viernes, 31 de enero de 2014

Los ojos rojos. Microrrelato. Eva Sánchez Palomo.



LOS OJOS ROJOS.
Odio conducir. Y mucho más cuando es una noche como aquella, de lluvia, de tráfico intenso y de frío. Odio los frenazos, los bocinazos de la gente, cuerpos que se te cruzan, que saltan al paso de cebra con paraguas inmensos que no les dejan ver, que no te ven, que se te meten debajo del coche.
Encima tan cerca de la navidad, con ese agobio de los últimos días, todo el mundo deseando tenerlo todo preparado, terminar las últimas compras, con prisas, ansiosos, estresados. Odio las luces y los villancicos que se te quedan en la cabeza, y te obligan a ir tarareando la misma cancioncilla como una idiota durante todo el día.
Quise evitar el centro, rodear todo el bullicio y bajar hacia la avenida por las calles más estrechas. Fue imposible, porque aún no han terminado las obras del metro y la calle está cortada, así que no me quedó más remedio que meterme en todo el jaleo. Gran vía en Navidad, hora punta por la noche, cayendo un aguacero.
Había un accidente. Se veían las luces de los coches de policía un poco más abajo. Lo que me faltaba. Llevaba parada allí sin moverme ya más de tres minutos. El parabrisas del coche empezaba a empañarse, así que bajé un poco la ventanilla. Además iba sentada al volante con el abrigo y la bufanda, estaba agobiada, necesitaba respirar el aire frío. Entonces me fijé en el coche de al lado. Negro, grande, con los cristales tintados.
Siempre voy en el coche escuchando música y seguía el ritmo de la canción tamborileando con los dedos sobre el volante. El coche de al lado me ponía nerviosa. No puedo explicar por qué, pero ya sabía que algo raro pasaba, era como un zumbido, una atracción magnética, como el sonido que debe desprender un imán. Te obligaba a mirar, aunque no quisieras.
La ventanilla del coche negro bajó y pude ver dentro del coche. El conductor me miraba, fue una sensación extraña, desagradable. Llevaba gafas de sol, de noche, algo extrañísimo, fuera de lugar. Me sonrió, le sonreí. Entonces se levantó las gafas, solo un poco, y los vi. Los ojos rojos. Ojos rojos con una pupila diabólica, alargada, en medio. Me quedé aterrorizada, la sonrisa se me congeló en la cara. Se quitó las gafas del todo y entonces su sonrisa cambió, ya no era una mueca de los labios, sino una carcajada con la boca abierta, enseñando los dientes, blancos, casi luminosos, y puntiagudos. Unos colmillos enormes, terroríficos, pero no tanto como la lengua, viperina, jugueteando entre los dientes. No pude ni gritar, solo mirar, tampoco podía dejar de mirar. Esa cara era la encarnación del mal, esa sonrisa era la muerte, la cosa más espantosa que había visto en mi vida.
Solo fue un instante, pero juro que lo vi. Los ojos, los colmillos, la lengua. El diablo. Volvió a ponerse las gafas, subió la ventanilla, arrancó y se perdió Gran Vía abajo, entre los demás coches. Yo me quedé inmóvil, paralizada, sin poder reaccionar a los bocinazos nerviosos del coche de detrás.




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