaba controlar el momento en que le tocaba comenzar a odiarse y después ya no había manera.
Gladys Repolletti se temía aburrida, se sospechaba lujuriosa, se convertía en ruiseñor cuando el otoño desnudaba árboles. Y luego los bomberos tenían que venir a bajarla, porque desafinaba bastante y sufría de vértigo.
Se enamoraba siempre de un bombero diferente, que correspondía a su pasión durante seis peldaños, y luego, aburrido, la dejaba caer.
Él era apocado, achatado en los polos, oblongo en la melancolía, suspiraba hacia adentro y se alimentaba de cáscaras de pipas.
Ella era oronda por parte de padre y ubicua por parte de madre, lloraba cuando le venía la risa, y volvía a llorar cuando la risa se le iba.
Él hubiera sido un sabio muy famoso si su distracción no lo hubiera dejado en el estado de anónimo ignorante. Pero como no sabía ni siquiera eso, era feliz. Y cuando tocaban el timbre de su casa para venderle tranvías, primaveras o vientos alíseos embotellados, siempre creía que el que llamaba era un sueco que venía a entregarle el Nobel.
Ella hubiera sido una amante de novela si su tendencia a aburrir a quien se acercara a menos de un metro de distancia no la hubiera condenado al estado de excitación frustrada. Y cuando por su ventana abierta a la noche cantaba un búho, ella creía que era un fornido bombero que ardía de deseo por su cuerpo, y tenía un orgasmo de grado siete en la escala Mercalli, o un ataque de acidez estomacal, nunca estaba segura.
Él vivía en un edificio de amplios ventanales, pero como estaba enfadado con el sol desde que era niño, a cuenta de no sé qué historia de un rayo perdido en el arroyo, nunca se asomaba a la ventana antes del crepúsculo, momento en que aprovechaba para hacer al astro rey unos energéticos cortes de manga hasta verlo desaparecer tras el horizonte.
Ella vivía en el edificio de enfrente y, como detestaba a la luna desde que su primer novio la dejó con la excusa de una dudosa licantropía, sólo se asomaba al amanecer, celebraba la derrota de la luna y soplaba sonores besos al sol, que en alguna ocasión se ruborizó, aunque torpes astrónomos adjudicaron el fenómeno a una prosaica tormenta cósmica.
Nunca se habían visto.
Pero un jueves a él se le escaparon los relojes en el parque y comenzó a confundir las horas y odiarse a destiempo. Por eso cierto amanecer que supuso crepúsculo, mientras creía increpar la despedida del sol con sus cortes de manga, creyó percibir un ruiseñor enorme en el árbol de la otra acera.
Y ella, que era miope pero oía peor, creyó distinguir a un apuesto bombero que la saludaba desde la ventana. Olvidó que era un ruiseñor y cayó del árbol.
Él trató de detenerla al vuelo y cayó también.
En ese momento comenzó el eclipse.
Y se vieron.
Y se amaron entre la oscuridad repentina, eufóricos por la muerte del sol y de la luna.
Cuando llegaron los suecos a entregarle el Nobel, él no les abrió la puerta porque estaba dentro de ella. Y tranvías ya tenía.
Cuando un camión repleto de bomberos enamorados se detuvo frente al árbol de ella, ella no estaba, porque volaba en la penumbra de las manos de él y sus manos nunca se aburrían de tocarla.
Juraron amarse todo el tiempo que durase el eclipse.
Dura todavía.
Yo también puedo escribir una jodida historia de amor. Carlos Salem, 2008.
Gregor Sotanovsky se asumía distraído, se gustaba especial, se odiaba diez minutos al día.
Excepto los jueves.
Porque los jueves sacaba de paseo a los relojes, y al verlos trotar alegres por el parque, olvidaba controlar el momento en que le tocaba comenzar a odiarse y después ya no había manera.
Gladys Repolletti se temía aburrida, se sospechaba lujuriosa, se convertía en ruiseñor cuando el otoño desnudaba árboles. Y luego los bomberos tenían que venir a bajarla, porque desafinaba bastante y sufría de vértigo.
Se enamoraba siempre de un bombero diferente, que correspondía a su pasión durante seis peldaños, y luego, aburrido, la dejaba caer.
Él era apocado, achatado en los polos, oblongo en la melancolía, suspiraba hacia adentro y se alimentaba de cáscaras de pipas.
Ella era oronda por parte de padre y ubicua por parte de madre, lloraba cuando le venía la risa, y volvía a llorar cuando la risa se le iba.
Él hubiera sido un sabio muy famoso si su distracción no lo hubiera dejado en el estado de anónimo ignorante. Pero como no sabía ni siquiera eso, era feliz. Y cuando tocaban el timbre de su casa para venderle tranvías, primaveras o vientos alíseos embotellados, siempre creía que el que llamaba era un sueco que venía a entregarle el Nobel.
Ella hubiera sido una amante de novela si su tendencia a aburrir a quien se acercara a menos de un metro de distancia no la hubiera condenado al estado de excitación frustrada. Y cuando por su ventana abierta a la noche cantaba un búho, ella creía que era un fornido bombero que ardía de deseo por su cuerpo, y tenía un orgasmo de grado siete en la escala Mercalli, o un ataque de acidez estomacal, nunca estaba segura.
Él vivía en un edificio de amplios ventanales, pero como estaba enfadado con el sol desde que era niño, a cuenta de no sé qué historia de un rayo perdido en el arroyo, nunca se asomaba a la ventana antes del crepúsculo, momento en que aprovechaba para hacer al astro rey unos energéticos cortes de manga hasta verlo desaparecer tras el horizonte.
Ella vivía en el edificio de enfrente y, como detestaba a la luna desde que su primer novio la dejó con la excusa de una dudosa licantropía, sólo se asomaba al amanecer, celebraba la derrota de la luna y soplaba sonores besos al sol, que en alguna ocasión se ruborizó, aunque torpes astrónomos adjudicaron el fenómeno a una prosaica tormenta cósmica.
Nunca se habían visto.
Pero un jueves a él se le escaparon los relojes en el parque y comenzó a confundir las horas y odiarse a destiempo. Por eso cierto amanecer que supuso crepúsculo, mientras creía increpar la despedida del sol con sus cortes de manga, creyó percibir un ruiseñor enorme en el árbol de la otra acera.
Y ella, que era miope pero oía peor, creyó distinguir a un apuesto bombero que la saludaba desde la ventana. Olvidó que era un ruiseñor y cayó del árbol.
Él trató de detenerla al vuelo y cayó también.
En ese momento comenzó el eclipse.
Y se vieron.
Y se amaron entre la oscuridad repentina, eufóricos por la muerte del sol y de la luna.
Cuando llegaron los suecos a entregarle el Nobel, él no les abrió la puerta porque estaba dentro de ella. Y tranvías ya tenía.
Cuando un camión repleto de bomberos enamorados se detuvo frente al árbol de ella, ella no estaba, porque volaba en la penumbra de las manos de él y sus manos nunca se aburrían de tocarla.
Juraron amarse todo el tiempo que durase el eclipse.
Dura todavía.
Yo también puedo escribir una jodida historia de amor. Carlos Salem, 2008.
miércoles, 7 de diciembre de 2016
La mujer que vuela. Ana María Shua.
- Puedo volar -dice la mujer. Se la ve grande y cansada. Fue bella.
- Trapecista. Una genial trapecista- entiende el director del circo.
- No. Yo vuelo. De verdad
- ¿Con cables invisibles? ¿Con un sistema de imanes, como el mago David Copperfield?
- Usted no entiende. Como Superman.
La mujer alza el vuelo y da una vuelta completa alrededor de la carpa.
- Una gran artista. Pero no es este su lugar, señora - el director es sincero y odia tener que rechazar a una gran artista. - Este es un modesto circo de minicuento. Estoy seguro de que tendrá más suerte en una novela de realismo mágico.
Fenómenos de circo, Ana María Shua, 2011.
- Trapecista. Una genial trapecista- entiende el director del circo.
- No. Yo vuelo. De verdad
- ¿Con cables invisibles? ¿Con un sistema de imanes, como el mago David Copperfield?
- Usted no entiende. Como Superman.
La mujer alza el vuelo y da una vuelta completa alrededor de la carpa.
- Una gran artista. Pero no es este su lugar, señora - el director es sincero y odia tener que rechazar a una gran artista. - Este es un modesto circo de minicuento. Estoy seguro de que tendrá más suerte en una novela de realismo mágico.
Fenómenos de circo, Ana María Shua, 2011.
martes, 6 de diciembre de 2016
Hogar. Alberto Sánchez Argüello.
Después de siete horas en la fábrica, el hombre regresó a casa. Colocó cinco monedas en la ranura de la entrada y la puerta se deslizó suavemente hacia la derecha.
Adentro una niña jugaba en la sala y una mujer terminaba de servir la mesa. El hombre entró despacio, queriendo apreciar la escena sin que lo notaran, pero la niña alzó la mirada y le sonrió.
Se sentaron los tres. El hombre les contó su día entre máquinas y vapor. Les habló de la soledad que lo invadía en sus turnos, la presión de sus superiores, la ansiedad por escuchar la sirena que anunciaba el cierre de la jornada. Les describió su regreso, entre masas de hombres grises que caminaban sin hablar. Ellas lo escucharon atentas, la niña acariciando su brazo por momentos.
El hombre se levantó. Recogió los trastes y cubiertos para lavarlos. Desde la cocina miró a la niña acurrucarse con la mujer en el sillón frente al televisor. Al terminar, el hombre se acercó para abrazarlas, pero ellas se disiparon en el aire, como si estuviesen hechas de niebla. El hombre bajó la cabeza y arrastró los pies hacia la entrada, deslizó la puerta y sacó del bolsillo de su pantalón otras cinco monedas.
Adentro una niña jugaba en la sala y una mujer terminaba de servir la mesa. El hombre entró despacio, queriendo apreciar la escena sin que lo notaran, pero la niña alzó la mirada y le sonrió.
Se sentaron los tres. El hombre les contó su día entre máquinas y vapor. Les habló de la soledad que lo invadía en sus turnos, la presión de sus superiores, la ansiedad por escuchar la sirena que anunciaba el cierre de la jornada. Les describió su regreso, entre masas de hombres grises que caminaban sin hablar. Ellas lo escucharon atentas, la niña acariciando su brazo por momentos.
El hombre se levantó. Recogió los trastes y cubiertos para lavarlos. Desde la cocina miró a la niña acurrucarse con la mujer en el sillón frente al televisor. Al terminar, el hombre se acercó para abrazarlas, pero ellas se disiparon en el aire, como si estuviesen hechas de niebla. El hombre bajó la cabeza y arrastró los pies hacia la entrada, deslizó la puerta y sacó del bolsillo de su pantalón otras cinco monedas.
lunes, 5 de diciembre de 2016
La vieja pálida. José María Merino.
Me llamo Juan Macael y soy descuidero. El Chato Morillas, que tanto me enseñó, decía que es una profesión tan antigua y tan importante que hasta hubo un dios dedicado a proteger a nuestros antepasados. Vista aguda, manos seguras y rápidas, ánimo sereno, capacidad de improvisar. «Ante todo, sangre fría», repetía el Chato Morillas, «como te aturdas estás perdido». No hace mucho que, en uno de los trayectos de la Periferia norte, un paciente al que yo acababa de extirpar la cartera se dio cuenta de la pérdida y empezó a gritar: «¡Conductor, que me acaban de robar! ¡No abra las puertas!». El autobús iba repleto, el conductor lo detuvo junto a una parada y se escuchó su voz: «Aquí nos quedamos hasta que llegue la policía». Pasaron unos minutos, comprendí que estaba en un trance peligroso, pero recordé las enseñanzas de mi maestro. Me agaché simulando que recogía algo del suelo y alcé la cartera en la mano, mientras daba grandes voces: «¡Aquí hay una cartera!». El propietario la abrió y comprobó que no faltaba nada. Estaba tan aliviado que no pensó en nada más. «¿Es que vamos a quedarnos encerrados toda la mañana?», volví a gritar yo, «¡abra las puertas, conductor! ¡Hay gente que tiene cosas que hacer!». En cuanto se abrieron las puertas, salí con rapidez. Pero los años han pasado y aunque no pierdo los nervios venga lo que venga, ya mi vista no tiene la finura de antaño. Mis dedos siguen siendo precisos, así haga la pinza con el índice y el corazón, la tenaza con el pulgar y cualquiera de los otros o utilice la palma entera para el resbalón, arrastrando lo que deba arrastrar, pero ya noto los huesos de las piernas y no puedo doblar demasiado la cintura sin peligro de algún tirón. A veces, la ciática me ha tenido de baja durante una temporada y si no me he retirado todavía es porque, pese a mi edad, no puedo vivir sin trabajar. De manera que sigo haciendo lo mío día tras día, cambiando de línea, como es natural, y aprovechando las horas punta y las jornadas en que hay más turistas. En verano me voy a la playa y es cuando más recaudo, por la facilidad de la poca ropa y esa alegría de las vacaciones que tan descuidada pone a la gente. Yo no soy de aquí y me siento un poco agobiado en esta ciudad, pues las líneas de autobús no son demasiadas, ni demasiados los conductores y los inspectores, de modo que corro el peligro de que pronto acaben descubriendo los motivos de mis frecuentes viajes. Cuando eso empieza a ocurrir, tengo que irme a otra ciudad. Lo he hecho tres veces y cada vez me ha resultado menos agradable cambiar de lugar de trabajo, pues con los años uno se acostumbra a ciertas rutinas, le acaba cogiendo gusto al barrio en el que vive, a su casa, y hasta a la gente del bar donde ve el fútbol por la tele o juega la partida de dominó. Al fin y al cabo, tuve que dejar la gran ciudad, con sus infinitas líneas de autobús, y el metro, y los ferrocarriles de cercanías, porque los de una banda me dieron aviso de que tenía que pagar una cuota. «No le doy nada a Hacienda, que al fin y al cabo es el Estado y paga con ello a los maestros y a los sanitarios, como para pagaros a vosotros». Me marché de allí antes de que intentaran convencerme a palos. Así fue como me vine a trabajar a provincias, pero lo cierto es que ya no estoy en edad para una labor tan delicada. Si fuese más joven no me habría sucedido esto que me ha pasado, no habría cometido un error tan grave. Fue la tarde del viernes, cuando la mayoría de la gente trabajadora regresa a su casa con la ilusión de la libertad y el descanso del fin de semana. El autobús era uno de la ruta del río. Estaba yo estudiando a los pasajeros cuando subió, con bastante esfuerzo, una vieja flaca, vestida de negro de los pies a la cabeza como las ancianas de mi infancia, que llevaba un gran bolso colgado del brazo. La vieja fue avanzando entre los pasajeros y pude advertir que el bolso no estaba cerrado con cremallera y que relucía dentro la esquina de un sobre. Le cedí el asiento y permanecí de pie a su lado. Era una vieja muy pálida y arrugada. El pañuelo que cubría su cabeza dejaba asomar las canas ralas y amarillentas. Su aspecto era de algo pasado sin remedio y desprendía un tufillo rancio, a pan viejo y orines. Puso el bolso sobre sus piernas huesudas y pude observar mejor su contenido, bolsas de plástico que dejaban adivinar la forma de alguna verdura, envoltorios de periódico. El sobre estaba colocado encima de todo. Por las fechas, imaginé que contenía su pensión. Me engañó la vista, pues hace años hubiera descubierto enseguida las pequeñas arrugas que denotan si un sobre lleva dinero dentro. Una pensión es siempre algo suculento para un descuidero. Además, en esta profesión no puede haber sentimentalismos, la primera regla es apropiarse de todo lo que valga, y en el caso de que se ofrezcan diversas alternativas elegir la menos dificultosa, siempre que parezca rentable. Entre un niño y un adulto, ante la misma cantidad, se opera al niño. Y en esto no hay pobres ni ricos, sino gente que lleva o que no lleva. Si fuésemos a considerar la edad o la condición social de los pacientes, nuestro trabajo sería muy complicado. Además, quitarle a una vieja su pensión no es fastidiarla para toda la vida. Un mes pasa enseguida y la gente acaba arreglándoselas, bien o mal. El caso es que, aprovechando un frenazo, hice la pinza, escamoteé el sobre con toda limpieza y me bajé en la siguiente parada. Pero el sobre no contenía dinero, ni un talón, que es lo que pensé desde el momento de tocarlo. Lo abrí al llegar a casa y dentro había un papel doblado. En letras mayúsculas, estaban impresas cuatro palabras: TE QUEDAN TRES DÍAS. Al principio pensé que era una broma, pero yo a aquella vieja no la conocía de nada. Por la tarde, en el bar, se lo enseñé a los de la partida por si veían alguna explicación, pero para todos era solo un papel en blanco, aunque yo veía claramente las cuatro palabras impresas: TE QUEDAN TRES DÍAS. Ni me acordaba del dichoso papel al día siguiente, ayer, cuando me levanté de la cama, pero me llevé una sorpresa al ver que el mensaje del papel había cambiado ligeramente: TE QUEDAN DOS DÍAS, ponía, con unas letras gordas y bien negras. Creo que cualquiera se hubiera asustado y yo lo hice. Me quedé un rato sentado con el papel en la mano y por fin decidí buscar a la vieja pálida, devolverle el sobre con el papel y darle treinta euros, para que me perdonase las molestias. Así que me pasé la mañana y la tarde cambiando de línea de autobús, hasta recorrérmelas todas, pero no fui capaz de dar con ella. En ese afán descuidé mi trabajo, cuando acabó la jornada no había recaudado ni un euro, estaba muy cansado, apenas había comido y ni siquiera me quedaban ganas de ir al bar. Hoy, en ese papel que sólo yo puedo leer dice TE QUEDA UN DÍA. Se puede suponer que leerlo no me ha mejorado el humor. Además, he echado una mirada por la ventana para ver cómo está el tiempo y he descubierto a la vieja pálida en la acera, el rostro vuelto hacia aquí. Vamos a ver qué pasa con este día último que me anuncia el papel. Para empezar, he resuelto no salir a la calle y luego me he puesto a escribir esto en el cuaderno de las cuentas, como una especie de memoria o testimonio de la aventura tan rara que estoy viviendo, A veces me asomo a la ventana y veo que la vieja pálida sigue ahí, plantada en la acera y mirando en mi dirección. He comido un poco, me he echado la siesta, he soñado que extirpaba a un hombre gordo una cartera hinchada de billetes delante de la catedral, pero el despertar me ha devuelto la desazón del día y la figura de esa vieja pálida plantada debajo de mi casa. Cuando se acerca la medianoche alguien llama a la puerta del piso dando golpes sucesivos: suena como si golpeasen con algo de madera, o de hueso. He echado un vistazo por la mirilla y he percibido la cabeza de la vieja pálida al otro lado de la puerta. A la luz pobre del descansillo su rostro es una mancha blanca en la que las órbitas de los ojos forman dos oquedades oscuras. Ya no deja de golpear la puerta y comprendo que tengo que abrir. Aquí termina esta historia.
domingo, 4 de diciembre de 2016
El perro que deseaba ser humano. Augusto Monterroso.
En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.
Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.
sábado, 3 de diciembre de 2016
Romper el cerdito. Etgar Keret.
Mi padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.
–¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? –le dijo a mi madre–. No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, cuándo voy a aprenderlo. Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten de mayores en unos gamberros que roban en los quioscos porque se han acostumbrado a que todo lo que se les antoja se les da sin más. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un gamberro.
Lo que tengo que hacer, a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con telilla de nata es un shekel ; sin telilla, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en monopatín. Porque, como dice mi padre, eso sí que es educar.
El caso es que el cerdito es muy mono, tiene el hocico frío cuando se le toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes de que llegáramos nosotros, un buzón del que mi padre no conseguía arrancar la pegatina. Pesajson no es como mis otros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le suelten su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa.
–¡Pesajson, cuidado, que eres de cerámica! –le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él por lo que me tomo el cacao con la telilla de nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver cómo su sonrisa no cambia ni una pizca.
–Te quiero, Pesajson –le digo después–, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que pase, aunque atraque quioscos. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!
Ayer vino mi padre, cogió a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente del revés.
–Cuidado, papá –le dije–, vas a hacer que a Pesajson le duela la barriga –pero mi padre siguió como si nada.
–No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en monopatín.
–¡Qué bien, papá! –le dije–. Un Bart Simpson en monopatín, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.
Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y en la otra un martillo.
–¿Ves cómo yo tenía razón? –le dijo a mi madre–, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?
–Pues claro –le respondí–, claro que sí, pero ¿por qué un martillo?
–Es para ti –dijo mi padre mientras me lo entregaba–, pero ten cuidado.
–Pues claro que lo tengo –le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
–¡Venga, dale ya al cerdito de una vez!
–¿Qué? –exclamé yo–. ¿A Pesajson?
–Sí, sí, a Pesajson –insistió mi padre–. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, porque te lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin. A la porra con el Bart Simpson, porque ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo?
–No quiero un Simpson –dije, y le devolví el martillo a mi padre–, me basta con Pesajson.
–No lo has entendido –me aclaró entonces mi padre–, no pasa nada, así es como se aprende, ven, que te lo voy a romper yo –alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo Pesajson iba a morir.
–Papá –le dije sujetándolo por la pernera.
–¿Qué pasa, Yoavi? –me respondió él, con el martillo todavía en alto.
–Quiero un shekel más, por favor –le supliqué–, deja que le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo.
–¿Otro shekel? –sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa–. ¿Lo ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia.
–Eso, sí, conciencia –le dije–, mañana –y eso que las lágrimas ya me anegaban la garganta.
Cuando ellos hubieron salido de la habitación abracé muy fuerte a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino que, muy calladito, temblaba entre mis brazos.
–No te preocupes –le susurré al oído–, que te voy a salvar.
Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en el salón y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí afuera con Pesajson, por la galería. Anduvimos juntos durante muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.
–A los cerdos les encantan los campos –le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo–, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el morro como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme.
–¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? –le dijo a mi madre–. No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, cuándo voy a aprenderlo. Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten de mayores en unos gamberros que roban en los quioscos porque se han acostumbrado a que todo lo que se les antoja se les da sin más. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un gamberro.
Lo que tengo que hacer, a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con telilla de nata es un shekel ; sin telilla, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en monopatín. Porque, como dice mi padre, eso sí que es educar.
El caso es que el cerdito es muy mono, tiene el hocico frío cuando se le toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes de que llegáramos nosotros, un buzón del que mi padre no conseguía arrancar la pegatina. Pesajson no es como mis otros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le suelten su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa.
–¡Pesajson, cuidado, que eres de cerámica! –le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él por lo que me tomo el cacao con la telilla de nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver cómo su sonrisa no cambia ni una pizca.
–Te quiero, Pesajson –le digo después–, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que pase, aunque atraque quioscos. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!
Ayer vino mi padre, cogió a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente del revés.
–Cuidado, papá –le dije–, vas a hacer que a Pesajson le duela la barriga –pero mi padre siguió como si nada.
–No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en monopatín.
–¡Qué bien, papá! –le dije–. Un Bart Simpson en monopatín, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.
Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y en la otra un martillo.
–¿Ves cómo yo tenía razón? –le dijo a mi madre–, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?
–Pues claro –le respondí–, claro que sí, pero ¿por qué un martillo?
–Es para ti –dijo mi padre mientras me lo entregaba–, pero ten cuidado.
–Pues claro que lo tengo –le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
–¡Venga, dale ya al cerdito de una vez!
–¿Qué? –exclamé yo–. ¿A Pesajson?
–Sí, sí, a Pesajson –insistió mi padre–. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, porque te lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin. A la porra con el Bart Simpson, porque ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo?
–No quiero un Simpson –dije, y le devolví el martillo a mi padre–, me basta con Pesajson.
–No lo has entendido –me aclaró entonces mi padre–, no pasa nada, así es como se aprende, ven, que te lo voy a romper yo –alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo Pesajson iba a morir.
–Papá –le dije sujetándolo por la pernera.
–¿Qué pasa, Yoavi? –me respondió él, con el martillo todavía en alto.
–Quiero un shekel más, por favor –le supliqué–, deja que le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo.
–¿Otro shekel? –sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa–. ¿Lo ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia.
–Eso, sí, conciencia –le dije–, mañana –y eso que las lágrimas ya me anegaban la garganta.
Cuando ellos hubieron salido de la habitación abracé muy fuerte a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino que, muy calladito, temblaba entre mis brazos.
–No te preocupes –le susurré al oído–, que te voy a salvar.
Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en el salón y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí afuera con Pesajson, por la galería. Anduvimos juntos durante muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.
–A los cerdos les encantan los campos –le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo–, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el morro como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme.