Indudablemente, Erneston Grant era un detective de
primerísima clase; pero como viajero por los atajos de Devonshire, con solo un
mapa y una brújula para ayudarse, era un verdadero fracaso. Hasta su gordinflón
perrillo blanco, Flip, guarecido bajo un par de alfombras, tras dos horas de
frío, de lluvia y de un viaje sin propósito determinado, le miraba
reprobadoramente, lanzando una exclamación muy parecida a un grito de desesperación,
Grant condujo su quejumbroso automóvil hasta la cima de una de esas endiabladas
colinas que ni un ford subiría en su primera salida. Allí se paró y miró en
torno suyo.
El panorama era el mismo en cualquier dirección que se mirase:
quebradas extensiones de pastos divididas por valles boscosos de increíble
espesor. Allí no había señal de tierras agrícolas, ni de la que la mano del
hombre hubiese trabajado aquellas interminables tierras, ni tampoco rastro
alguno de que el más sencillo vehículo hubiera recorrido aquellos senderos. No
había postes indicadores, ni pueblos, ni refugio de ninguna clase. Lo único que
abundaba era la lluvia…, la lluvia y la niebla. Masas grises de niebla luctuaban
sobre el terreno, haciéndolas asemejarse a derrumbados trozos de nubes que bloqueaban
el horizonte, atrapando cualquier esperanzador resquicio en la lejanía: una
envolvente oscuridad circular. Luego, rivalizando con la niebla en humedad,
comenzó la lluvia arrasadora…, una lluvia que había parecido hermosa a primera
hora de la tarde, al volcarse el cielo sobre las laderas de la montaña, pero que
hacía muchísimo tiempo ya que había perdido toda pretensión de ser algo más que
una lluvia pasajera, insignificante, sino condenadamente ofensiva. Flip, cuyos
hocicos era lo único que tenía la descubierto, resoplaba disgustado, y Grant,
mientras encendía la pipa, maldecía por lo bajo, pero con fuerza. ¡Qué país!
Miles de atajos sin un poste indicador; interminables extensiones sin una
granja ni un pueblo. ¿Y el mapa? Grant maldijo solemnemente al hombre que lo
confeccionó, al impresor que lo imprimió y a la tienda donde lo compró. Cuando
hubo terminado de despotricar, Flip aventuró un simpático ladrido aprobatorio.
-En alguna parte tiene que hallarse el pueblo de Nidd
-murmuró Grant para sí-. El último poste indicador de esta condenada región
señalaba diez kilómetros de Nidd. Desde entonces, hemos recorrido lo menos
veinticinco, sin apartarnos a la derecha ni a la izquierda, y a pesar de todo,
el pueblo de Nidd no ha aparecido.
Sus ojos taladraban la acumulada oscuridad que tenía delante.
A través de un ligero resquicio entre las nubes le pareció que veía kilómetros
de distancia; pero en ninguna parte se percibía signo alguno de pueblo ni de
vivienda humana. Pensó en el camino por donde había venido y le hizo estremecer
el pensamiento tener que desandarlo. En aquel momento, en que inclinado hacia
adelante observaba el vaho que salía del radiador de su coche en ebullición,
fue cuando vio a la izquierda, en la lejanía, un débil reflejo de luz.
Inmediatamente se apeó del coche, se subió a la tapia de piedra y miró
atentamente en la dirección donde la había visto. No cabía duda de que allí
había una luz, si había una luz, habría una casa. Sus ojos pudieron descubrir
también el escabroso sendero que le conduciría a ella. Se bajó de la tapia,
caminó hasta el coche, subió a él, lo puso en marcha y recorrió unos metros.
Una verja le cortó el paso. El sendero, al otro lado de la calle, era terrible,
pero no había otro. Abrió la verja y la cruzó, poniendo sus cinco sentidos en
la conducción del coche.
Al parecer, el tráfico, allí, si existía algún tráfico, se
reducía al de un ocasional carro de granja de la clase que estaba empezando a
vislumbrar: sin muelles, con agujeros en el piso de tablas y con grandes ruedas
de giro lento. Sin embargo, hizo progresos, esquivó los bordes de un tremendo
bache; cruzó, con gran alegría, un campo medio cultivado; pasó a través de otra
verja; subió, pareciéndole que de repente se metía entre las nubes, y bajó,
siguiendo un sendero en forma de fantástico sacacorchos, hasta que, al fin,
apareció la luz en línea recta delante de él. Pasó un jardín desierto y se
encontró ante otra verja, ahora de hierro, destrozada en su parte inferior.
Tuvo que apearse del coche para abrirla. Con todo cuidado la cerró a su
espalda, recorrió unos cuantos metros de una avenida empapada y cubierta de
altas hierbas, y, al final, alcanzó la puerta de lo que en alguna ocasión debió
de haber sido una casa-granja muy aceptable, pero que ahora parecía ser, a
pesar de la brillante luz que ardía en lo alto de la escalinata, uno de los
edificio más tristes que la mente humana pueda concebir.
Sin detenerse mucho a pensar si sería bien recibido, pero con
inmenso alivio ante la idea de encontrarse bajo techado, Grant se apeó del
coche y golpeó con los nudillos la puerta de roble. Casi inmediatamente oyó en
el interior de la casa el rascar de una cerilla al ser encendida; la luz de una
vela surgió a través de las ventanas sin cortinas de una habitación a su
izquierda. Se oyeron pasos en el vestíbulo y se abrió la puerta. Gran se
encontró frente a una mujer que sostenía la palmatoria tan alto que la
alumbraba a medias, dejando en la sombra la mayor parte de sus rasgos. No
obstante, había cierta majestad en su figura, de lo que se dio cuenta en esos
pocos segundos que permanecieron en la puerta.
-¿Qué desea usted?- preguntó.
Grant, mientras se quitaba el sombrero, pensó que la
contestación era bastante evidente. La lluvia resbalaba por todos los pliegues
del impermeable que le cubría. Su cara estaba aterida de frío.
-Soy un viajero que ha perdido el camino -explicó-. Durante
horas he intentado encontrar un pueblo o una posada. Su casa es la primera
vivienda humana que he visto. ¿Podría usted darme alojamiento por una noche?
-¿No hay nadie con usted?- inquirió la mujer.
-Estoy solo- respondió-, a excepción de mi perrita -añadió al
oír el ladrido de Flip.
La mujer consideró el asunto.
-Será mejor que lleve el coche al cobertizo que hay a la
izquierda de la casa -dijo-. Después puede usted entrar. Haremos lo que podamos
por usted. Que no será mucho.
-Le estoy muy agradecido, señora -declaró Grant con toda
sinceridad.
Encontró el cobertizo, que estaba ocupado solamente por dos
carros de granja en un increíble estado de pobreza. Después, cogió en brazos a
Flip y regresó a la puerta de la casa, que habían dejado abierta. Guiado por el
ruido de leños crepitantes, llegó a una gran cocina de piedra. En una silla de
alto respaldo, colocada delante del fuego, sentada con las manos sobre las
rodillas, pero mirando ansiosamente hacia la puerta como si vigilase su
entrada, estaba otra mujer, también alta, de edad mediana tal vez, pero aún de
buena presencia y de rasgos hermosos. La mujer que le admitió estaba inclinada
sobre el fuego. El detective miró a una y otra con asombro. Eran terrible y
maravillosamente iguales.
-Les estoy altamente reconocido, señoras, por habernos dado
alojamiento -empezó a decir-. ¡Flip! ¡Estate quieta, Flip!
Un gran perro pastor ocupaba el espacio delante del fuego,
Flip, sin dudarlo un instante, corrió hacia él, ladrando con firmeza. El perro,
con aspecto de extraña sorpresa, se puso en pie y miró inquisitivamente hacia
atrás, retrocediendo. Flip, acomodándose en el sitio vacante, se acurrucó muy
contenta y cerró los ojos.
-Pido perdón por mi perrita -continuó Grant-. Tiene mucho
frío.
El perro pastor retrocedió unos metros y se sentó sobre sus patas
traseras, considerando el caso. Mientras tanto, la mujer que abrió la puerta
sacó una taza y un plato de la alacena, una hogaza de pan y un trozo pequeño de
tocino, del que cortó unas lonchas.
-Acerque la silla al fuego -le invitó-. Tenemos muy poco que
ofrecerle, pero le prepararé algo de cenar.
-Son ustedes buenas samaritanas -declaró con fervor Grant.
Se sentó al lado opuesto de la mujer que, hasta el momento,
apenas había hablado ni quitado los ojos de él. La semejanza entre ambas era
algo asombroso, como también su silencio. Vestían ropas iguales…, ropas
gruesas, holgadas, le parecieron a él…, y su cabello, color castaño con algunas
vetas grises, estaba peinado exactamente de la misma forma. Sus vestidos
pertenecían a otro mundo, así como su forma de hablar y sus modales; sin
embargo, había en ambas una curiosa, aunque innegable, distinción.
-A título de curiosidad -preguntó Grant-, ¿a qué distancia me
hallo del pueblo de Nidd?
-No muy lejos -respondió la mujer que estaba sentada,
inmóvil, al otro lado de él-. Para cualquiera que conozca el camino, bastante
cerca. Los forasteros se vuelven locos para deambular por estos recovecos.
Muchos que lo han intentado se han perdido.
-Su casa está muy apartada -aventuró.
-Nacimos aquí -respondió la mujer-. Ni mi hermana ni yo hemos
experimentado nunca al deseo de viajar.
El tocino empezó a chisporrotear. Flip abrió un ojo, se
relamió y se sentó. En pocos minutos estuvo preparada la cena. Colocaron una
silla de roble de alto respaldo al extremo de la mesa. Había té, una fuente de
huevos con tocino, una hogaza de pan y unos montoncitos de mantequilla. Gran
ocupó su sitio.
-¿Han cenado ustedes? -preguntó.
-Hace mucho -respondió la mujer que le había preparado la
cena-. Por favor, sírvase.
Ella se acomodó en otra silla de roble en el lado opuesto de
su hermana. Grant, con Flip a su vera, comenzó a cenar. Hacía muchas horas que
no habían probado bocado y, durante un rato, olvidaron, felices, todo, excepto
los alrededores inmediatos. Sin embargo, Grant, cuando se sirvió la segunda
taza de té, miró hacia sus anfitrionas. Habían apartado ligeramente sus sillas
del fuego y le observaban…, le observaban sin curiosidad, aunque con cierta
extraña atención. Entonces se le ocurrió a él, por primera vez, que, aunque
ambas se habían dirigido por turno a él, ninguna de ellas había dirigido la
palabra a la otra.
-He de confesarles lo sabroso que está todo esto -dijo
Grant-. Temo haberles parecido terriblemente hambriento.
-Seguramente llevaba usted mucho tiempo sin comer -dijo una
de ellas.
-Desde las doce y media.
-¿Viaja usted por placer?
-Eso creía antes de hoy -contestó con una sonrisa, a la que
no hubo respuesta.
La mujer que le admitió movió su silla algunos centímetros,
acercándose a él. Grant observó con cierta curiosidad que, inmediatamente de
hacer ella eso, su hermana hizo lo mismo.
-¿Cómo se llama usted?
-Erneston Grant -respondió-. ¿Puedo saber a quiénes tengo que
agradecer esta hospitalidad?
-Mi nombre es Mathilda Craske -anunció la primera.
-El mío es Annabelle Craske -dijo la otra como un eco.
-¿Viven aquí solas? -aventuró.
-Vivimos aquí completamente solas -contestó Mathilda-. Nos
gusta así.
Grant estaba más extrañado que nunca. Su conversación estaba
sujeta a la habitual entonación de Devonshire y a la suave prolongación de las
vocales; pero, por otra parte, era curiosamente casi correcta. La idea de sus
vidas solas en sitio tan desolado parecía, sin embargo, increíble.
-¿Labran ustedes esto, tal vez? -insistió-. ¿Tienen ustedes
casas de labriegos o algo semejante a mano?
Mathilda negó con la cabeza.
-La cabaña más próxima está a seis kilómetros de distancia
-le confió- Hemos dejado de ocuparnos de la tierra. Tenemos cinco vacas…, que
no nos producen perturbación alguna…, y algunas gallinas.
-Es una vida muy solitaria -dijo, obstinada, Annabelle.
Grant giró la silla hacia ellas, Flip, con un gruñido de
satisfacción, se tumbó entre sus piernas.
-¿En dónde se proveen ustedes de alimentos? -preguntó.
-Todos los sábados nos trae un carretero las cosas de Exford
-le contestó Mathilda-. Nuestras necesidades son mínimas.
La enorme habitación, singularmente vacía de muebles, como
observó al echar una ojeada a su alrededor, estaba llena de sitios en sombras,
a los que no llegaba la luz de la única lámpara de petróleo. A su vez, las dos
mujeres eran visibles sólo confusamente. No obstante, los ocasionales destellos
del fuego hacían que las viera con más claridad. Eran tan pavorosamente
semejantes que bien podían ser gemelas. Grant se encontró especulando en cuanto
a su historia. Debieron de ser muy hermosas en alguna ocasión.
-Me gustaría saber si será posible abusar un poco más de su
hospitalidad pidiéndoles un diván o una cama para pasar la noche -preguntó,
tras una prolongada pausa-. En cualquier sitio -añadió apresuradamente.
Mathilda se puso en seguida en pie. Cogió otra palmatoria de
la repisa y encendió la vela.
-Le enseñaré dónde puede dormir- dijo.
Por un momento, Grant se quedó sobrecogido. Se le había
ocurrido mirar hacia Annabelle y su asombro fue grande al observar en su rostro
una ligerísima y curiosa expresión de malicia. Se inclinó para traerla
completamente dentro del pequeño halo de luz de la vela, y la miró incrédulo.
La expresión, si es que hubo tal, había desaparecido. Ella le estaba mirando
sencilla y tranquilamente, reflejando en su cara algo que él fracasó totalmente
en tratar de comprender.
-Si usted quiere seguirme… -le invitó Mathilda.
Grant se puso en pie. Flip giró en redondeo, lanzando un
último ladrido al enorme perro pastor que había aceptado un sitio alejado del
fuego, y, fracasando en obtener una respuesta satisfactoria, trotó tras su amo.
Pasaron a un vestíbulo bien arreglado, pero casi vacío, y subieron una ancha
escalera de nogal hasta el descansillo del primer piso. Por la parte de fuera
de la habitación donde Grant viera la luz de la vela. Mathilda se detuvo un
momento y escuchó.
-¿Tienen ustedes otro huésped? -preguntó Grant.
-Annabelle tiene un huésped -contestó la mujer-. Usted es el
mío. Sígame, por favor.
Le condujo a un dormitorio en el que había una enorme cama de
cuatro columnas y otra más pequeña. Dejó la palmatoria encima de una mesa y
dobló una especie de colcha vieja que cubría las ropas de la cama. Tocó las
sábanas y asintió aprobadora. Grant, inconscientemente, se encontró siguiendo
su ejemplo. Con gran sorpresa, se dio cuenta de que estaban calientes. Ella le
señaló un gran calentador de cama, provisto de largo mango, que se hallaba en
el extremo opuesto del dormitorio y del que salía aún un ligero humo.
-¿Esperaban ustedes a alguien esta noche? -preguntó curioso.
-Siempre estamos preparadas -contestó.
Mathilda salió del dormitorio, olvidando, al aparecer,
desearle las buenas noches. Grant la llamo con voz agradable, pero ella no
contestó; oyó sus pisadas mientras bajaba la escalera. Entonces, volvió el
silencio…, silencio abajo, silencio en la parte de la casa donde estaba. Flip,
que rondaba por el dormitorio oliendo, mostraba, a veces, síntomas de
excitación, gruñendo en ocasiones. Grant, abriendo la ventana, encendió un
cigarrillo.
-No puedes figurarle lo que te agradezco que estés aquí,
vieja -dijo a la perra-. Éste es un sitio muy extraño.
En el exterior no había cosa digna que ver y menos que oír,
excepto el murmullo de un torrente cercano y el monótono ruido de la lluvia. De
pronto, se acordó de su maleta y, dejando abierta la puerta de su habitación,
bajó la escalera. En la enorme cocina de piedra, las dos mujeres continuaban
sentadas exactamente como lo estuvieran antes de llegar él y durante su cena.
Ambas le miraban, pero ninguna habló.
-Si no les importa -explicó-, deseo recoger mi maleta del
coche.
Mathilda, la mujer que le admitió en la casa, asintió con la
cabeza. Grant salió a la oscuridad, se dirigió al cobertizo y cogió la maleta.
Antes de cerrar metió la mano en la caja de las herramientas y sacó una
linterna, que deslizó en su bolsillo. Cuando entró de nuevo en la casa, las dos
mujeres continuaban sentadas en sus respectivas sillas y en silencio.
-Hace una noche terrible -observó-. No pueden ustedes
figurarse lo agradecido que estoy por haberme dado hospitalidad en su casa.
Ambas le miraron, pero ninguna de las dos contestó. Esta vez,
cuando él llegó a su dormitorio cerró la puerta firmemente y observó, con una
mueca de desagrado, que, a excepción del picaporte, no había medio de
asegurarla. Entonces, se rió para sí en silencio. A él, famoso capturador de
Ned Bullavent, al triunfador de una banda de facinerosos formada por hombres
desesperados, se le alteraban los nervios al encontrarse en esta casa solitaria
habitada por un par de mujeres extrañas.
-¡Vaya época en que me he tomado vacaciones! -murmuró-.
Nosotros no entendemos de nervios, ¿verdad Flip?
Flip abrió un ojo y gruñó. Grant estaba confuso.
-No me gusta algo de ella -rumió-. Me agradaría saber quién
está en la habitación alumbrada con velas.
Abrió la puerta de su dormitorio, suavemente, una vez más, y
escuchó. El silencio era casi absoluto. Abajo, en la gran cocina, pudo oír el
tictac del reloj; también pudo ver la débil raya de luz amarilla debajo de la
puerta. Cruzó el descansillo y escuchó un momento ante la puerta de la habitación
de las velas. Dentro, el silencio era también absoluto y completo…; ni siquiera
percibió el sonido de la respiración de una persona dormida. Volvió sobre sus
pasos, cerró su puerta y empezó a desnudarse. En el fondo de su maleta había
una pequeña automática. Sus dedos juguetearon con ella unos segundos. Luego, la
dejó en su sitio. Sin embargo, colocó la linterna al lado de su cama. Antes de
apagar la luz, se dirigió otra vez a la ventana y miró hacia el exterior. El
ruido del agua del torrente parecía más insistente que nunca. Aparte de eso, no
se oía otro ruido. La lluvia había cesado, pero el cielo estaba negro y sin
estrellas. Estremeciéndose ligeramente, se volvió y se metió en la cama.
No tenía idea de la hora, pero la oscuridad exterior era
intensa cuando él se despertó, repentinamente, al oír los gruñidos de Flip. Se
había arrojado desde la colcha al pie de la cama, y Grant podía ver sus ojos,
fulgurando como pequeños focos de luz en la oscuridad. El detective permaneció
completamente inmóvil durante un momento, escuchando. Desde el primer instante
se dio cuenta de que había alguien en el dormitorio. Su rapidísima intuición se
lo advirtió, aunque todavía era incapaz de detectar ruido alguno. Sacó la mano
lentamente por un lado de la cama, cogió la linterna y la encendió. Instantáneamente,
lanzando un grito involuntario, se echó hacia atrás. En pie, a pocos
centímetros de él, estaba Mathilda, aún completamente vestida. En la mano,
levantada sobre él, sostenía el cuchillo más horrible que hubiera podido ver en
su vida. Se deslizó fuera de la cama y, confesándose honradamente para sí que
estaba asustado, mantuvo la luz fija en ella.
-¿Qué quiere? -le preguntó extrañado de la inconsistencia de
su propia voz-. ¿Qué demonios está haciendo con ese cuchillo?
-Le quiero a usted, William -contestó la mujer, con una nota
desagradable en su voz-. ¿Por qué se aleja usted tanto?
Grant encendió la vela. El dedo que en el gatillo de su
pistola mantuvo en alto las manos de Bullavent durante dos largos minutos temblaba.
Restablecida ahora la luz en la habitación, se sintió más dueño de sí.
-Arroje ese cuchillo sobre la cama -ordenó-, y dígame qué iba
usted a hacer con él.
Ella obedeció en seguida y se inclinó un poco hacia él.
-Iba a matarle, William -confesó.
-¿Por qué?
Mathilda movió la cabeza, apesadumbrada.
-Porque es el único camino -contestó.
-Mi nombre no es William, en primer lugar -objetó-. ¿Y qué
quiere decir usted con eso de que es el único camino?
Ella sonrió, triste y confiada.
-Usted no puede negar su nombre -dijo-. Usted es William Foulsham.
Le reconocí enseguida, a pesar de su prolongada ausencia. Cuando él llegó
-añadió señalando hacia la otra habitación-, Annabelle creyó que era William.
Yo consentí en que se quedara con él. Yo sabía…, yo sabía que, si esperaba,
usted regresaría…
-Dejando a un lado la cuestión de mi identidad -le
interrumpió-, ¿por qué quiere usted matarme? ¿Qué quiso decir cuando indicó que
era el único camino?
-Es el único camino… de conservar a un hombre -respondió-.
Annabelle y yo averiguamos eso cuando usted nos abandonó. Usted sabía que ambas
le amábamos, William; usted nos prometió a las dos que nunca nos abandonaría…,
¿lo recuerda? Así, nosotras esperábamos, sentadas aquí, a que usted regresara.
No decíamos nada, pero ambas lo sabíamos.
-¿Quiere usted decir que iba a matarme para conservarme aquí?
-insistió.
Mathilda miró el cuchillo amorosamente.
-Eso no es matar -dijo-. Escuche… Usted no se volverá a
marchar. Usted se quedará aquí para siempre.
Grant empezaba a comprender, y un horrible pensamiento hirió
su mente.
-¿Qué pasó con el hombre que usted no creyó que era William?
-Lo verá usted, si quiere. -contestó Mathilda vehementemente-
Usted verá lo tranquilo que está y lo feliz que es. Tal vez, entonces, lamente
haberse despertado. Sígame.
Grant se apoderó del cuchillo y la siguió fuera de la habitación.
Cruzaron el descansillo. Por debajo de la puerta pudo ver la delgada raya de
luz…, la luz que había sido su faro desde el sendero. Mathilda abrió suavemente
la puerta y alzó la palmatoria por encima de su cabeza. Tendido sobre otra
enorme cama de cuatro columnas se hallaba el cuerpo de un hombre con enmarañada
barba. Su cara estaba tan blanca como la sábana, y Gran se dio cuenta, a la
primera mirada, de que estaba muerto. A su lado, sentada muy erguida en su silla
de alto respaldo, estaba Annabelle. Levantó un dedo y frunció el ceño cuando
entraron. Miró a Grant.
-Ande despacio -susurró-. William duerme.
Justamente cuando el primer destello de la aurora empezó a
abrirse paso a través del espeso banco de nubes, un hombre desconcertado y
desgreñado, seguido de una perrita gorda y blanca, hizo su entrada en el pueblo
de Nidd; suspiró con alivio cuando vio la placa de metal sobre la puerta y tiró
de la campanilla con toda la fuerza que le fue posible. Se abrió una ventana y
apareció la despeinada cabeza de un hombre.
-¿Quién está ahí? -preguntó-. ¿Qué demonios ocurre?
Grant levantó la cabeza.
-He pasado parte de la noche en una granja, a unos cuantos
kilómetros de aquí -gritó-. Hay allí un hombre muerto y dos mujeres locas. Mi
coche se estropeó y…
-¿Un hombre muerto? -repitió el médico.
-Sí, yo mismo lo vi. Mi coche se estropeó en el camino; si
no, hubiese estado aquí antes.
-Estaré con usted en cinco minutos -prometió el doctor.
Ahora, los dos hombres iban sentados en el coche del médico,
en dirección a la granja. Ya había luz, con señales de que aclararía, y poco
tiempo después se hallaban ante la puerta de la casa. No hubo contestación a la
llamada. El médico giró el picaporte y abrió la puerta. Entraron en la cocina. El
fuego estaba apagado; pero Mathilda y Annabelle estaba sentadas allí, cada cual
en su silla de alto respaldo, una frente a otra, sin hablar, pero con los ojos
muy abiertos. Ambas volvieron la cabeza cuando los dos hombres entraron.
Annabelle movió la cabeza con satisfacción.
-¡Si es el doctor! -exclamó-. Doctor, estoy muy contenta de
que haya venido. Usted sabe, naturalmente, que regresó William. Vino por mí.
Está echado arriba, en la cama; pero no puedo despertarle. Estuve sentada a su
lado, le cogí la mano y le hablé; pero no me contestó. Duerme profundamente.
Por favor, ¿querrá usted despertarle? Yo le indicaré dónde está.
Se puso de pie y salió de la cocina. El médico la siguió.
Mathila escuchaba sus pasos. Entonces, se volvió a Grant, una vez más con
aquella extraña sonrisa en sus labios.
-Annabelle y yo no nos hablamos -dijo-. Nos peleamos en
cuanto usted se marchó. Hace tantos años que no nos hablamos, que he olvidado
el tiempo que hace. Sin embargo, me gustaría que alguien le dijera que el
hombre que está arriba no es William. Me gustaría que alguien le hiciera
comprender que William es usted y que usted regresó por mí. Siéntese, William.
Cuando el doctor se vaya, encenderé el fuego y haré té.
Grant se sentó y otra vez notó que le temblaban las manos. La
mujer le miraba con arrobamiento.
-Usted estuvo mucho tiempo fuera -continuó-. Le habría
reconocido en cualquier parte. Es raro que Annabelle no lo reconociera. Algunas
veces, creo que hemos vivido juntas tanto tiempo aquí que ella puede haber perdido
la memoria. Me alegro de que fuera usted en busca del doctor, William.
Annabelle se dará cuenta ahora de que estaba equivocada.
Se oyó el ruido de pasos bajando la escalera. El doctor
entró. Cogió a Gran por el brazo y lo llevó aparte.
-Tenía usted razón -le dijo, muy serio.- El hombre que está
arriba es un pobre calderero ambulante que desapareció hace ya una semana.
Aseguraría que lleva cuatro días. Uno de nosotros debe quedarse aquí mientras
el otro va al puesto de Policía.
Grant cogió febrilmente el sombrero y dijo:
-Yo iré a avisar a la Policía.