Con la última guerra
atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la
tierra fue como un desierto calcinado. En cierta región de Oriente sobrevivió
un niño, hijo del piloto de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas
y dormía en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el
horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar por su padre.
Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se
volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño, su horror se
transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su
padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial,
envuelta en fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de
soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese. Entretanto la tierra
se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores; los
árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar el
país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente,
se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido
a los estragos de la guerra atómica.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.
- Eva, -contestó la joven -
¿Y tú?
- Adán.
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