El
odio, a diferencia del amor, siempre es recíproco. El bailarín de
tango y la bailarina se despreciaban con la misma tenacidad con que
alguna vez se quisieron. Sólo los unía la fama y contratos
envidiables. Cada baile era un desafío a los mecanismos más
profundos del rencor. Se deleitaban en esa humillación mutua más
cercana a la perversidad que al oficio. Cuanto más se odiaban, más
los aplaudían. Ella incorporó al vestuario inconsulto, dos largas
trenzas criollas, vivaces y relampagueantes bajo la luz de los
reflectores. Las agitaba como cadenas, como látigos, como sables. Él
soñaba con quebrarla sobre sus rodillas como una caña hueca. Se
miraban siempre a los ojos, no dejaban de mirarse nunca en esa guerra
bailada, en ese combate florido. La noche que más los aplaudieron
fue la última, cuando ella, después de tantos ensayos, logró
enredar sus trenzas en el cuello del bailarín y siguió girando y
girando hasta el último compás.
La vida te cambia los planes. Orlando Van Bredam, 1994.
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