Cuando conocí a mi
madre yo tenía treinta años y ella veinticinco.
Primero fuimos a una
fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos
nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a
toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una
música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar,
caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche
sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con
facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la
calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo
que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.
La heladería era
muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme
blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían,
era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por
qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo hice notar me sonrió y
cambió de tema.
Aparte de los
helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos
sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y
hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me
había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas
cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó
a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le
comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y
ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola,
y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo.
Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río
poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no
les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos
sacuden un poco.
Mientras comía,
esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la
camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de
la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que
me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que
es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la
pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una
película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al
malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una
celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella
se apenó un poco y me rogó que acabara rápido, que íbamos a
llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella
pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro
lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con
flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario
anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era
estupendo y que todo allí fuera era sorprendente. Ella recuperó la
sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con
suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que
me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que
estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente
sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un
problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que
tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con
media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la
ventana, pero me contengo.
La calle parecía la
cola de la residencia a la hora de la sopa, aunque con la gente más
animada. Lo mejor era la ropa de los viandantes, de colores
chillones, y los niños, tan pequeños y tan sabios. Había uno
rubito que debía de ser inglés, de unos tres años, iba de la mano
de su madre, una señora muy tiesa que lucía una pamela, y aunque
parezca increíble, el mocoso hablaba el inglés perfectamente, o al
menos no parecía costarle demasiado. Jamás vi cosa igual.
Pronto se hizo de
noche, suele ocurrir en invierno. Las figuras estaban rodeadas de una
especie de neblina, parecían mágicas. Mi madre, a la vez que
caminaba, me contaba cosas: qué vendían en las tiendas, qué hacía
la gente, cómo se divertía ella la tarde del domingo... Es una pena
que no recuerde con detalle todo lo que me dijo, pero yo andaba más
pendiente de no tropezarme con la gente y de no pisar mierdas de
perro que de escucharla. De lo que estoy seguro es de que me comentó
que a ella le «privaba» (utilizó esa extraña palabra) quedar con
sus amigos por la tarde en un café y charlar hasta el anochecer,
tomándose una caña. Dudo que fuese verdad. Si sus amigos son como
mis compañeros de aquí dentro, sería imposible pasarlo bien
hablando con ellos. Algunos no sueltan prenda, sólo babean, y otros
se pasan la vida pinchándote y soltándote guarradas hasta que te
hartas y montas el pollo. Lo único que merece la pena durante el
tiempo libre es ver la televisión. Me gustan las películas, los
documentales de animales salvajes y los concursos, porque la gente
está feliz y siempre dan muchos regalos. Odio las telenovelas,
porque no entiendo nada. Yo creo, volviendo a lo de los amigos de mi
madre, que debe de ser un poco como lo que me pasa con mi hermano, el
Pluma (el Sr. Director dice que no es mi hermano, pero yo ya conozco
sus trucos. Siempre jodiendo el Sr. Director). Con el Pluma me paso
todo el tiempo charlando y disparatando. Me encantan sus poesías, y
sobre todas aquella de «La comida me la fuma, los cigarrillos me la
fuman, tu jeta me la fuma», y así sucesivamente. Sólo cambia el
sujeto, y una vez escribió en el comedor, con mostaza, «El Sr.
Director me la fuma». Se pasó un tiempo castigado, aunque el Sr.
Director no paraba de repetir hipócritamente que no era nada
personal, que debía hacerlo para su curación. Nos reímos un rato.
Es un buen poeta.
La acera del cine
Fantasio estaba abarrotada. Según mi madre, era normal, el domingo
todo el mundo va al cine. Se ve que la imaginación no es uno de los
puntos fuertes de la gente.
Durante el paseo yo
había estado cavilando. Me preguntaba por qué era la primera vez en
quince años que mi madre me hacía una visita, teniendo en cuenta
que no paraba de asegurarme que estaba encantada conmigo y que si me
portaba bien repetiríamos plan a menudo. Es gracioso lo de portarse
bien. Como dice el Sr. Director, se trata de no hacer el capullo.
Aquí dentro todos acabamos por hacer el capullo, de un modo u otro.
Nos pasamos la vida a prueba y con objetivos marcados por ellos a
corto y a largo plazo, objetivos que jamás se cumplen y se olvidan
con el tiempo, siempre hay algo que fastidia su logro. Sólo conozco
un caso de alguien que haya conseguido salir para no volver: el
Manco. Una tarde llegaron sus hijos y lo metieron en un coche. Según
el Sr. Director estaba curado y era un ejemplo para todos nosotros. A
mí no me engaña. Yo, y como yo, los demás, lo vimos la noche
anterior tirándole la comida a un vigilante e intentando clavarle un
tenedor de plástico. Se rumoreó en su momento que se lo llevaron
por lo de la pensión que cobraba. Hay que ser imbécil para cargar
con el Manco por un puñado de perras, porque yo jamás he conocido
un tipo con tan mala leche como él. Decía que era porque de pequeño
le cortaron la mano con una máquina de segar, de un tajo, allá en
su maldito pueblo. Desde entonces, su único objetivo en la vida fue
joder al personal, y él sí que lo consiguió.
El caso es que yo,
harto de darle vueltas a lo de la pregunta, se la solté. Ella
acababa de volver de la taquilla con las entradas, fila diez y
centraditas, comentó. Y se la solté, sin más. Tartamudeé un poco,
como siempre que me pongo nervioso, pero ella comprendió cada
palabra, y sus ojos se apagaron como una vela al recibir un soplo de
viento. Tardó en contestarme, y me agarró del brazo, sus dedos me
apresaban con fuerza. Al fin habló, con una voz que me recordó las
letanías nocturnas de algunos en la residencia. Me contestó que
ella no se llamaba Isabel, sino Inés, y que no era mi madre, sino
una estudiante que se había ofrecido para acompañar a la gente con
problemas y proporcionarles una alegría. También me dijo que mi
madre se había marchado hacía ya mucho tiempo, y que cómo iba a
ser ella si tenía veinticinco años y yo treinta. Yo le escuché sin
interrumpirla, aunque sabía que todo era falso, salvo la edad. Y en
cuanto a que yo fuese mayor siendo su hijo, cosas más raras he visto
aquí dentro. Seguramente el Sr. Director, que está en todo, le
obligó a utilizar esa patraña para que no disfrutásemos de la
salida, amenazándola con algo sucio. A mí también me endosó en su
despacho un discursito rimbombante e insoportable la víspera,
mientras mordía insistentemente la patilla de su gafa. Creo que el
Sr. Director necesita un psiquiatra.
Yo, que no deseaba
discutir, me callé. No quería estropear esa noche, nuestra noche.
Durante el rato que esperamos a entrar en el cine, mi madre tampoco
habló. Parecía triste, quizá porque sabía que no estaba bien
mentir, y juro que jamás vi ni veré una mujer tan bella como ella
en mi vida. Sus ojos oscuros estaban llorosos, velados por una
película de líquido lacrimal. Su boca estaba pintada de rojo,
entreabierta, para permitirle suspirar y las aletas de la nariz se
abrían y cerraban con rapidez, de un modo muy gracioso y coqueto.
Sus manos jugueteaban con las entradas, doblándolas en pedacitos
cada vez más pequeños. Yo, un poco avergonzado por mi conducta, la
miraba de reojo, con detenimiento, y pensaba que a quién no le
gustaría tener una madre tan bonita y agradable como ella, aunque
fuese un poco mentirosa. Cuando llegó nuestro turno, le entregó las
entradas al acomodador, que las desplegó como un acordeón y susurró
algo feo. Ella quiso darle una propina, pero yo no se lo permití
porque el señor no había sido amable con ella. A mi madre le hizo
gracia.
La película ya la
había visto. Era de acción, de policías y ladrones. El policía
había sido suspendido en sus funciones porque estaba un poco loco
desde que el malo mató a su mujer (a traición). Se lleva fatal con
su jefe, que siempre está fumando puros, blasfema y jura en vano. De
repente, hay una serie de horribles asesinatos cometidos por el malo,
que ha vuelto a la ciudad. Al protagonista le llaman y le devuelven
la placa, pues aunque esté un poco ido, sigue siendo el mejor. Le
asignan como compañero a una chica muy guapa y más joven que él.
Él la desprecia y están siempre discutiendo. Juntos pasan muchas
aventuras y al final él acribilla a balazos al malo en un duelo cara
a cara (la chica se había desmayado). Aparece el jefe, con el puro,
y le felicita, aunque él ni le mira, y los periodistas le hacen
muchas fotos. Ella se despierta y se besan (en realidad estaban
enamorados), y la imagen se funde con los dos de la mano, alejándose
de la cámara, juntos y felices. Fin. Lo mejor de la película fue
observar la cara de mi madre mientras la veía. No cerró los ojos ni
una vez en toda la sesión, y cuando salía el malo apretaba los
dientes como si le fueran a quitar algo que estuviera mordiendo.
Tampoco estuvieron mal las palomitas y la Coca-Cola.
Salimos fuera y me
preguntó que qué me había parecido. Yo le confesé que ya la había
visto, y más de una vez. Ella me dijo que era imposible, que la
acababan de estrenar el día anterior. Yo le repetí la verdad y ella
meneó la cabeza sin creerme. Sonrió cuando le expliqué que la
había visto seis o siete veces, aunque las caras eran distintas.
Acabó por darme la razón.
Nos hallábamos en
la acera. Una brisa helada cortaba el rostro. El cielo estaba
cubierto. Del cine salía una riada de gente comentando la película
y riendo, y a un lado había una cola larga como culebra de río que
se perdía tras la esquina de la calle. Notaba cierta indecisión en
mi madre, como si no supiese qué iba a ocurrir en ese momento. Y
entonces apareció ese tipo.
Era pequeño y
malcriado, con la cara afilada, vestía traje de chaqueta y olía
demasiado bien. Se plantó frente a nosotros y empezó a gritar con
su voz de pito. De entrada me llamó gilipollas. A mi madre le
preguntó que qué coño hacía yo con ella, que quién era. Ella le
respondió que se tranquilizase. Yo apreté los puños. Él la llamó
zorra. Yo lo vi todo negro.
Cuando recuperé la
vista lo tenía agarrado por el cuello, con mi rodilla sobre su
pecho, y su cara parecía una manzana pocha. Mi madre, histérica,
tiró de mí hacia atrás y yo tuve que dejar al tipo en paz. Se
había formado un grupo de curiosos que me miraban como si yo fuese
un bicho raro. Me recordó a la mirada de algunos médicos.
Mi madre me cogió
del brazo y me sacó de allí. Yo oía a mis espaldas los gritos del
enano. Un hombre trató de detenerme, pero yo le propiné un empellón
y él se abstuvo de intentarlo de nuevo. Llegamos al coche y mi madre
rompió a llorar. Me dijo que estaba mal de la cabeza, y creí morir.
Con dificultad, le contesté que no había sido culpa mía, que el
tipejo ese la había insultado. Ella me volvió a mentir: dijo que el
enano ese era su novio. Luego se tranquilizó, quizá porque ya no le
quedaban lágrimas. Dijo que debíamos regresar.
Durante el viaje de
vuelta nos mantuvimos en silencio. Llovía. Sólo se oía el
parabrisas, chac, chac, chac. Puse la música y ella la quitó.
Estaba enfadada conmigo. Al rato, recuperó la sonrisa, una sonrisa
llena de ternura, o de melancolía, o de tristeza, o de las tres
cosas a la vez. Encendió el aparato. Ponían música clásica. Al
Sr. Director le gusta que la escuchemos: dice que amansa a las
fieras. A mí me encanta. Yo a cada kilómetro moría un poquito. Ya
olía la lejía.
Mi madre detuvo el
coche frente a la verja de la residencia, y el vigilante la abrió.
Entramos. Una sensación espantosa se apoderó de mí. No podía
respirar. Me ahogaba. Ella, al verme, frenó y se echó a un lado del
camino de grava. Había dejado de llover. Las nubes se habían
abierto, y el claro que habían dejado estaba punteado de estrellas.
Por mi cabeza desfilaban ideas extrañas. No sabía qué hacer para
no perder los nervios. Ella tenía la cabeza gacha, no podía ver su
rostro, quizá trataba de lograr hacer salir la última lágrima.
Empecé a contar estrellas en alto, como hago siempre que las veo,
para relajarme. Una estrella, dos estrellas, tres estrellas... Cuando
iba por veinte oí su voz, que se unió a la mía. Sentí una alegría
especial, serena, desconocida para mí. Llegamos a contar hasta
doscientas, allí, al borde del camino, solos ella y yo. A las
doscientas, paré. Ella me preguntó que por qué no continuaba. Yo
le respondí que no había más, que las había contado todas. Ella
se rió de veras, dejándose llevar. Yo ya estaba tranquilo. Arrancó
y llegamos al final del trayecto, frente a las escaleras de la
residencia. Me sentía triste y feliz a la vez. Ella se giró hacía
mí y me miró fijamente con sus ojos oscuros. Adiós, Martín, me
dijo. Yo le pregunté si nos veríamos otra vez. Sabía que ellos no
me dejarían, por lo del tipejo. Ella me respondió que iba a ser
difícil, pero que nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Yo le
agradecí ese día tan maravilloso, y ella me besó en la mejilla, un
beso fugaz, huidizo, pero sentí sus labios como un latigazo. Me dejé
crecer la barba: he apresado su beso, jamás podrá escapar.
No la he vuelto a
ver. El Sr. Director dijo que no pasé la prueba, con esa manera de
hablar tan comprensiva y hueca. Eso sí, recibo exactamente cada dos
meses una carta de mi madre, contándome cosas y animándome a seguir
luchando, aunque no sé contra qué o quién lucho. El Pluma afirma
que me van a dar otra oportunidad, después del otoño. Si es verdad,
avisaré a mi madre. Guardo sus cartas debajo del colchón. Me las sé
de memoria. Lo más curioso es que ella firma Isabel, y no Inés. En
ese detalle no se ha fijado el Sr. Director. Firma Isabel. Mi madre.
Cuando conocí a mi
madre yo tenía treinta años y ella veinticinco. Fue el día más
feliz de mi vida. Si el cielo está despejado, de noche, cuento las
estrellas. Aquella fue la única noche con doscientas estrellas.
La noche de las doscientas estrellas. Nicolás Casariego, 1998.
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