Transcurrido
el tiempo, el águila consternada no puede ocultar que su pico muy
endurecido y encorvado, le impide cazar. Tampoco sus apretadas y
flexibles garras cada vez más enroscadas le permiten atrapar a
ninguna presa. Su pico largo y puntiagudo se arquea, apuntando contra
el pecho. Sus alas envejecidas y pesadas y sus plumas gruesas le
dificultan volar. Con el paso del tiempo –cuarenta años
transcurridos, la mitad de su existencia- todo su plumaje se ha
vuelto viejo y su peso le impide desplazarse con mayor agilidad.
Desolada,
el águila comprueba que debe tomar una terrible decisión. Tiene
sólo dos alternativas: morir o enfrentar un doloroso proceso de
renovación.
Se
siente desganada, sin ánimo, pero poco a poco reúne todas sus
energías, vuela hasta la cima de la más alta montaña y permanece
en un nido cercano a un paredón.
Renovada
por el aire puro de las alturas, comienza a golpear su pico en la
pared hasta conseguir arrancárselo.
Apenas
lo arranca, debe esperar a que le nazca un nuevo pico. Día a día lo
prueba hasta tener la certeza de que con él puede arrancar sus
viejas uñas. Cada tirón le causa un dolor horrible que le llega al
corazón mismo y la deja sin aliento. Cuando las nuevas uñas
comienzan a nacer, siente que su paso se afirma y adquiere seguridad.
Decide
seguir estrenando su firme pico en el empeño de quitarse las plumas.
Cada tirón a las remeras le provoca escalofríos. Corre sangre de
cada hueco resultante del desprendimiento de cada cañón. Sin su
ropaje, sus alas parecen mutiladas. Siente terror de sólo pensar que
ya no va a volar nunca más. Luego llega el turno a las timoneras y
es peor el padecimiento porque a cada pluma arrancada se le desgajan
las entrañas.
Tarda
jornadas completas en desplumar su cuerpo y, pese al dolor intenso,
se va librando de su viejo ropaje. Aterida, frío atroz resultante de
ese arrancar la prolongación de su piel, siente una indefensión
mucho más terrible que la vergüenza de la desnudez.
Al
fin, después de cinco meses de sufrir, agonizar y renacer
padecimientos sin nombre se inunda de una potencia nueva que la
predispone a emprender vuelo.
Respira
más hondo, hasta siente que ve mejor. Y se ve mejor: su nuevo
plumaje castaño oscuro, se torna dorado en la cabeza y el cuello y
nevado en los hombros y el extremo de la cola.
La
muda ha durado cinco meses: ciento cincuenta amaneceres, ciento
cincuenta anocheceres y un millón de tormentos. Ahora, su cuerpo
está dispuesto a vivir otros cuarenta años.
Renacida,
ensaya su vuelo en picada a una velocidad que duda pueda ser superada
por alguna otra ave. Caza en el aire un suculento pájaro y se lo
come con ganas. Planea satisfecha y su potente vista le permite
ubicar un ratón por allá, una familia de zorros, un gato salvaje,
unas ardillas y conejos acullá; y no faltan ciervos, jabalíes,
lobos y toda clase de pájaros.
Dueña
del espacio, reina de las alturas, dispuesta a la aventura y el
cortejo, el águila fénix comienza su nuevo reinado, poderosa señora
de las cumbres.
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