Cuentan que el emperador Oto de Aquisgrán era tan
sumamente perfeccionista, que acometiéndole una vez un ataque agudo de
melancolía profundísima, y decidiendo en medio de tristes delirios acabar con
su vida, tuvo tan extremado cuidado en dejar bien acabados y atados los asuntos
de la Corte, que antes de suicidarse, pasó años y años despachando con sus
consejeros, firmando tratados, y recibiendo en mil audiencias. Hasta el punto
de que al fin todo en orden, el pobre emperador Oto, ya muy anciano y enfermo
desde su lecho de muerte, no recordaba realmente el extraño motivo que le había
tenido toda su vida sumido en aquel delirante y frenético ritmo de trabajo, no
conocido jamás en ninguna corte imperial.
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