Amaneció
hace una hora y aún no he podido dormir porque la sirena, que empezó
a sonar desde ayer por la tarde, no se ha callado ni un momento.
—¿De
qué sirena hablas? —me preguntas mirándome con tu aburrida
suspicacia— Llovió un poco, eso sí.
—¡Claro
que llovió! —exclamo yo soltando el aire igual que un buzo al
regresar a la superficie, y añado, aunque sé que no servirá de
mucho—: Y ahora sigue lloviznando. Pero yo te hablo de esa sirena
que no ha parado en toda la noche.
—Habrá
sido una pesadilla —y pones esa mezquina sonrisa a medias que los
que se consideran cuerdos usan con los locos familiares—. O quién
sabe si todavía no te has despertado.
—Cállate
un momento, por favor. Escucha bien. ¿No la oyes?
—Claro
que la oigo —te encoges de hombros y extiendes tu mano como si
fueras a ponerla sobre mi cabeza—. ¡Si ahora mismo ha empezado a
sonar!
Aunque
ya no te digo nada más, de todas maneras busco en tus ojos una
chispa de esa demencia que te hace comenzar a oír la tortura de la
maldita sirena justamente cuando se ha callado.
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