Yo vivía en Bosque
Grande, en la Basa con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que
era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el
menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una
cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos
ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el
Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al
anochecer.
Nuestros campos no
acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de
sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos
pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos
arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera,
y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico,
que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes,
de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un
angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas,
a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas
con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi
madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas
escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún
pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre
tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara
seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a
las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido
el culpable.
Cuando alguna le
decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía
contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para
tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el
ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe
mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una
vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso
que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba
apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi
padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una
gruesa encina.
Cuando Quico hubo
despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos
en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado
cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía
comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana,
ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba
Quico los gansos.
Pero me estoy
saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados
recuerdos.
Debo decir que
Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire
extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo
tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera
enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a
tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo
y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó
dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que
ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible.
Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían
largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y
llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
– ¡Quico duerme y
quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué
donde estaba mi padre.
Mi padre, lo
recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la
cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros
íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre
era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado
en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus
bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le
hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande
nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal,
todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en
voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de
noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era
blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la
guadaña en la mano.
Mi padre mandó la
calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a
Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio
a mi padre.
Quico seguía
dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un
pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi
padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar.
El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos
abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios
puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo
una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido
llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y
niños.
Mi padre era alto,
flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y
corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi
padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba
miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno.
Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les
dijo:
-Sólo el buen Dios
puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que
salve a Quico.
Nos arrodillamos
todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las
mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: “Amén”.
Mi padre, cruzado de
brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua,
hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a
mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando
el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo
seguí.
Los tres doctores
estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el
más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada
contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre
tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó
un paquete grande, me lo entregó y dijo: “Vamos”.
Caminamos a través
de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje.
Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo
en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin
quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente
el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta
personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al
día de mañana.
El cura miraba a mi
padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes
hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle
comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese
paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un
ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo
palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a
arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció
en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las
piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela
y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi
padre me llamó
-Anda a ver cómo
sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos
y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo
todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el
fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del
altar.
– ¡Papá! -grité
con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho
que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están
contentos!
El cura se levantó:
sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo
bruscamente mi padre.
Y mientras el cura
lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y
lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios
los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se
jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún
excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.
Don Camilo: un mundo pequeño. Giovannino Guareschi, 1948.
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