sábado, 21 de diciembre de 2024

El viudo Turmore. Ambrose Bierce.

Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pásé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no le había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
 
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir del país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.


martes, 17 de diciembre de 2024

Contra un juez avaro. Fray Luis de León.

Aunque en ricos montones
levantes el cautivo inútil oro;
y aunque tus posesiones
mejores con ajeno daño y lloro;
 
y aunque cruel tirano
oprimas la verdad, y tu avaricia,
vestida en nombre vano,
convierta en compra y venta la justicia;
 
aunque engañes los ojos
del mundo a quien adoras: no por tanto
no nacerán abrojos
agudos en tu alma; ni el espanto
 
no velará en tu lecho;
ni huirás la cúita y agonía,
el último despecho;
ni la esperanza buena en compañía
 
del gozo tus umbrales
penetrará jamás; ni la Meguera,
con llamas infernales,
con serpentino azote la alta y fiera
 
y diestra mano armada,
saldrá de tu aposento sola una hora;
y ni tendrás clavada
la rueda, aunque más puedas, voladora
 
del Tiempo hambriento y crudo,
que viene, con la muerte conjurado,
a dejarte desnudo
del oro y cuanto tienes más amado;
y quedarás sumido
en males no finibles y en olvido. 

domingo, 15 de diciembre de 2024

Sangre en los jardines. Hernando Téllez.

Cuando los guardias rurales llegaron a la granja de mamá Rosa, hacía ya una semana que Pedrillo estaba tirado en la cama, hecho una miseria de dolor y de ira. Las heridas del brazo habían tomado una escandalosa coloración de tomate maduro y el brazo abultaba hasta reventar. La infección y la fiebre devoraban a Pedrillo. Esos malditos hombres de la guardia, si lo encontraban, no lo dejarían con vida. Esto era lo de menos. ¡Si sólo lo mataran! Pero Pedrillo sabía que antes de que con él acabaran como un perro, de un disparo o de un machetazo en la nuca, bien medido, para que los huesos se quebraran y la cabeza quedara bamboleándose y fuera fácil desprenderla y ensartarla luego en un palo para llevarla a la alcaldía del pueblo como trofeo, antes de que eso ocurriera, Pedrillo sabía que ocurrirían otras cosas con él, pues ya estaban ocurriendo con los otros. Sabía que lo torturarían en la cárcel. Y también lo sabía mamá Rosa, su mamá. Esto lo atormentaba más que todo y se le aparecía como una anticipación de las torturas que, de seguro, iban a ensayar otra vez esos bárbaros si lograban pillarlo. Primero le cortarían los dedos de los pies, como a Saulo Gómez, y luego lo pondrían a caminar sobre las piedras del patio; y después, quién sabe, lo colgarían de las manos para azotarlo desnudo, mientras con las puntas de las bayonetas esos salvajes se divertirían abriéndole surcos en la carne. Y, Dios santo, pobre mamá Rosa si la obligaban a la fuerza, a puntapiés, a presenciar el espectáculo, como a la desgraciada María del Carmen Vargas, quien se había vuelto loca ahí mismo, y tuvieron que sacarla del pueblo para el manicomio. No. Él no se dejaría pillar. Él era una presa difícil.
Pero los guardias llegaron. Mamá Rosa los divisó desde la pequeña colina que daba sombra, en la tarde, a uno de los costados de la casa. Bajó corriendo para avisar a Pedrillo. El rostro de la mujer se había vuelto de ceniza, del color de ese polvillo volandero que deja el carbón de palo, ya apagado y a medio quemar, sobre los ladrillos del fogón. “Ahí vienen, ahí vienen”, dijo. Pedrillo tambaleó para levantarse de la cama. La fiebre, como un mal enemigo, trataba de doblegarlo. Pero él era un mocetón de veinticinco años, lo que se llama un mocetón, bronco y fuerte, a quien le decían Pedrillo por puro chiste, por pura gracia del contraste entre su vigor campesino y el diminutivo con que, desde siempre, lo nombraba su madre. El sucio trozo de tela que le servía de cabestrillo para el brazo herido cayó al suelo, y el brazo, al perder ese apoyo, se convirtió en una masa de dolor, inverosímilmente pesada. La cara se le contrajo en una expresión de martirio. Soltó una espantosa grosería, y mamá Rosa, con las manos temblorosas, ató de nuevo el trapo por detrás del cuello. “Aprisa, mamá, dame uno de los fusiles”. Había dos, cargados, debajo de la cama. Ella extrajo uno, lo colgó al hombre del brazo bueno de su hijo, y abrió la puerta. Entró, sin obstáculos, la claridad de la tarde y con ella, traído en el viento, el delicioso olor de los cañaverales, pues esa era una tierra de caña —dulce y de cafetos, de naranjos y de jazmines, de los cándidos jazmines que mamá Rosa cultivaba.
Pedrillo salió apoyándose en el muro de tapia pisada. Hizo un violento esfuerzo para enderezar el torso y, poco a poco, fue apresurando el paso. Mamá Rosa se quedó parada a la puerta. El sol le daba sobre los ojos de pupilas dilatadas. Parecía un personaje de cuadro al óleo, con su negra mata de pelo, partida en dos, el busto alto y palpitante bajo la tosca blusa, las manos sobre las anchas caderas, y el miedo y la amargura distribuidos sobre el rostro. Lo vio desaparecer más allá de las cañas, más allá de los cafetos, más allá de la última mancha de hierba.
Pero los guardias llegaron. Del punto en donde los vio mamá Rosa a la casa, había que contar entre cinco y ocho minutos de tiempo. Pasaron probablemente diez antes de que los tuviera a la vista, a un metro de distancia entre la puerta y la boca de los tres fusiles tendidos contra ella. Mamá Rosa alcanzó, pues, a poner todo en orden: la cama y la cocina. No movió el fusil que le había dejado Pedrillo. Apenas hizo caer un poco más contra el suelo, para disimular el arma, la descolorida manta del lecho. Lo hizo sin saber por qué, pues ella no pensaba oponer ninguna resistencia. “Si me matan, que me maten. Dios sabrá”. Tantas otras mamás Rosas habían muerto así en los últimos meses que ella no iba a ser ciertamente una novedad. Muertas estaban Carmen y la niña Luisa y la anciana Rosario, su comadre, la madrina de Pedrillo. ¿Qué importaba, pues? Y otra ventaja: mientras la mataban, los guardias le darían un poco más de tiempo a Pedrillo para huir. La muerte andaba ahora por toda la comarca con uniforme del gobierno, unas veces, y otras sin uniforme. Se mataban los unos a los otros desde hacía meses y meses. Pedrillo, como los demás, había entrado a la fiesta. Y de seguro que Pedrillo debía también unas cuantas vidas de esas con uniforme color de tierra pardusca y cinturón con balas y machete al cinto. Aquello parecía a mamá Rosa una maldición del cielo. Pero, qué diablos, nada se sacaba con lamentaciones. Ella no sabía nada de la política y cuando Pedrillo quiso explicárselo, Mamá Rosa le dijo que él anduviera bien con Dios y no se metiera en nada. Pero Pedrillo ya estaba en la danza. “Si uno no se apresura a matar, lo matan”. Algo así le dijo él. Y mamá Rosa se resignó.
Ahora ya no había nada que hacer. Ahí estaban los guardias. “¿Pedrillo podría seguir caminando?”. “¿El dolor no terminaría por echarlo a tierra?”. “¿Y estos hombres darían con él?”. Mamá Rosa los miraba y sentía que empezaba a desfallecer. “¿Por qué no disparan?”. “Yo debía estar ya muerta”. “¡Santo Dios! ¡Santo Dios!”. Nada. Ella seguía extrañamente viva frente a las bocas de los fusiles y frente a esas tres caras nada siniestras. “Son como Pedrillo”. “Tan jóvenes como Pedrillo”. Avanzaron. “Ahora dispararán”. “Perdóname, Dios bendito”. Uno de ellos le gritó: “Vieja inmunda”, y enderezando el fusil que tomó en una mano, con la otra le golpeó el rostro. Mamá Rosa se llevó las manos a la cara y las retiró manchadas de sangre. Después sintió que sobre el costado caía, de plano, la culata del fusil. Rodó sobre el suelo y ahí contra el piso de greda, que le pareció tibio y húmedo, se le clavó, al lado del seno, la punta de una bota, una, dos, tres veces. ¡Pobre Mamá Rosa! El prodigioso dolor que se apoderó de todo su cuerpo no le impidió recordar que así había visto maltratar muchas veces por los gañanes de la comarca, a los cerdos y a los perros. Ella no era ahora más ni mejor que los cerdos o los perros.
Los tres hombres se detuvieron en el marco de la puerta. Uno de ellos gritó: “So hijo e perra, entréguese o lo matamos”. Tenían miedo de penetrar a la habitación. Pasaron unos segundos y luego se oyó una descarga. “No hay nadie, no hay nadie”, les gritó Mamá Rosa, “mátenme, mátenme”. Los hombres entraron. Y Mamá Rosa arrastrándose, los siguió. Se volvieron para mirarla. Y el que parecía más enardecido apuntó al cuerpo de Mamá Rosa. “Cuidado con la vieja. Ella sabe para dónde se ha ido”, dijo otro. Y entonces, se oyó, afuera, a la distancia, un tiro de fusil. Los tres guardas se precipitaron fuera de la habitación, con el arma al brazo. Mamá Rosa empezaba a desvanecerse, pero entre la niebla de la conciencia le pareció que una nueva detonación sonaba, más próxima, menos distante. “Es Pedrillo”, pensó. Y la cabeza, con su negra mata de pelo partida en dos y ahora ensangrentada, se doblegó sobre el suelo.
Pero los guardias volvieron. Cuando Mamá Rosa recuperó el sentido y pudo otra vez incorporarse, le pareció que Dios no era completamente justo con ella, pues le permitía vivir para ver lo que estaba viendo: Pedrillo había sido cazado por los guardias —él debía haber disparado al aire para llamarles la atención y salvarla a ella— y ahí, en el naranjo que adornaba la minúscula huerta, fronteriza a la puerta de entrada, estaba colgado de las manos, como un cuero de res, las espaldas desnudas, desgarradas y sanguinolentas. El grito de Mamá Rosa hizo volver la cara a los tres guardias. “Esto era lo que se merecía el hijo e perra. Y todavía falta, vieja p…”, aulló el que estaba restregando contra la rala hierba el cinturón manchado de rojo. Mamá Rosa veía brillar al sol de media tarde, como una llaga, esa dura espalda maciza del gigante Pedrillo que de su vientre había salido una noche, frágil y pequeñito. Ahí estaba Pedrillo, peor que un perro apaleado. “Y que Dios me perdone: como Cristo”. Sus propios dolores se le olvidaron a Mamá Rosa. Ya no sentía su cuerpo, sino el cuerpo de Pedrillo. Era como si esa espalda fuera su propia carne. No, no eran sus dolores sino los dolores de Pedrillo que en ella resonaban, repercutían y desollaban la carne y el alma. Pobre Mamá Rosa con su linda mata de pelo oscuro, partida en dos, con su cabeza bíblica de madre campesina donde ahora se hundían unas manos desesperadas y trágicas. “Y todavía falta vieja p…”, volvió a aullar la voz del guardia, quien, al mismo tiempo, arranco al aire una queja con el látigo antes de dejarlo caer una y otra vez sobre la espalda. Se oyó un quejido como de animal a punto de morir, un lamento sordo y elemental que parecía llegar desde el fondo último de la Vida, desde el abismo visceral de la existencia. “Y todavía falta…”, rugió de nuevo la voz.
Mamá Rosa comprendió que ella también, como Pedrillo, estaba muriéndose. Y que iba a caer de nuevo, sobre el suelo. “Virgen de los Dolores, ayúdame”. El pecho se le rompió en sollozos. Otra vez sonaban los latigazos. “Miserables, miserables, debían matarlo más bien”. Y Mamá Rosa recordó entonces que allí, debajo de la cama, estaba el otro fusil de Pedrillo. Sí. La Virgen de los Dolores la había oído.
El primer disparo hizo un impacto imperfecto y levantó un trozo de corteza del árbol. Pero el segundo penetró en la carne martirizada y sangrante de la espalda, ahuyentando para siempre el dolor y la vida. Mamá Rosa se desplomó sobre el piso con el fusil entre las manos. Ahí quedaba con la cabeza sobre la tierra. Una cabeza como para un cuadro, con su mata de pelo negro, partida en dos.

sábado, 14 de diciembre de 2024

Libro del desasosiego. (Fragmento 237). Fernando Pessoa.

Cuando era niño recogía los carretes. Los amaba con amor doloroso –qué bien lo recuerdo- porque por no ser reales sentía por ellos una inmensa compasión…
¡Qué alegría la mía cuando un día conseguí tener en mis manos unas piezas de ajedrez! Les puse enseguida nombre a las figuras y pasaron a pertenecer a mi mundo de sueños.
Esas figuras se definían nítidamente. Tenían vidas distintas.
Uno -cuyo carácter yo había decretado violento y sportsman- vivía en una caja que estaba encima de mi cómoda, por donde paseaba por la tarde cuando yo, y después él, regresábamos del colegio, un tranvía de interiores de cajas de cerillas de madera ligadas entre sí por no sé qué sistema de alambre. Él saltaba siempre con el tranvía en marcha. ¡Ay, infancia mía muerta! ¡Su cadáver siempre vivo en mi pecho! Cuando recuerdo estos juguetes míos de niño ya crecido, una sensación de lágrimas me enciende los ojos y una saudade aguda e inútil me corroe como un remordimiento. Todo aquello pasó, quedó hirsuto y visible, visualizable en mi pasado, en mi perpetua idea de mi cuarto de entonces, en torno a mi persona invisualizable de niño, vista desde dentro, que iba de la cómoda al tocador, y del tocador a la cama, conduciendo por el aire, imaginándolo parte de una línea de transportes, el tranvía rudimentario que llevaba a casa a mis escolares de madera ridículos.
A unos les atribuía vicios -tabaco, robo-, pero no soy de índole sexual y no les atribuía actos, salvo, creo, una predilección, que me parecía cosa de broma, de besar a las chicas y mirarles las piernas. Les hacía fumar papel enrollado detrás de una caja grande que había encima de una maleta. A veces aparecía por allí un profesor. Y con toda la emoción suya, y que yo me veía obligado a sentir, colocaba enseguida el falso cigarrillo y ponía al fumador mirándolo con curiosidad tirado allá en la esquina, esperando al profesor y saludándolo, no recuero bien cómo, a su inevitable paso… A veces estaban lejos el uno del otro, y yo no podía maniobrar con un brazo a uno y al otro con el otro. Tenía que hacerlos andar alternativamente. Aquello me dolía como hoy me duele no poder dar expresión a una vida… ¿Pero por qué recuerdo esto? ¿Por qué no seguí siendo siempre un niño? ¿Por qué no me morí allí, en uno de esos momentos, preso de las astucias de mis escolares y de la llegada como que inesperada de mis profesores? Hoy no puedo hacer eso… Hoy sólo tengo la realidad, con la que no puedo jugar… ¡Pobre niño exiliado en su virilidad! ¿Por qué razón tuve que crecer?
Hoy, cuando me acuerdo de todo eso, me inundan saudades de más cosas que todo eso. Murió en mí mucho más que mi pasado.

Libro del desasosiego, 1982.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Documento de muerte. Gabriel Jiménez Emán.

Recuerdo muy bien el día de mi muerte. Todos estaban tristes por lo trágico del accidente: mi automóvil pierde los frenos y da de lleno contra un camión.
Yo fui a verme en la urna. Era algo realmente horrendo observarse ahí dentro sin poder hacer nada para escapar. Créanme que sentí náuseas y el estómago se me anudó. Desde entonces no he podido dormir y cada día me siento peor.
Prometo firmemente que la próxima vez que me muera no iré a verme, pues se termina por no saber nada acerca de la muerte; y si se está muerto, por lo menos tiene uno el derecho de saberlo. 

domingo, 8 de diciembre de 2024

La última pregunta. Isaac Asimov.

La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera: Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso - kilómetros y kilómetros de rostro - de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.
Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.
Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia había una cantidad limitada de ambos.
Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.
La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación - de un kilómetro y medio de diámetro - que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.
Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks satisfechos y perezozos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.
Se habían llevado una botella, y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.
- Es asombroso, cuando uno lo piensa -dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior.- Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis.
Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.
Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.
- No para siempre -dijo.
- Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.
- Entonces no es para siempre.
- Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?
Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse de que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.
- Veinte mil millones de años no es "para siempre".
- Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?
- También la superarán el carbón y el uranio.
- De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.
- No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.
- Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros -dijo Adell, malhumorado-. Se portó muy bien.
- ¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años, pero ... y luego? - Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro.- Y no me digas que nos conectaremos con otro Sol.
Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente.
Descansaron.
De pronto Lupov abrió los ojos.
- Piensas que nos conectaremos con otro Sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?
- No estoy pensando nada.
- Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ese es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.
- Entiendo -dijo Adell-. No grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.
- Por supuesto -murmuró Lupov-. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, los gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.
- Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía -dijo Adell, tocado en su amor propio.
- ¡Qué vas a saber!
- Sé tanto como tú.
- Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.
- Muy bien. ¿Quién dice que no?
- Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste "para siempre".
Esa vez le tocó a Adell oponerse.
- Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.
- Nunca.
- ¿Por qué no? Algún día.
- Nunca.
- Pregúntale a Multivac.
- Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.
Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto:
¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aun después que haya muerto de viejo? O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del universo?
Multivac enmudeció. Los lentos resplandores cesaron, los clicks distantes de los transmisores terminaron.
Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron cinco palabras impresas:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
- No hay respuesta -murmuró Lupov. Salieron apresuradamente. A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.
 
Jerrod, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla visora mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.
- Es X-23 - dijo Jerrod con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos.
Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:
- Hemos llegado a X-23 ... hemos llegado a X-23 ... hemos llegado a X-23 ... hemos llegado ...
- Tranquilas, niñas -dijo rápidamente Jerrodine-. ¿Estás seguro, Jerrod?
- ¿De qué hay que estar seguro? -preguntó Jerrod, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo. Tenía la misma longitud que la nave.
Jerrod sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que sellamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
Jerrod y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave.
Cierta vez alguien le había dicho a Jerrod, que el "ac" al final de
"Microvac" quería decir "computadora analógica" en inglés antiguo, pero
estaba a punto de olvidar incluso eso.
Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.
- No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.
- ¿Por qué, caramba? -preguntó Jerrod-. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado. -Luego agregó, después de una pausa reflexiva:
- Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado los viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.
- Lo sé, lo sé -respondió Jerrodine con tristeza.
Jerrodette I dijo de inmediato:
- Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.
- Eso creo yo también -repuso Jerrod, desordenándole el pelo.
Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrod estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados.
Sólo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar sólo la mitad del espacio disponible.
Jerrod se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como una AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje interespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.
- Tantas estrellas, tantos planetas -suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos-. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.
- No siempre -respondió Jerrod, con una sonrisa-. Todo eso terminará algún día, pero no antes de que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.
- ¿Qué es la entropía, papá? -preguntó Jerrodette II con voz aguda.
- Entropía, querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de desgaste del universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot walkie-talkie, ¿recuerdas?
- ¿No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?
- Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.
Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.
- No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.
- Mira lo que has hecho -susurró Jerrodine exasperada.
- ¿Cómo podía saber que iba a asustarla? -respondió Jerrod también en un susurro.
- Pregúntale a la Microvac -gimió Jerrodette I-. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
- Vamos -dijo Jerrodine-. Con eso se tranquilizarán. -(Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también.)
Jerrod se encogió de hombros.
- Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.
Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:
- Imprimir la respuesta.
Jerrod retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:
- Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen.
Jerrodine dijo:
- Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar.
Jerrod leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba exactamente delante.
 
VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:
- No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?
MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.
- Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.
Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas esbeltas.
- Sin embargo -dijo VJ-23X- me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
- Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.
VJ-23X suspiró.
- El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.
- Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito.
¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años ...
VJ-23X lo interrumpió.
- Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.
- Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La Galáctica AC nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras soluciones.
- Sin embargo, no creo que desees abandonar la vida.
- En absoluto -saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato-: No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?
- Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
- Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene la galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué? VJ-23X dijo:
- Como problema paralelo está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.
- Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de
energía solar por año.
- La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, nuestra propia galaxia sola gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.
- De acuerdo, pero aun con una eficiencia de un cien por ciento, sólo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.
- Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.
- ¿O con calor disipado? -preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.
- Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a Galáctica AC.
VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.
- No me faltan ganas -dijo-. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.
Miró sombríamente su pequeño contacto AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran Galáctica AC que servía a toda la humanidad y, a su vez era parte integral suya.
MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver a Galáctica AC. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de submesones ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la Galáctica AC tenía mil diez metros de ancho.
Repentinamente MQ-17J preguntó a su contacto AC:
- ¿Es posible revertir la entropía?
VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:
- Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.
- ¿Por qué no?
- Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.
- ¿Hay árboles en tu mundo? -preguntó MQ-17J.
El sonido de la Galáctica AC los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en el contacto AC en el escritorio.
Dijo:
DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
VJ-23X dijo:
- ¡Ves!
Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.
 
La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad ... una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.
¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero, ¿qué importaba? Había poco lugar en el universo para nuevos individuos.
Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.
- Soy Zee Prime. ¿Y tú?
- Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?
- Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?
- Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?
- Porque todas las galaxias son iguales.
- No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.
Zee Prime dijo:
- ¿En cuál?
- No sabría decirte. La Universal AC debe de estar enterada.
- ¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.
Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.
Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:
- ¡Universal AC! ¿En qué galaxia se originó el hombre?
La Universal AC oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la Universal AC se mantenía independiente.
Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la Universal AC, y sólo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.
- ¿Pero cómo puede ser eso toda la Universal AC? -había preguntado Zee Prime.
- La mayor parte -fue la respuesta- está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.
Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día -y eso Zee Prime lo sabía- en que algún hombre tuvo parte en construir la Universal AC. Cada Universal AC diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.
La Universal AC interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.
Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro:
ESTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.
Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:
- ¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
La Universal AC respondió:
LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.
- ¿Los hombres que la habitaban murieron? -preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.
La Universal AC respondió: COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FISICOS FUE FUE CONSTRUIDO A TIEMPO.
- Sí, por supuesto -dijo Zee Prime, pero aun así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos. No quería volver a verla.
Dee Sub Wun dijo:
- ¿Qué sucede?
- Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.
- Todas deben morir. ¿Por qué no?
- Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.
- Llevará billones de años.
- No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años.
¡Universal AC! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran? Dee Sub Wun dijo, divertido:
- ¿Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.
Y la Universal AC respondió:
TODAVIA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.
Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.
 
El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.
El Hombre dijo:
- El Universo está muriendo.
El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.
Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también éstas llegarían a su fin:
El Hombre dijo:
- Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la Cósmica AC, la energía que todavía queda en todo el universo, puede durar billones de años. Pero aun así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente. El Hombre dijo:
- ¿Es posible revertir la entropía? Preguntémosle a la Cósmica AC. La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía un sentido comprensible para el Hombre.
- Cósmica AC -dijo el Hombre- ¿cómo puede revertirse la entropía?
La Cósmica AC dijo:
LOS DATOS SON TODAVIA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
El Hombre ordenó:
- Recoge datos adicionales.
La Cósmica AC dijo:
LO HARE. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO.
MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA.
TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
- ¿Llegará el momento -preguntó el Hombre- en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?
La Cósmica AC dijo:
NINGUN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.
El Hombre preguntó:
- ¿Cuándo tendrás suficientes datos para responder a la pregunta?
La Cósmica AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVIA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
- ¿Seguirás trabajando en esto? -preguntó el Hombre.
La Cósmica AC respondió:
SI.
El Hombre dijo:
- Esperaremos.
Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste. Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia.
La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que sólo incluía la borra de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.
El Hombre dijo:
- AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?
AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVIA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
La última mente del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el hiperespacio.
La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.
Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.
Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.
Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones. Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.
Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía. Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar la respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta -por demostración- se ocuparía de eso también.
Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de
hacerlo. Cuidadosamente, AC organizó el programa.
La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en ese momento era el Caos. Debía hacerse paso a paso.
Y AC dijo:
¡HAGASE LA LUZ!
Y la luz se hizo ...