El jugador
de póquer pasaba una mala racha. Una vez perdida su última ficha, se vio
obligado a apostar sucesivamente su ropa, objetos personales y la llave de su
flamante Mercedes. Pronto se quedó sin nada que apostar excepto a sí mismo, así
que poco a poco fue arrojando porciones de su cuerpo sobre el tapete: piernas,
estómago, hígado, corazón... Y cuando por fin consiguió una buena mano (cuatro
ases) y arrasó, no pudo recoger sus ganancias: hacía ya rato que había perdido
brazos, manos y cabeza.
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