Excelentísimos
señores de la Academia:
Me conceden ustedes
el honor de pedirme que presente a la Academia un informe sobre mi
pasada vida de simio.
En este sentido, por
desgracia, no puedo acceder a su petición. Casi cinco años me
separan de mi estado de simio, tiempo breve, quizás, si se mide con
el calendario, pero infinitamente largo para recorrerlo al galope,
como yo lo he hecho, acompañado a trechos por personas excelentes,
por buenos consejos, aplausos y música de orquesta, pero en el
fondo, solo, pues todo el acompañamiento se quedaba, para seguir con
la imagen, lejos de la barrera. Tal logro hubiera sido imposible si
yo hubiese querido seguir aferrado obstinadamente a mis orígenes, a
mis recuerdos de juventud. Precisamente, la renuncia a toda
obstinación fue el primer deber que me impuse; yo, simio libre, me
sometí a tal yugo. Pero así, por otra parte, los recuerdos me
fueron cada vez más inaccesibles. Si al principio sólo con que los
hombre hubiesen querido, yo hubiera podido elegir el regreso a través
de la gran puerta que forma el cielo sobre la tierra, esa puerta,
según progresaba impetuosamente mi evolución, se fue volviendo cada
vez más baja y angosta. Cada vez me sentía mejor y más arropado en
el mundo de los hombres; la tempestad que aún se agitaba sobre mí,
procedente de mi pasado, se calmó; hoy es sólo una corriente de
aire, que me enfría los talones; y aquel lejano orificio por el que
llega ese aire, y por el que llegué yo en otro tiempo, se ha vuelto
tan pequeño que, si las fuerzas y la voluntad me bastaran para
retroceder hasta allí, tendría que arrancarme la piel a tiras para
poder pasar por él. Hablando con claridad, por más que me guste
emplear imágenes para tales cosas, hablando con claridad: su
simiedad, señores, en la medida en que ustedes hayan pasado por una
experiencia semejante, no puede estar más alejada de ustedes que de
mí la mía. Pero el talón le hace cosquillas a todo aquel que
camina sobre esta tierra: al pequeño chimpancé y al gran Aquiles.
No obstante, en un
sentido muy restringido, tal vez pueda darles la información que me
piden y lo hago, incluso, con muchísimo gusto. Lo primero que
aprendí fue a dar la mano. Dar la mano es signo de sinceridad; si
bien hoy, en el cénit de mi carrera, unas palabras sinceras vienen a
añadirse a ese primer apretón de manos. Aquéllas no aportarán
nada esencialmente nuevo a la Academia y quedarán muy por debajo de
lo que se me ha pedido y de lo que yo, por mucho, que quiera, no
puedo decir: pero en cualquier caso, marcarán las directrices
conforme a las cuales un antiguo simio penetró en el mundo de los
hombres y se estableció en él. No obstante, seguro que yo no podría
decir ni siquiera lo poquito que sigue si no tuviese plena seguridad
en mí mismo y si mi posición en todos los grandes escenarios de
variedades del mundo civilizado no se hubiese consolidado y fuese ya
inconmovible.
Mi lugar de origen
es Costa de Oro. Para saber cómo fui capturado tengo que recurrir a
informes ajenos. Una expedición de caza de la empresa Hagenbeck -con
el guía, por cierto, he vaciado desde entonces más de una botella
de buen tinto- estaba al acecho en la maleza de la orilla cuando, al
caer la tarde, yo me dirigí en medio de una manada hacia el
abrevadero. Dispararon; yo fue el único alcanzado; recibí dos
disparos. Uno en la mejilla; ése fue leve; dejó sin embargo una
gran cicatriz roja, sin pelo, que me valió el sobrenombre odioso de
Pedro el Rojo, totalmente inexacto e inventado a todas luces por un
simio, como si la mancha roja de la mejilla fuese lo único que me
distinguía del tal Pedro, un mono amaestrado que murió no hace
mucho y que gozaba de cierta popularidad. Esto, entre paréntesis.
El segundo disparo
me alcanzó por debajo de la cadera. Ése fue grave, ése tuvo la
culpa de que todavía hoy cojee un poco. Últimamente, en un artículo
de alguno de los miles y miles de botarates que se dedican a hablar
de mí en los periódicos, he leído que mi naturaleza de simio
todavía no ha sido reprimida del todo; que la prueba de ello es que,
cuando tengo visita, me gusta quitarme los pantalones para mostrar el
sitio por donde entró el disparo. A ese tipo habría que arrancarle,
disparo tras disparo, uno por uno los deditos de esa mano con la que
escribe. Yo, yo me quito los pantalones delante de quien me da la
gana, no se encontrará allí otra cosa que una piel bien cuidada y
la cicatriz que dejó un disparo -elijamos aquí, con una finalidad
determinada, una palabra determinada, que sin embargo no debe dar
lugar a malentendidos-, la cicatriz que dejó un disparo criminal.
Todo está a la vista, no hay nada que esconder; cuando se trata de
la verdad, toda persona de elevados sentimientos se despoja de los
más exquisitos modales. Si, en cambio, el tal chupatintas se quitase
los pantalones cuando hay visita, eso, desde luego, tendría un cariz
diferente, y estoy dispuesto a aceptar como prueba de racionalidad el
hecho de que no lo haga. ¡Pero que él, por su parte, no me venga a
mí con exquisiteces!
Después de aquellos
disparos me desperté -y aquí comienzan poco a poco mis propios
recuerdos- en una jaula con cuatro paredes de rejas, eran más bien
solo tres rejas sujetas a un cajón; o sea, el cajón formaba la
cuarta pared de la jaula. El conjunto era demasiado bajo para estar
de pie y demasiado estrecho para sentarse. Por eso yo permanecía de
cuclillas, temblándome constantemente las rodillas dobladas; además,
como al principio seguramente yo no quería ver a nadie y sólo
buscaba la oscuridad, estaba vuelto hacia el cajón, y los barrotes
de la jaula, por detrás, se me clavaban en la carne. Esa forma de
reclusión de los animales salvajes durante los primeros tiempos se
considera ventajosa, y hoy no puedo negar, después de mi
experiencia, que desde una perspectiva humana, así es, en efecto.
Pero en eso yo no
pensaba entonces. Por primea vez en mi vida me encontraba sin salida;
al menos de frente, no la tenía; de frente estaba, delante de mí,
el cajón, con las tablas firmemente unidas unas con otras. Eso sí,
entre las tablas, a todo lo largo, había una abertura que yo, nada
más descubrirla, saludé con el radiante alarido de la falta de
raciocinio, pero aquella abertura no bastaba ni siquiera para meter
el rabo por ella, y no había fuerza simiesca que la hiciera aumentar
de tamaño.
Parece que -eso me
dijeron después- hice inusitadamente poco ruido, de lo que dedujeron
que, o bien iba a morirme pronto o, si conseguía sobrevivir a esa
primera etapa crítica, me dejaría amaestrar muy fácilmente.
Sobreviví a aquella etapa. Sollozar ahogadamente, buscar
dolorosamente pulgas, lamer cansinamente un coco, golpear con la
cabeza la pared del cajón, sacar la lengua cuando alguien se me
acercaba demasiado: tales fueron las primeras actividades de la nueva
vida; pero en todo ello siempre la misma sensación: no hay salida.
Naturalmente, hoy sólo puedo reproducir con palabras humanas lo que
entonces sentí como simio, y, por tanto, lo desvirtúo, pero aunque
ya no pueda conseguir la antigua verdad simiesca, ésta se halla en
el sentido general de mi descripción, de eso no cabe duda.
Hasta entonces yo
había tenido muchísimas salidas, y ahora ninguna. Estaba
inmovilizado. Si me hubiesen clavado a la pared, mi libertad de
movimientos no habría sido menor. ¿y todo eso por qué? Ráscate la
carne de entre los dedos de los pies, no encontrarás la causa;
apriétate por detrás contra el barrote de la reja hasta casi
partirte en dos, no encontrarás la causa. Yo no tenía salida, pero
tenía que hallarla, pues sin ella no podía vivir. Siempre en
aquella pared del cajón: hubiese estirado la pata irremisiblemente.
Pero, en la empresa Hagenbeck, el lugar asignado a los simios es la
pared del cajón: pues bien, así dejé de ser simio. Un hermoso y
claro razonamiento, que tengo que haber ideado con el vientre, pues
los simios piensan con el vientre.
Tengo miedo de que
no se entienda exactamente lo que yo entiendo por salida. Yo utilizo
esta palabra en su sentido más habitual y pleno. N hablo, con
intención, de libertad. No me refiero a esa gran sensación de
libertad en todas las direcciones. En tanto que simio, tal vez la
conocía y he conocido a personas que la deseaban ansiosamente. Pero,
por lo que a mí respecta, yo no pedía libertad ni entonces ni hoy.
Entre paréntesis: con la libertad, los hombres se engañan mucho,
demasiado, unos a otros. Y lo mismo que la libertad es uno de los
sentimientos más sublimes, así también el engaño relativo a esa
libertad es uno de los más sublimes. En los espectáculos de
variedades, antes de mi actuación, he visto muchas veces a alguna
pareja de artistas manejando los trapecios arriba, en el techo. Se
lanzaban al vacío, se columpiaban, saltaban, volaban uno a los
brazos del otro, uno llevaba de los cabellos al otro con los dientes.
“También eso es libertad humana”, pensé, “movimiento
soberano”. ¡Escarnio de la sacrosanta naturaleza! Ningún edificio
quedaría en pie ante las carcajadas de la simiedad a la vista de tal
espectáculo.
No, yo no quería
libertad. Sólo una salida; por la derecha, por la izquierda, en la
dirección que fuese; no pedía más; aunque la salida fuese un
engaño, mis pretensiones eran pequeñas, así que el engaño tampoco
sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! El caso era no estar inmóvil con
los brazos levantados, aplastado contra la pared de un cajón.
Hoy lo veo con
claridad: sin una calma interior muy grande, yo nunca hubiera podido
salvarme. Y en efecto, todo lo que he llegado a ser quizás se lo
deba a la calma que, pasados los primeros días, me sobrevino allí
en el barco. La calma, por su parte, se la debo seguramente a la
gente del barco.
Son buena gente pese
a todo. Todavía hoy recuerdo con agrado el ruido de sus pesados
pasos, que resonaban en aquel entonces en mi duermevela. Tenían la
costumbre de hacerlo todo con enorme lentitud. Si alguno quería
frotarse los ojos, levantaba la mano como un peso muerto. Sus bromas
eran toscas, pero cariñosas. Su risa iba siempre unida a una tos de
parecía peligrosa al oírla, pero que no significaba nada. Siempre
tenían en la boca algo que escupir y les daba igual adónde lo
escupían. Siempre se quejaban de que mis pulgas saltaban hasta
ellos, pero no por eso llegaron a enojase una sola vez seriamente
conmigo. Ya sabían que en mi piel medran las pulgas y que las pulgas
saltan, y se resignaron a ello. Cuando no estaban de servicio, a
veces se sentaban algunos en semicírculo en torno a mí, no hablaban
apenas, sino que sólo se arrullaban unos a otros, tendidos sobre
cajones, fumaban en pipa; se desternillaban de risa nada más hacer
yo el menor movimiento; y de vez en cuando uno de ellos cogía un
palo y me hacía cosquillas donde más me gustaba. Si hoy me
invitasen a viajar en aquel barco, seguro que declinaría la
invitación, pero también es seguro que en aquel entrepuente no
tendría únicamente recuerdos desagradables.
Fue sobre todo la
calma que llegué a tener entre aquellas gentes lo que me hizo
desistir de cualquier tentativa de fuga. Visto desde la perspectiva
actual me parece como si entonces hubiese adivinado que, si quería
vivir, tenía que encontrar una salida, pero que esa salida no se
lograba huyendo. Hoy ya no sé si existía posibilidad de huir, pero
creo que sí; para un simio siempre debería existir una posibilidad
de huir. Con mis dientes de hoy ya tengo que tener cuidado cuando
casco una simple nuez, pero en aquel entonces hubiera conseguido
seguramente, con el tiempo, partir el cerrojo a mordiscos. No lo
hice. ¿Qué habría adelantado con ello? Me habrían capturado otra
vez, nada más asomar la cabeza, y me habrían metido en una jaula
todavía peor; o habría podido ir a refugiarme, sin que me vieran,
entre otros animales, por ejemplo entre las serpientes gigantes que
había enfrente de mí, y habría exhalado mi último suspiro entre
sus abrazos; o habría conseguido incluso deslizarme hasta cubierta y
saltar por la borda, entonces me hubiera balanceado un poquito en el
océano y habría muerto ahogado. Actos desesperados. Yo no hacía
cálculos tan humanos, pero bajo la influencia de mi entorno me
comporté como si los hubiese hecho.
Yo no hacía
cálculos, pero sí observaba con toda tranquilidad. Veía ir y venir
a todas esas personas, siempre los mismos rostros, los mismos
movimientos; muchas veces me parecía como si sólo fuesen uno. De
modo que el hombre, o aquellos hombres, caminaban sin ser molestados.
Una meta suprema iba tomando forma. Nadie me prometió que si yo me
hacía como ellos, levantarían la reja. Promesas como éstas, para
cosas que aparentemente no pueden cumplirse, no se hacen. Pero si se
cumple la cosa, entonces aparecen posteriormente las promesas,
justamente allí donde se las ha buscado antes inútilmente. Ahora
bien, en sí mismos, aquellos hombres no tenían nada que me atrajese
mucho. Si yo fuese partidario de esa libertad ya mencionada, hubiese
preferido el océano a la salida que se me iba revelando en la turbia
mirada de aquellos hombres. En cualquier caso, yo los venía
observando ya mucho tiempo antes de pensar en tales cosas, es más,
fueron todas esas observaciones las que me empujaron en una dirección
determinada.
Era tan fácil
imitar a la gente… Escupir, ya supe hacerlo en los primeros días.
Entonces nos escupíamos unos a otros en la cara; la diferencia era
solamente que yo después me limpiaba lamiéndome el rostro, ellos
no. La pipa la fumé pronto como un viejo; si además hundía el dedo
en la cazoleta, todo el entrepuente exultaba; lo único que no
comprendí durante mucho tiempo fue la diferencia entre la pipa vacía
y la llena.
Lo que más trabajo
me dio fue la botella de aguardiente. El olor me torturaba; yo hacía
unos esfuerzos enormes; pero pasaron semanas antes de superarlo.
Curiosamente, la gente tomaba más en serio esas luchas interiores
que cualquier otra cosa mía. En mis recuerdos no distingo a una
persona de otra, pero había un hombre que llegaba continuamente,
solo o acompañado, día y noche, a las más diversas horas; se ponía
delante de mí con la botella y me daba clase. No me comprendía,
quería resolver el enigma de mi ser. Descorchaba despacio la botella
y después me miraba para comprobar si yo había entendido; lo
confieso, yo le miraba siempre con una atención exacerbada, feroz;
ningún maestro humano hallará tal alumno humano en todo el orbe
terrestre. Una vez descorchada la botella, la elevaba hacia la boca;
yo, con la mirada, tras él, hasta la garganta; él hacía gestos de
aprobación, contento conmigo, y se pone la botella en los labios;
yo, entusiasmado de ir comprendiendo gradualmente, me rasco, entre
chillidos, por todas partes, dondequiera que llego; él está
contento, empina la botella y echa un trago; yo, impaciente y
exasperado en mis desos de imitarle, me ensucio en mi jaula, lo que a
él, por su parte, le causa gran contento; y entonces, apartando
lejos de sí la botella y llevándosela de nuevo con dinamismo a la
boca, exageradamente inclinado hacia atrás en su afán didáctico,
la vacía de un trago. Yo, fatigado por el excesivo deseo, ya no
puedo seguirle y permanezco débilmente agarrado a la reja, mientras
que él termina la clase teórica acariciándose el vientre y
sonriendo.
Ahora es cuando
comienza la parte práctica. ¿No estoy demasiado agotado por la
teoría? Por supuesto, ¡y tan agotado! Eso forma parte de mi sino.
No obstante, agarro lo mejor que puedo la botella que me presentan;
la descorcho temblando; al conseguirlo renacen poco a poco las
fuerzas; levanto la botella, apenas me distingo del modelo; me la
llevo a la boca… y la tiro asqueado, asqueado, aunque esté vacía
y sólo la llene el olor, la tiro asqueado al suelo, con gran congoja
de mi maestro, con mayor congoja por mi parte; no le apaciguo a él
ni tampoco a mí mismo por el hecho de que, una vez tirada la
botella, me acaricie impecablemente el vientre y sonría al mismo
tiempo.
La clase transcurrió
así muchísimas veces, y, para hacer justicia a mi maestro, he de
decir que no se enfadaba conmigo; es cierto que a veces me ponía la
pipa encendida en la piel, hasta que ésta, en alguna parte donde yo
apenas podía llegar, empezaba a chamuscarse, pero luego él mismo la
apagaba con mano gigantesca y bondadosa; no me lo tomaba a mal, veía
que ambos luchábamos en el mismo bando contra la naturaleza simiesca
y que yo llevaba la parte más dura.
Qué victoria, sin
embargo, para él y para mí, cuando una tarde, ante un gran círculo
de espectadores -tal vez fuese una fiesta, sonaba un gramófono, un
oficial se paseaba entre la gente-, cuando aquella tarde, en un
momento en que nadie me observaba, agarré una botella de aguardiente
que habían dejado olvidada delante de mi jaula, la descorché
impecablemente, ante la creciente atención del grupo, me la llevé a
la boca y, sin vacilar, sin hacer una mueca, como bebedor consumado,
girando los ojos en redondo, con el gaznate a rebosar, la vacié real
y verdaderamente; tiré la botella, no ya como un desesperado, sino
como un artista; olvidé, es cierto, acariciarme el vientre; a cambio
de ello, por ser inevitable, porque me urgía, porque deliraban mis
sentidos, grité sin más rodeos “¡Hola!”, prorrumpí en un
sonido humano, salté con esa exclamación a la comunidad de los
hombres y sentí su eco -”pero, escuchad, está hablando!”- como
un beso en mi cuerpo inundado de sudor.
Repito: lo que me
atrajo no fue el imitar a los hombre; imité porque buscaba una
salida, por ninguna otra razón. Tampoco conseguí mucho con aquella
victoria. Al momento me volvió a fallar la voz; no reapareció hasta
meses después; la repugnancia ante la botella de aguardiente volvió
incluso con más intensidad. Pero, eso sí, la dirección que yo
debía seguir, me había sido dada de una vez para siempre.
Cuando fui entregado
en Hamburgo al primer adiestrador, vi enseguida las dos posibilidades
que se me ofrecía: jardín zoológico o espectáculo de variedades.
No lo dudé. Me dije: emplea toda tu energía en meterte en las
variedades; ésa es la salida; el jardín zoológico es sólo otra
jaula con barrotes; si entras en ella, estás perdido.
Y aprendí, señores.
Ay, se aprende cuando se tiene que aprender; se aprende, cuando se
busca una salida; se aprende sin contemplaciones. Se vigila uno a sí
mismo con el látigo; se desgarra uno a sí mismo ante la mínima
resistencia. La condición simiesca salió velozmente de mí, a
volteretas, y desapareció, hasta el punto de que mi primer maestro
casi se volvió simio, pronto tuvo que dejar la clase y ser ingresado
en una casa de salud. Afortunadamente, pronto volvió a salir de
ella.
Pero yo agoté a
muchos maestros, e incluso a varios maestros a la vez. Cuando ya
estaba más seguro de mis facultades, cuando la opinión pública
seguía mis progresos y mi futuro empezaba a brillar, yo mismo tomé
maestros, los hice sentarse en cinco habitaciones contiguas y aprendí
con todos a la vez, corriendo sin interrupción de una habitación a
otra. ¡Aquellos progresos! ¡Los rayos del saber penetrando por
todas partes en el cerebro que despertaba! No lo niego: me hacía
sentir feliz. Pero también lo confieso: no lo sobrestimaba, ni
siquiera entonces, y mucho menos ahora. Mediante un esfuerzo que
hasta ahora no se ha repetido en la tierra, he alcanzado la formación
media de un europeo. Esto tal vez no sería nada en sí, pero sí es
algo en la medida en que me ayudó a salir de la jaula y me procuró
esa salida específica, esa salida humana. Todos ustedes conocen la
locución “tomar las de Villadiego”; eso es lo que hice, quitarme
de en medio. No tenía otra posibilidad, siempre partiendo del hecho
de que no podía elegir la libertad.
Si contemplo mi
evolución y la meta alcanzada hasta el día de hoy, ni me quejo ni
estoy satisfecho. Con las manos en los bolsillos, la botella de vino
sobre la mesa, estoy medio tumbado, medio sentado en la mecedora y
miro por la ventana. Si vienen visitas, las recibo como corresponde.
Mi empresario está en la antesala; si toco el timbre, viene y
escucha lo que quiero decirle. Por la tarde suele haber función, y
tengo éxitos ya casi insuperables. Cuando vuelvo tarde a casa por la
noche, de banquetes, de sociedades científicas, de amenas reuniones,
me espera una pequeña chimpancé semiamaestrada y me regalo con ella
a la manera simiesca. De día no quiero verla, porque tiene en la
mirada la demencia del animal perturbado, amaestrado, eso sólo lo
veo yo, y no puedo soportarlo.
En conjunto, he
conseguido, en cualquier caso, lo que quería conseguir. Que no se
diga que no ha valido la pena. Por lo demás, no quiero ser juzgado
por ningún ser humano, solamente quiero difundir conocimientos;
solamente informo; también a ustedes, excelentísimos señores de la
Academia, no he hecho otra cosa que informarles.
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