jueves, 10 de julio de 2025

2518. Asun Gárate Iguarán.

Algunas noches –cuando en la tele no ponen nada interesante y hace calor y hay luna llena– mi mujer y yo copulamos. O, como le gusta decir a ella, hacemos el amor. Tiene un corazón de los de antes y se refiere a ciertas cosas como si no hubieran dejado de existir, así le duele menos su ausencia. Trabaja en la Universidad dando clases de Historia de los siglos XX, XXI y XXII, y cree que entonces el mundo era un lugar mejor. Además del amor, lamenta sobre todo la extinción de los poetas, los bailes folclóricos y las ballenas. En cambio, yo, que tengo el corazón transgénico y carezco de sentimientos, lo que recuperaría de aquellos tiempos sería el fútbol. Pelé, Maradona, Messi, qué hombres, lástima que las técnicas de criogenización se desarrollasen después.
Ayer, tras la cópula, salimos a pasear. La temperatura nocturna alcanzaba tantos grados que de no ser sintética nuestra piel, nos habríamos deshidratado de inmediato. Fuimos hasta el parque de sicomoros. Por suerte, ningún cuerpo colgaba de las ramas. Sentados en un banco, a la luz de la luna, ella me confesó que se sentía muy sola y quería adoptar un dogcat. Se echó a llorar y lloró dieciséis minutos. A veces no la entiendo.

martes, 8 de julio de 2025

Un hombre va al casino. Susanne Noltenius.

La mujer de Daniel ha llorado en silencio durante la madrugada. Acomodó el sillón de cuero verde junto a la cama de la niña, se acurrucó sobre él y tomó el brazo de su hija, muy cerca de donde el catéter la invade. El pequeño cuerpo descansa luego de batallar tres días contra fiebres y convulsiones. El pitido del monitor acompaña el movimiento del pecho en cada respiración, como una doble prueba de vida. Anoche el doctor, un hombre canoso, de voz firme y piel arrugada como una pasa, anunció el éxito de las transfusiones y aseguró que la crisis, la peor hasta ahora, se ha controlado. Pronunció “éxito” y las arterias de Daniel hirvieron. Es una palabra ofensiva, imposible de encajar en su situación, pero ablandó la templanza de su mujer y ella dejó que las lágrimas fluyesen. 
Él no llora ni protesta. Tampoco ha dormido. No entiende esta extraña enfermedad, pero la combatirá con todas sus fuerzas. Reemplazaría cada gota de la sangre de su hija con la suya. Se exprimiría para salvarla. Acude a la mejor clínica, a los mejores médicos, al mejor tratamiento posible. Tratamiento es otra palabra cruel que podría dividirse en tratar y mentir. Falsedad. Tiranía. La niña yace lánguida sobre una cama que, en vez de acogerla, la atrapa. Luce tan pálida que las pecas han perdido la tonalidad rojiza sobre el rostro redondeado y también sobre ese brazo que su mujer, dormida al fin, todavía sostiene. 
Sale de la habitación para buscar un café. En el pasadizo encuentra al doctor de piel arrugada. Él repite que la niña está fuera de peligro y que las transfusiones han sido un éxito. Han tenido suerte de encontrar tres donantes compatibles dispuestos al ayuno y las dolorosas inyecciones de proteínas. Daniel quisiera agradecerles, abrazarlos con el corazón, pero las identidades se mantienen en reserva. Es irónico que la esencia de estas personas circule en el cuerpo de su hija, tan cerca del suyo y sean tan inaccesibles a la vez. 
Fuera de peligro no existe para Daniel. No hay ningún lugar a salvo en la realidad frágil que él ha construido para su familia. La enfermedad con la que lidian es apenas una batalla más. Olvida el café. Siente repulsión hacia sí mismo, hacia su cara vista y su cara oculta. Fuma un cigarrillo en la calle y observa su imagen empequeñecida en las ventanas que se oponen al sol. 
—Debo trabajar esta noche —se despide al final de la tarde. 
Hay terror en los ojos de su mujer cuando ella lo mira sin contestar. Se vuelve hacia la niña que ha dormido todo el día. Daniel extraña la voz de su hija, su sonrisa, su mirada. Le toma un pie por encima de las sábanas, lo aprieta, solo un poco, y coloca el perrito de peluche cerca de la pequeña mano. Imagina que será lo primero que palpe al despertar. 
Le hace falta aire, necesita oxígeno, así que decide andar hasta el casino Montecarlo. Apresura los pasos. Observa a las personas que cruzan en sentido contrario: una mujer en un vestido floreado taconea la vereda con zapatos rojos, un hombre alto y moreno con el pelo teñido de rubio arrastra un maletín con ruedas y frunce el ceño como si estuviese molesto, dos muchachos con jeans deshilachados huelen a cigarrillo y ríen con desfuerzo, una pareja mayor se toma las manos. La gente que camina en la misma  dirección le resulta anónima. Los faroles de la avenida se encienden, pero todavía no iluminan. Solo en completa penumbra brilla la luz. Con la oscuridad de la noche llega también una brisa húmeda que se le adhiere en el cuello. 
La imagen en el celular muestra una mujer muy joven, pelirroja y pálida como un fantasma. Le han dicho que se llama Nicole y es hija del dueño del casino. Matarla será la jugada letal en esta guerra de la que nunca planeó ser parte. Se inició en ella por necesidad, siguió después por ambición y ahora ya no puede decidir. Ahora es sólo una marioneta. 
Tampoco Nicole pertenece a la guerra entre su padre y los marionetistas. Exhibe una hilera de dientes perfectos en la foto que Daniel mira una vez más antes de borrarla y entrar al casino, efervescente a esta hora. Los colores, los trajes de fiesta y el murmullo de voces le gritan que él es el enemigo. Bebe un whisky doble. Juega dos rondas de blackjack. Las pierde. El alcohol no lo anestesia. Nicole camina entre las mesas escoltada por dos hombres fornidos con cables espiralados que cuelgan desde las orejas. El vestido color turquesa sobre la piel blanca la convierte en un punto demasiado visible. 
Todo está arreglado, han dicho los marionetistas, fíjate en esta cara, se llama Nicole. Una mujer. Las víctimas anteriores, solo tres, han sido hombres que podrían haberse defendido si hubiesen sabido quién es él, pero Daniel ha sido discreto y silencioso, como una sombra. Como una identidad reservada. La crueldad, la verdadera y ponzoñosa, avanza sin hacer ruido. 
Todo está arreglado con el croupier de la ruleta: algunos aciertos menores, algunas pérdidas, luego los números ganadores, uno tras otro hasta acumular un millón en cuatro jugadas. Es el pago por el trabajo de esta noche. Impregnado de la música estridente, Daniel actúa la alegría que se espera del premio mayor. Ovaciones, risas, champán. Adrenalina, asco, mi hija enferma. Sonríe, firma papeles y enseña un documento falso, porque así está arreglado. Nicole y su padre se acercan. Daniel sonríe otra vez y registra con disimulo a los hombres de seguridad. Ha pensado en ellos. Ninguno evitará que el veneno actúe en la sangre de la joven varias horas más tarde, demasiado tarde. 
Nicole entrega el cheque con esas manos de uñas brillantes. Huele a flores por encima de los densos olores del casino. Los ojos verdes son aguados, como si estuviesen tristes a pesar de la expresión amable e ingenua, casi infantil. No es bonita, pero emana un aura delicada y, bajo el maquillaje, Daniel distingue constelaciones de pecas. Ambos reciben dos copas idénticas con champán. Uno de los guardaespaldas no despega los ojos de él. Necesita inspirar confianza a Nicole y cuenta que su hija de ocho años también es pelirroja. Ella dibuja un gesto de ternura con el rostro ladeado y confiesa que el día anterior donó sangre para una niña que padece una extraña enfermedad. Fue un proceso incómodo por el ayuno y las inyecciones, cuyas marcas aún exhibe en un hombro. No le permitieron ver a la niña —la sangre pasa por un procedimiento adicional antes de llegar al cuerpo de la paciente—, pero una de las enfermeras dijo que era pelirroja, igual que ella. 
No siente las piernas. Hay un agujero profundo bajo su cuerpo y también dentro de él, como si fuese un caparazón vacío. Tose para no desvanecerse y el champán se derrama sobre la alfombra azul. En un instante el guardaespaldas llega junto a ellos, pero Nicole agita la mano para alejarlo. Daniel se recompone. Pide dos nuevas copas de champán. Las marcas sobre el hombro pálido de la joven son de un rojo intenso, con bordes delineados, como si las hubiesen dibujado con un plumón de punta muy fina. Parecen trazar un camino hacia arriba, hacia el cielo. 
Todo está arreglado, le dijeron. La vida y la muerte están arregladas. También la sangre, la salud, los números de la ruleta, el dinero podrido, las marionetas de circo, el veneno en la copa. ¿Qué es falso y qué es verdadero? Hay demasiada realidad en una convulsión. La felicidad es efímera.  La música y los colores carecen de raíz. Al amanecer, el sol tibio desteje la niebla y, poco a poco, la calle se tiñe de luz. La ciudad se despereza. Los trinos de las aves se alejan en un eco diminuto; los reemplazan motores de autos y timbres de bicicletas. Daniel yace recostado contra el tronco de un árbol a pocos metros de la clínica. No respira. Hay restos de sangre oscura y seca en las orillas de todos los orificios de su cuerpo. 

lunes, 7 de julio de 2025

La otra. Marianne Frenk.

Un día, la señora NTS se vio en el espejo y se asustó. La mujer del espejo no era ella. Era otra mujer. En un momento, se le ocurrió la idea de que podría ser una broma del espejo. Pero la desechó. Corrió a verse en el espejo del hall. Nada. La misma señora. Fue al baño, a la sala, sacó los espejitos de su bolsa. Lo mismo. La misma señora desconocida.
Se sentó, cerró los ojos. Habría querido huir alguna parte, lejos, donde no viera a aquella persona. Pero no. Era más prudente no dejarla sola. Observarla.
Se puso a reflexionar. ¿Quién podía ser esa señora? ¿La que vivió antes de mí en mi departamento? ¿O la que vivirá aquí cuando yo me cambie? ¿La mujer que sería yo si mi mamá se hubiera casado con el primer novio? ¿O, a lo mejor, la mujer que yo habría querido ser? Eché una furtiva mirada al espejo y decidí que eso no. De ninguna manera habría querido ser esa señora.
Después de meditar mucho tiempo, la señora NTS llegó a la conclusión de que todos los espejos de su casa se equivocaban, como atacados por una enfermedad misteriosa.
Traté de aceptar la situación, no preocuparme ya y simplemente dejar de mirarme en el espejo. Al fin, puede uno vivir muy bien sin verse en el espejo, ¿no crees? Guardé los espejitos —para tiempos mejores— y tapé los grandes.
Un día, cuando me estaba peinando por costumbre delante de la luna de mi ropero, de pronto se cae el trapo. Me está mirando la otra, la desconocida.
¿Desconocida? Me parece que ya no tanto. La contemplo durante unos largos minutos. Empiezo a encontrarle cierto aire de familia. Tal vez la dama esa comprende mi situación y, por pura bondad, trata de adaptarse a mí, a mi imagen, que durante tanto tiempo ha habitado mis espejos.
Desde entonces, me veo en el espejo todos los días, a toda hora. La otra, no hay ninguna duda, cada vez se parece más a mí.
¿O yo a ella?

domingo, 6 de julio de 2025

Una mirada inconfundible. Juan Gómez Jurado.

Es la tercera vez que la veo esta semana. Primero fue en la cola del supermercado, donde ella no dejaba de mirar hacia la puerta. Ayer, en el rellano de la escalera, donde la vi estremecerse de miedo cuando escuchó mis pasos tras ella. Esta misma mañana, cuando llegó el del gas a mirar los contadores y ella no abrió hasta que yo lo hice.
Tiene miedo. No confía en ningún hombre. Tampoco en sí misma, no cree que pueda ser feliz de nuevo. No confía en mí, por supuesto. Lo noto en cómo su mirada resbala y se desploma cuando se cruza con la mía.
Sé por lo que está pasando. Sé qué clase de persona es. El dolor es una manta cálida que protege contra la incertidumbre de un universo infinito. Por eso la atrapó un hijo de la gran puta. Por eso ella quiso que la atrapase. Porque creía que nunca sería feliz de otra forma. Y de pronto un día dijo basta. No sé qué le hizo cambiar. No sé de dónde sacó las fuerzas. Lo que sé es que le están fallando. La siento al otro lado de la pared, mirando el móvil que no para de sonar. Porque él no deja de llamarla. A cualquier hora del día o de la noche. Ayer conté más de treinta veces. Ella no descuelga el teléfono nunca. Pero sé que necesita cogerlo. Que se siente sola, llena de miedo.
Antes o después, cederá. Si no, habría cambiado de teléfono. Habría bloqueado su número y le habría denunciado. Pero no lo ha hecho. Así que cederá, cuando la ansiedad y la incertidumbre, cuando la soledad y el miedo puedan con ella. Mejor una bofetada que vivir mirando por encima del hombro a ver si me pilla. Mejor un diente roto que un cuchillo en las tripas. Mejor vivir bajo su pie, asfixiada, que aquí fuera, donde el exceso de aire me aterroriza.
Cederá. Esta noche, como muy tarde. Reconozco los síntomas. Cada vez tarda más en silenciar el móvil. Está a punto de contestar. Y cuando vuelva a escuchar su voz, todo empezará de nuevo.
Por eso me levanto y llamo a su timbre. Le digo quién soy a través de la puerta. Cuando abre, con la cadena puesta, le enseño las marcas en los brazos donde él me apagaba los cigarros. Le muestro cómo mi mandíbula no termina de encajar bien desde que él me la rompió. Le digo que todo eso pasó hace mucho tiempo. Que logré dejarlo atrás y ser feliz. Que puedo contarle cómo.
Ella cierra la puerta, sin responder. Es demasiado tarde. La he perdido, he fracasado.
Entonces oigo correrse la cadena, veo abrirse la puerta y sé que un hijo de la gran puta dormirá solo esta noche.

sábado, 5 de julio de 2025

El pantano de la luna. H. P. Lovecraft.

Denys Barry se ha esfumado en alguna parte, en alguna región espantosa y remota de la que nada sé. Estaba con él la última noche que pasó entre los hombres, y escuché sus gritos cuando el ser lo atacó; pero, ni todos los campesinos y policías del condado de Meath pudieron encontrarlo, ni a él ni a los otros, aunque los buscaron por todas partes. Y ahora me estremezco cuando oigo croar a las ranas en los pantanos o veo la luna en lugares solitarios.
Había intimado con Denys Barry en Estados Unidos, donde éste se había hecho rico, y lo felicité cuando recompró el viejo castillo junto al pantano, en el somnoliento Kilderry. De Kilderry procedía su padre, y allí era donde quería disfrutar de su riqueza, entre parajes ancestrales. Los de su estirpe antaño se enseñoreaban sobre Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero aquellos días ya resultaban remotos, así que durante generaciones el castillo había permanecido vacío y arruinado. Tras volver a Irlanda, Barry me escribía a menudo contándome cómo, mediante sus cuidados, el castillo gris veía alzarse una torre tras otra sobre sus restaurados muros, tal como se alzaran ya tantos siglos antes, y cómo los campesinos lo bendecían por devolver los antiguos días con su oro de ultramar. Pero después surgieron problemas y los campesinos dejaron de bendecirlo y lo rehuyeron como a una maldición. Y entonces me envió una carta pidiéndome que lo visitase, ya que se había quedado solo en el castillo, sin nadie con quien hablar fuera de los nuevos criados y peones contratados en el norte.
La fuente de todos los problemas era la ciénaga, según me contó Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en el ocaso veraniego, mientras el oro de los cielos iluminaba el verde de las colinas y arboledas y el azul de la ciénaga, donde, sobre un lejano islote, unas extrañas ruinas antiguas resplandecían de forma espectral. El crepúsculo resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían puesto en guardia y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me estremecí al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El coche de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no pasa por Kilderry. Los aldeanos habían esquivado al coche y su conductor, que procedía del norte, pero a mí me habían susurrado cosas, empalideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me contó por qué.
Los campesinos habían abandonado Kilderry porque Denys Barry iba a desecar la gran ciénaga. A pesar de su gran amor por Irlanda, Estados Unidos no lo había dejado intacto y odiaba ver abandonada la amplia y hermosa extensión de la que podía extraer turba y desecar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no lograron conmoverlo y se burló cuando los aldeanos primero rehusaron ayudarle y más tarde, viéndolo decidido, lo maldijeron marchándose a Ballylough con sus escasas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando los criados lo abandonaron también los reemplazó. Pero Barry se encontraba solo entre forasteros, así que me pidió que lo visitara.
Cuando supe qué temores habían expulsado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales miedos eran de la clase más indeterminada, estrafalaria y absurda. Tenían que ver con alguna absurda leyenda tocante a la ciénaga, y con un espantoso espíritu guardián que habitaba las extrañas ruinas antiguas del lejano islote que divisara al ocaso. Cuentos de luces danzantes en la penumbra lunar y vientos helados que soplaban cuando la noche era cálida; de fantasmas blancos merodeando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra sumergida bajo la superficie pantanosa. Pero descollando sobre todas esas locas fantasías, única en ser unánimemente repetida, estaba el que la maldición caería sobre quien osase tocar o drenar el inmenso pantano rojizo. Había secretos, decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde que la plaga exterminase a los hijos de Partholan, en los fabulosos años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos retoños de los griegos fueron todos enterrados en Tallaght, pero los viejos de Kilderry hablan de una ciudad protegida por su diosa de la luna tutelar, así como de los montes boscosos que la ampararon cuando los hombres de Nemed llegaron de Escitia con sus treinta barcos.
Tales eran los absurdos cuentos que habían conducido a los aldeanos al abandono de Kilderry, y al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles atención. Sentía, no obstante, gran interés por las antigüedades, y estaba dispuesto a explorar a fondo el pantano en cuanto lo desecasen. Había ido con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque evidentemente muy antiguas y su estilo guardaba muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado deteriorado para ofrecer una idea de su época de gloria. Ahora se estaba a punto de comenzar los trabajos de drenaje, y los trabajadores del norte pronto despojarían a la ciénaga prohibida del musgo verde y del brezo rojo, y aniquilarían los pequeños regatos sembrados de conchas y los tranquilos estanques azules bordeados de juncos.
Me sentí muy somnoliento cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado fatigoso y mi anfitrión había estado hablando hasta bien entrada la noche. Un criado me condujo a mi alcoba, que se hallaba en una torre lejana, dominando la aldea y la llanura que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que, a la luz lunar, pude ver desde la ventana las silenciosas moradas abandonadas por los campesinos, y que ahora alojaban a los trabajadores del norte, y también columbré la iglesia parroquial con su antiguo capitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las remotas ruinas antiguas, resplandeciendo de forma blanca y espectral sobre el islote. Al tumbarme, creí escuchar débiles sonidos en la distancia, sones extraños y medio musicales que me provocaron una rara excitación que tiñeron mis sueños. Pero la mañana siguiente, al despertar, sentí que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve resultaban más maravillosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Influida por la leyenda que me había contado Barry, mi mente había merodeado en sueños en torno a una imponente ciudad, ubicada en un valle verde cuyas calles y estatuas de mármol, villas y templos, frisos e inscripciones, evocaban de diversas maneras la gloria de Grecia. Cuando compartí ese sueño con Barry, nos echamos a reír juntos; pero yo me reía más, porque él se sentía perplejo ante la actitud de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando de una forma muy lenta y aturdidos, actuando como si no hubieran descansado, aun cuando se habían acostado temprano la noche antes.
Esa mañana y tarde deambulé a solas por la aldea bañada por el sol, hablando aquí y allá con los fatigados trabajadores, ya que Barry estaba ocupado con los planes finales para comenzar su trabajo de desecación. Los peones no estaban tan contentos como debieran, ya que la mayoría parecía desasosegada por culpa de algún sueño, aunque intentaban en vano recordarlo. Les conté el mío, pero no se interesaron por él hasta que no mencioné los extraños sonidos que creí oír. Entonces me miraron de forma rara y dijeron que ellos también creían recordar sonidos extraños.
Al anochecer, Barry cenó conmigo y me comunicó que comenzaría el drenaje en dos días. Me alegré, ya que aunque me disgustaba ver el musgo y el brezo y los pequeños regatos y lagos desaparecer, sentía un creciente deseo de posar los ojos sobre los arcaicos secretos que la prieta turba pudiera ocultar. Y esa noche el sonido de resonantes flautas y peristilos de mármol tuvo un final brusco e inquietante, ya que vi caer sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego la espantosa avalancha de las laderas boscosas que cubrieron los cuerpos muertos en las calles y dejaron expuesto tan sólo el templo de Artemisa en lo alto, donde Cleis, la anciana sacerdotisa de la luna, yacía fría y silenciosa con una corona de marfil sobre sus sienes de plata.
He dicho que desperté de repente y alarmado. Por un instante no fui capaz de determinar si me encontraba despierto o dormido; pero cuando vi sobre el suelo el helado resplandor lunar y los perfiles de una ventana gótica enrejada, decidí que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces escuché un reloj en algún lejano descansillo de abajo tocando las dos y supe que estaba despierto. Pero aún me llegaba el monótono toque de flauta a lo lejos; aires extraños, salvajes, que me hacían pensar en alguna danza de faunos en el remoto Menalo. No me dejaba dormir y me levanté impaciente, recorriendo la estancia. Sólo por casualidad llegué a la ventana norte y oteé la silenciosa aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería mirar, ya que lo que deseaba era dormir; pero las flautas me atormentaban y tenía que hacer o mirar algo. ¿Cómo sospechar lo que estaba a punto de contemplar?
Allí, a la luz de la luna que fluía sobre el espacioso llano, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal, habiéndolo presenciado, podría nunca olvidar. Al son de flautas de caña que despertaban ecos sobre la ciénaga, se deslizaba silenciosa y espeluznantemente una multitud entremezclada de oscilantes figuras, acometiendo una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar en honor a Deméter en los viejos días, bajo la luna de cosecha, junto a Ciane. La amplia llanura, la dorada luz lunar, las siluetas bailando entre las sombras y, ante todo, el estridente y monótono son de flautas producían un efecto que casi me paralizó, aunque a pesar de mi miedo noté que la mitad de aquellos danzarines incansables y maquinales eran los peones que yo había creído dormidos, mientras que la otra mitad eran extraños seres blancos y aéreos, de naturaleza medio indeterminada, que sin embargo sugerían meditabundas y pálidas náyades de las amenazadas fuentes de la ciénaga. No sé cuánto estuve contemplando esa visión desde la ventana del solitario torreón antes de derrumbarme bruscamente en un desmayo sin sueños del que me sacó el sol de la mañana, ya alto.
Mi primera intención al despertar fue comunicar a Denys Barry todos mis temores y observaciones, pero en cuanto vi el resplandor del sol a través de la enrejada ventana oriental me convencí de que lo que creía haber visto no era algo real. Soy propenso a extrañas fantasías, aunque no lo bastante débil como para creérmelas, por lo que en esta ocasión me limité a preguntar a los peones, que habían dormido hasta muy tarde y no recordaban nada de la noche anterior salvo brumosos sueños de sones estridentes. Este asunto del espectral toque de flauta me atormentaba de veras y me pregunté si los grillos de otoño habrían llegado antes de tiempo para fastidiar las noches y acosar las visiones de los hombres. Más tarde encontré a Barry en la librería, absorto en los planos para la gran faena que iba a acometer al día siguiente, y por primera vez sentí el roce del mismo miedo que había ahuyentado a los campesinos. Por alguna desconocida razón sentía miedo ante la idea de turbar la antigua ciénaga y sus tenebrosos secretos, e imaginé terribles visiones yaciendo en la negrura bajo las insondables profundidades de la vieja turba. Me parecía locura que se sacase tales secretos a la luz y comencé a desear tener una excusa para abandonar el castillo y la aldea. Fui tan lejos como para mencionar de pasada el tema a Barry, pero no me atreví a proseguir cuando soltó una de sus resonantes risotadas. Así que guardé silencio cuando el sol se hundió llameante sobre las lejanas colinas y Kilderry se cubrió de rojo y oro en medio de un resplandor semejante a un prodigio.
Nunca sabré a ciencia cierta si los sucesos de esa noche fueron realidad o ilusión. En verdad trascienden a cualquier cosa que podamos suponer obra de la naturaleza o el universo, aunque no es posible dar una explicación natural a esas desapariciones que fueron conocidas tras su consumación. Me retiré temprano y lleno de temores, y durante largo tiempo me fue imposible conciliar el sueño en el extraordinario silencio de la noche. Estaba verdaderamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de nueva y no saldría hasta la madrugada. Mientras estaba tumbado pensé en Denys Barry, y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el alba, y me descubrí casi frenético por el impulso de correr en la oscuridad, coger el coche de Barry y conducir enloquecido hacia Ballylough, fuera de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran concretarse en acciones, me había dormido y atisbaba sueños sobre la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras espantosas.
Probablemente fue el agudo son de flautas el que me despertó, aunque no fue eso lo primero que noté al abrir los ojos. Me encontraba tumbado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luna menguante se alzaría, y por tanto yo esperaba ver incidir la luz sobre el muro opuesto, frente a mí; pero no había esperado ver lo que apareció. La luz, efectivamente, iluminaba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Terrible y penetrante resultaba el raudal de roja refulgencia que fluía a través de la ventana gótica, y la estancia entera brillaba envuelta en un fulgor intenso y ultraterreno. Mis acciones inmediatas resultan peculiares para tal situación, pero tan sólo en las fábulas los hombres hacen las cosas de forma dramática y previsible. En vez de mirar hacia la ciénaga, en busca de la fuente de esa nueva luz, aparté los ojos de la ventana, lleno de terror, y me vestí desmañadamente con la aturdida idea de huir. Me recuerdo tomando sombrero y revólver, pero antes de acabar había perdido ambos sin disparar el uno ni calarme el otro. Pasado un tiempo, la fascinación de la roja radiación venció en mí el miedo y me arrastré hasta la ventana oeste, mirando mientras el incesante y enloquecedor toque de flauta gemía y reverberaba a través del castillo y sobre la aldea.
Sobre la ciénaga caía un diluvio de luz ardiente, escarlata y siniestra, que surgía de la extraña y arcaica ruina del lejano islote. No puedo describir el aspecto de esas ruinas... debí estar loco, ya que parecía alzarse majestuosa y pletórica, espléndida y circundada de columnas, y el reflejo de llamas sobre el mármol de la construcción hendía el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chirriaban y los tambores comenzaron a doblar, y mientras yo observaba lleno de espanto y terror creí ver oscuras formas saltarinas que se silueteaban grotescamente contra esa visión de mármol y resplandores. El efecto resultaba titánico -completamente inimaginable- y podría haber estado mirando eternamente de no ser que el sonido de flautas parecía crecer hacia la izquierda. Trémulo por un terror que se entremezclaba de forma extraña con el éxtasis, crucé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse la aldea y el llano que se abría al pie de la ciénaga. Entonces mis ojos se desorbitaron ante un extraordinario prodigio aún más grande, como si no acabase de dar la espalda a una escena que desbordaba la naturaleza, ya que por la llanura espectralmente iluminada de rojo se desplazaba una procesión de seres con formas tales que no podían proceder sino de pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando por los aires, los fantasmas de la ciénaga, ataviados de blanco, iban retirándose lentamente hacia las aguas tranquilas y las ruinas de la isla en fantásticas formaciones que sugerían alguna danza ceremonial y antigua. Sus brazos ondeantes y traslúcidos, al son de los detestables toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con extraordinario ritmo a una multitud de tambaleantes trabajadores que les seguían perrunamente con pasos ciegos e involuntarios, trastabillando como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe pero irresistible. Cuando las náyades llegaban a la ciénaga sin desviarse, una nueva fila de rezagados zigzagueaba tropezando como borrachos, abandonando el castillo por alguna puerta apartada de mi ventana; fueron dando tumbos de ciego por el patio y a través de la parte interpuesta de aldea, y se unieron a la titubeante columna de peones en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados traídos del norte, ya que reconocí la silueta fea y gruesa del cocinero, cuyo absurdo aspecto ahora resultaba sumamente trágico. Las flautas sonaban de forma horrible y volví a escuchar el batir de tambores procedente de las ruinas de la isla. Entonces, silenciosa y graciosamente, las náyades llegaron al agua y se fundieron una tras otra con la antigua ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba desmañadamente tras ellas para acabar desapareciendo en un leve remolino de insalubres burbujas que apenas pude distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el obeso cocinero, desaparecía pesadamente de la vista en el sombrío estanque, las flautas y tambores enmudecieron, y los cegadores rayos de las ruinas se esfumaron al instante, dejando la aldea de la maldición desolada y solitaria bajo los tenues rayos de una luna recién acabada de salir.
Mi estado era ahora el de un indescriptible caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvé sólo merced a un piadoso embotamiento. Creo haber hecho cosas tan ridículas como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfona y Plutón. Todo cuando podía recordar de mis días de estudios clásicos de juventud me acudió a los labios mientras los horrores de la situación despertaban mis supersticiones más arraigadas. Sentía que había presenciado la muerte de toda una aldea y sabía que estaba a solas en el castillo con Denys Barry, cuya audacia había desatado la maldición. Al pensar en él me acometieron nuevos terrores y me desplomé en el suelo, no inconsciente, pero sí físicamente incapacitado. Entonces sentí el helado soplo desde la ventana este, por donde se había alzado la luna, y comencé a escuchar los gritos en el castillo, abajo. Pronto tales gritos habían alcanzado una magnitud y cualidad que no quiero transcribir, y que me hacen enfermar al recordarlos. Todo cuanto puedo decir es que provenían de algo que yo conocí como amigo mío.
En cierto instante, durante ese periodo estremecedor, el viento frío y los gritos debieron hacerme levantar, ya que mi siguiente impresión es la de una enloquecida carrera por la estancia y a través de corredores negros como la tinta y, fuera, cruzando el patio para sumergirme en la espantosa noche. Al alba me descubrieron errando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me enloqueció por completo no fue ninguno de los terrores vistos u oídos antes. Lo que yo musitaba cuando volví lentamente de las sombras eran un par de incidentes acaecidos durante mi huida, incidente de poca monta, pero que me recomen sin cesar cuando estoy solo en ciertos lugares pantanosos o a la luz de la luna.
Mientras huía de ese castillo maldito por el borde de la ciénaga, escuché un nuevo sonido; algo común, aunque no lo había oído antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente bastante despobladas de vida animal, ahora hervían de enormes ranas viscosas que croaban aguda e incesantemente en tonos que desentonaban de forma extraña con su tamaño. Relucían verdes e hinchadas bajo los rayos de luna, y parecían contemplar fijamente la fuente de luz. Yo seguí la mirada de una rana muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder el tino.
Tendido entre las extrañas ruinas antiguas y la luna menguante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de débil y trémulo resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y ascendiendo por ese pálido camino mi mente febril imaginó una sombra leve que se debatía lentamente; una sombra vagamente perfilada que se retorcía como arrastrada por monstruos invisibles. Enloquecido como estaba, encontré en esa espantosa sombra un monstruoso parecido, una caricatura nauseabunda e increíble, una imagen blasfema del que fuera Denys Barry.

jueves, 3 de julio de 2025

Nadie fue ayer. León Felipe.

I
 
Nadie fue ayer,
 
ni va hoy,
 
ni irá mañana
 
hacia Dios
 
por este mismo camino
 
que yo voy.
 
Para cada hombre guarda
 
un rayo nuevo de luz el sol…
 
y un camino virgen
 
Dios.
 
 
II
 
Deshaced ese verso.
 
Quitadle los caireles de la rima,
 
el metro, la cadencia
 
y hasta la idea misma…
 
Aventad las palabras…
 
y si después queda algo todavía,
 
eso será la poesía.
 
 
IV
 
Poesía,
 
tristeza honda y ambición del alma,
 
¡cuándo te darás a todos… a todos,
 
al príncipe y al paria,
 
a todos…
 
sin ritmo y sin palabras.
 
 
IV
 
Sistema, poeta, sistema.
 
Empieza por contar las piedras,
 
luego contarás las estrellas.
 
 
V
 
Poeta,
 
Ni de tu corazón,
 
ni de tu pensamiento,
 
ni del horno divino de Vulcano
 
han salido tus alas.
 
Entre todos los hombres las labraron
 
y entre todos los hombres en los huesos
 
de tus costillas las hincaron.
 
La mano más humilde
 
te ha clavado
 
un ensueño…
 
una pluma de amor en el costado.
 
 
VI
 
No andes errante
 
y busca tu camino…
 
—Dejadme…
 
Ya vendrá un viento fuerte
 
que me lleve a mi sitio.

 

Versos y oraciones de caminante, 1920.

miércoles, 2 de julio de 2025

Persecución. Luis Mateo Díez.

Enciendo un pitillo, miro por la ventana y vuelvo a verle. Tantos años persiguiéndome. Un acoso que se mantiene insoslayable, de la mañana a la noche, como si el perseguidor se confundiese con mi sombra. Saber que es él no me importa, pero estar convencido de que esto puede durar toda la vida, es terrible. Si al menos no vistiera como yo, si no usara mi gabardina y mi sombrero, y abandonase esa costumbre de saludarme cuando le miro.

martes, 1 de julio de 2025

Sud-Exprés. Emilia Pardo Bazán.

Por las campiñas llanas, cultivadas como jardines, salpicadas de quintas blancas con

tejados rojos, bajo un sol tibio y claro, el tren de lujo corría, corría hacia París. Los

labriegos, las hortelanas que guiaban el carricoche atestado de hortalizas, al ver cruzar

el raudo convoy, experimentaban esa impresión peculiar, de envidia respetuosa, que

infunde el espectáculo de lo inaccesible social.

Al través de los altos y claros vidrios se divisaban un momento las mesas del

«restaurant» ocupadas por gente que comía y bebía a placer. Era una visión de

cinematógrafo, desvanecida al punto mismo entre el penacho de humo y perdido en la

distancia; y el hecho vulgar, sencillo, de almorzar así, servidos por camareros correctos,

adquiría ante los espectadores, gracias a la velocidad del tren, a lo instantáneo de la

imagen, una grandiosidad de alta vida, un realce novelesco y aristocrático.

Desde que cruzamos la frontera, yo me había acurrucado en un ángulo del coche-salón,

dejando sobre la mesa fija el libro de amarilla cubierta y el saquito, y observando tras el

velo de gasa gris, con la picante curiosidad de quien se encuentra en terreno

desconocido y fértil, a mis compañeros de algunas horas de viaje. Eran familias

sudamericanas, con racimos de niños atezados, elegantemente ataviados a la última

moda británica; eran señoras solas, perfumadísimas, provocativas en su vestir; eran

señores mayores, atildados, de adinerado aspecto; eran inglesas formales y reservadas,

que se tenían derechas y rechazaban no sé cómo la invasión de la carbonilla, mostrando

limpia la tez, de esmalte rosa, y el pelo, de oro cardado, alisadito. Y eran, por último,

parejas todas miel, que sin importárseles un bledo de la galería, se aislaban en dúos

confidenciales y babosos.

Una de éstas se situó tan cerca de mí, que su cuchicheo, impidiéndome fijarme en lo que

leía, fue causa de que cerrase la novela de Danilewsky y prefiriese ojear la realidad

próxima -sin sospechar que en ella encontraría, en vez de idilio, los elementos de un

drama oscuro-. Al pronto, sin embargo, era el idilio lo que saltaba a los ojos y hasta se

metía por ellos, con insolencias de felicidad legítima y con niñerías propias de la eterna

casa de locos de amor.

Mis dos recién casados -por tales los tuve- no quisieron almorzar en el restaurant. Yo

tampoco: el traqueteo del tren me molestaba. Las razones que a ellos les imponía el

retraimiento eran, sin duda, de muy distinto género; buscaban la soledad para su

refacción íntima. Lo comprendía al verles trocar una exclamación de alegría cuando el

departamento se vació casi del todo, y un movimiento de impaciencia en la mujer -

acentuado hasta el despecho- al notar que yo no me movía de mi sitio. Como no era

posible echarme de allí, acabaron por resignarse y aparentaron olvidar mi presencia.

Bajaron de la red el ligero cestito-fiambrera y se dispusieron a almorzar.

Ella, rubia, esbelta -con esa ondulosa y mórbida esbeltez de las parisienses-, vestida de

paño flexible, cenizoso, tocada con un sombrerón del cual se escapaban inquietas dos

alas blancas de ave, extendió la servilleta sobre las rodillas de él -joven, moreno, de una

palidez biliosa, algo cejijunto-, en aquel momento sonriente y bien dispuesto ante la

perspectiva de la comidita de colegiales. Y fueron saliendo de la fiambrera envoltorios

pulcros -emparedados de hígado gordo, rosadas lonchas de jamón de york, tersas

pechugas de gallina, pasteles menudos de esos que contienen un «bocado», una ostra

envuelta en blanda bechamela-. A cada manjar que aparecía, exclamaciones de lisonjera

sorpresa del marido, risitas orgullosas de la mujer.

-En todo piensas... Qué previsión... Es un banquete...

Y ella se hacía la misteriosa.

-Verás, aguárdate...

Una media botella de Burdeos, otra de agua mineral, vasos de plata relucientes, el

descorchador. Nada faltaba allí. Juntando las rodillas para aprovechar la servilleta -y,

era de suponer, para sentirse en contacto cariñoso-, la pareja empezó a despachar su

almuerzo. Digo despachar, y digo mal: a saborear, lentamente, con delicadeza, con

golosina y preocupándose cada cual, no del propio apetito, sino del ajeno.

-Otro «bocado»... ¿No te gusta el jamón? Te voy a poner vino...

Y risas y comentarios a cada incidente, al temblar del líquido en el vaso, al oscilar de

los reducidos platos de porcelana cuando el tren aceleraba su marcha rapidísima...

Sin cesar de observarlos al soslayo, mi atención, involuntariamente excitada, se

concentró en una circunstancia que me pareció singular. «Ella», con diferentes

pretextos, se levantaba dos o tres veces, y aproximándose a la puerta de comunicación,

echaba una ojeada al departamento próximo, donde quedaba un solo viajero que,

arrinconado, dormía o fingía dormir. La gorra a cuadros, echada sobre la cara, la cubría

a medias; pero se veía la barba castaña, bien recortada, y la boca juvenil, de labios

salientes y gruesos. Siempre que «ella» realizaba esta maniobra, el «otro» -llamémosle

así- abría los ojos y una fulguración viva lucía bajo la visera de la gorra. ¿Efecto de mi

vista miope? ¿Efectos de la imaginación? Hubiese jurado que era verdad...

Y si lo era, ¿qué significaba el idilio del almuerzo? Porque ahora, en el momento de los

postres, se acentuaba el carácter idílico, y justamente cuando, ya en guardia, miraba yo

alternativamente al solitario del departamento próximo y a la pareja, ésta picaba un

dorado gajo de chasselas que «ella» tenía suspenso en el aire. Picaban con los dedos, y

no sé si con los labios, entre sofocadas exclamaciones y júbilo y chanzas a media voz.

La cajita de cartón atestada de marrones encorazados como guerreros de la Edad Media,

de punta en blanco con su armadura de plata, fue saqueada entre monadas,

ofrecimientos mimosos, partijas a la mitad de un marrón y otras tonterías que no

dejaban lugar a la duda... Aunque yo hubiese pensado un instante si se trataría de dos

hermanos, los postres me desengañaron plenamente. No, aquello no era fraternidad...

En lo mejor de los postres estaban; todavía un envoltorio, de dulces o de fruta, no había

sido desenvuelto, cuando «ella» dio señales de inquietud.

-Mi saco... Mi saco de cuero de Rusia... ¿Dónde podré haberlo dejado?

-¿Quieres que mire? -indicó él, solícito.

-Te lo agradecería... Debe de estar hacia allá, en la rejilla del sleeping...

Levantose «él», y yo sentí una impresión casi de terror ante tanta osadía, pues aquel

saco de cuero de Rusia, con remates de níquel, se lo había visto deslizar a «ella», antes

de abrir la cestita de los víveres, bajo el asiento, disimuladamente... No tuve tiempo, por

otra parte, de discurrir acerca de contradicción tan extraña, porque «ella», hasta sin

aguardar a que el engañado transpusiese el pasillo que une a los coches-salón, se lanzó

en sentido opuesto, hacia el departamento inmediato; y como el de la gorra acababa de

incorporarse, encontráronse a medio camino, y cayeron el uno en brazos del otro con

ímpetu y abandono tales, que se diría que en lugar de abrazarse se fundían e

incrustaban, y para separarlos habría que emplear el hacha y el cuchillo.

¿Duró mucho el terrible y peligroso abrazo? Tal vez un segundo, tal vez cinco minutos

o más... No respiraban, no daban la menor señal de inquietud, y yo, en cambio, sentía un

miedo ridículo; mi corazón saltaba, mis ojos no se apartaban del lugar por donde podía

presentarse el traicionado, después de buscar infructuosamente el saco de cuero...

Al fin se desenlazaron. Respiré... Ella pasó a mi lado, bajando los ojos, y desde su

asiento me echó una mirada indescriptible, de súplica, de angustia, de desesperación. Él

se arrinconó, se cubrió con la visera la cara, aparentó el sueño malhumorado de antes.

Era hora; el otro volvía, hablando de llamar al camarero, de reclamar el saco.

-Perdona -suplicó «ella»-; soy una aturdida; acabo de verlo aquí.

Él no manifestó extrañeza ni descontento. Abrieron pacíficamente el intacto paquetito, y

se repartieron los albérchigos de Montreui, una delicia de maduros...

Y en todo el camino no volvió a suceder nada de particular, nada absolutamente. La

pareja no se separó: leyeron periódicos, dormitaron, charlaron con afecto boca a boca;

por la tarde comieron juntos en el restaurant.

Cuando nos bajamos en la estación y nos dispersamos y los vi desaparecer cogidos del

brazo -tras el mozo que cargaba el saquito de cuero de Rusia, las mantas y la fiambrera-,

discurrí si habría soñado...