Visitaron Toledo cuando ya habían decidido
separarse. Aún se amaban, pero era como si estuvieran expuestos a las inclemencias
de una estación feroz, y ninguno de ellos pudiera ocuparse más que de su triste
y desolada suerte.
Era su último viaje juntos. Pasearon por
las calles inmóviles y en un momento determinado empezaron a llorar. Unas veces
alternativamente, otras los dos juntos, de forma llamativa e incontenible, como
dos niños que se hubieran perdido, que no se atrevieran a preguntar. Tenían que
ocultarse, que escoger las calles más solitarias para que nadie les viera, y se
pasaron el resto de la tarde huyendo, ocultando su callada desesperación como una
culpa.
A duras penas, en un paréntesis de su
llanto, visitaron la Casa del Greco. Vieron sus cuadros, demorándose ante cada uno
de ellos con la misma dolorida atención que lo habían estado haciendo ante las sucesivas
escenas de su amor. ¡Ah, aquellos colores líquidos, imposibles! ¡Parecían surgir
del lento aluvión de sus lágrimas, de la misma tristeza, de la misma desoladora
estación, la de las lluvias infinitas, la de del tiempo detenido y eterno!
También dentro de la sala parecía llover. La lluvia salpicaba
los cuadros, empapaba las paredes y las alfombras, y ellos caminaban sintiendo el
agua correr bajo sus pies, en medio de aquella multitud silenciosa, como por un
reino de ahogados.La despedida. El amigo de las mujeres. Gustavo Martín Garzo. 1992.
FOTO: Vista y plano de Toledo. El greco. (Museo del Prado, Madrid)
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