Su
madre le ofreció una naranja si hacía aquello que ella quería. La niña
lo hizo con esfuerzo sonriente. Entonces la madre, carcajada soez de
ojos y dientes, se comió la naranja y le tiró a la niña la piel.
La niña cojió la piel y se quedó mirando por la ventana ¿a Dios?
Tenía
atravesada una letra de una palabra nueva en la garganta. Y sus ojos,
como si la dosis de pena de toda su vida se le hubiera subido
anticipadamente a ellos, como si hubieran visto, vivido en un segundo
toda la vida, miraban, plomos, fijos, densos, gastados, como los de una
vieja.
Juan Ramón Jiménez, en Historias y cuentos, Barcelona, Seix-Barral, 1994.
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