LOS OJOS ROJOS.
Odio conducir. Y mucho más cuando
es una noche como aquella, de lluvia, de tráfico intenso y de frío. Odio los
frenazos, los bocinazos de la gente, cuerpos que se te cruzan, que saltan al
paso de cebra con paraguas inmensos que no les dejan ver, que no te ven, que se
te meten debajo del coche.
Encima tan cerca de la navidad, con
ese agobio de los últimos días, todo el mundo deseando tenerlo todo preparado,
terminar las últimas compras, con prisas, ansiosos, estresados. Odio las luces
y los villancicos que se te quedan en la cabeza, y te obligan a ir tarareando
la misma cancioncilla como una idiota durante todo el día.
Quise evitar el centro, rodear todo
el bullicio y bajar hacia la avenida por las calles más estrechas. Fue
imposible, porque aún no han terminado las obras del metro y la calle está
cortada, así que no me quedó más remedio que meterme en todo el jaleo. Gran vía
en Navidad, hora punta por la noche, cayendo un aguacero.
Había un accidente. Se veían las
luces de los coches de policía un poco más abajo. Lo que me faltaba. Llevaba
parada allí sin moverme ya más de tres minutos. El parabrisas del coche
empezaba a empañarse, así que bajé un poco la ventanilla. Además iba sentada al
volante con el abrigo y la bufanda, estaba agobiada, necesitaba respirar el
aire frío. Entonces me fijé en el coche de al lado. Negro, grande, con los
cristales tintados.
Siempre voy en el coche escuchando
música y seguía el ritmo de la canción tamborileando con los dedos sobre el
volante. El coche de al lado me ponía nerviosa. No puedo explicar por qué, pero
ya sabía que algo raro pasaba, era como un zumbido, una atracción magnética,
como el sonido que debe desprender un imán. Te obligaba a mirar, aunque no
quisieras.
La ventanilla del coche negro bajó
y pude ver dentro del coche. El conductor me miraba, fue una sensación extraña,
desagradable. Llevaba gafas de sol, de noche, algo extrañísimo, fuera de lugar.
Me sonrió, le sonreí. Entonces se levantó las gafas, solo un poco, y los vi.
Los ojos rojos. Ojos rojos con una pupila diabólica, alargada, en medio. Me
quedé aterrorizada, la sonrisa se me congeló en la cara. Se quitó las gafas del
todo y entonces su sonrisa cambió, ya no era una mueca de los labios, sino una
carcajada con la boca abierta, enseñando los dientes, blancos, casi luminosos,
y puntiagudos. Unos colmillos enormes, terroríficos, pero no tanto como la
lengua, viperina, jugueteando entre los dientes. No pude ni gritar, solo mirar,
tampoco podía dejar de mirar. Esa cara era la encarnación del mal, esa sonrisa
era la muerte, la cosa más espantosa que había visto en mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario