— Seguro que sí —respondió el señor K.—. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar enormes cajas para los peces pequeños, y las llenaría de alimentos, tanto vegetales como animales. Se cuidarían de que el agua de las cajas se renovara continuamente y, en general, adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lesionara alguna aleta, en seguida le aplicarían un vendaje para que no se les muriera antes de tiempo. Para que los pececitos no se pusieran tristes, organizarían, de vez en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres son más sabrosos que los tristes. Por supuesto que también habría escuelas en esas grandes cajas. En ellas, los pececitos aprenderían cómo hay que nadar en las fauces de los tiburones. Necesitarían, por ejemplo, cursos de geografía para que pudieran encontrar a los grandes tiburones, que holgazanean tumbados en cualquier sitio. Lo principal sería, claro está, la formación moral de los pececitos. Les enseñarían que no hay nada más hermoso y sublime para un pececito que sacrificarse alegremente, y que todos ellos deberían tener fe en los tiburones, sobre todo cuando éstos les prometieran velar por su felicidad futura. Se inculcaría a los pececillos que ese futuro sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Tendrían que guardarse bien de cualquier propensión baja, materialista, egoísta y marxista, y si veían que en alguno de ellos se manifestaba algunas de estas tendencias, deberían comunicárselo enseguida a los tiburones. Si los tiburones fueran hombres, por supuesto que también harían guerras entre sí para conquistar cajas y pececillos extranjeros. Y enviarían a combatir a sus propios pececillos y les enseñaría que entre ellos y los pececillos de los otros tiburones hay una enorme diferencia. Pregonarían que los pececillos son mudos, como todo el mundo sabe, pero callan en lenguas muy diferentes y por eso les resulta imposible entenderse. A cada pececillo que, en la guerra, matara a unos cuentos pececillos enemigos, de los que callan en otra lengua, le impondrían una pequeña condecoración de algas marinas y le darían el título de héroe. Si los tiburones fueran hombres, también tendrían su arte, naturalmente. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones con gran profusión de colores, y sus fauces como auténticos vergeles en los que se podría retozar deliciosamente. En el fondo del mar, los teatros mostrarían una serie de heroicos y valerosos pececillos nadando con entusiasmo hacia las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, y precedidos por la orquesta, los pececillos se precipitarían, ensoñadores a las fauces de los tiburones, arrullados por los pensamientos más encantadores. También habría una religión si los tiburones fueran hombres. Enseñaría que los pececillos empiezan a vivir realmente en el vientre de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como ahora lo son. Algunos de ellos obtendrían cargos y quedarían por encima de los otros. A los que fueran un poco más grandes se les permitiría comerse a los más pequeños. Esto sería agradable para los tiburones que así podría comerse con más frecuencia bocados mayores. Y los pececillos más grandes, los que tuvieran más cargos, velarían porque reinase el orden entre los más pequeños, y llegarían a ser maestros, oficiales e ingenieros constructores de cajas. En una palabra, sólo surgiría una civilización en los mares si los tiburones fueran hombres.
Historias
del señor Keuner. Bertolt Brecht. 1929-1956.
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