Se despierta
sintiendo que su padre está en el pasillo, escuchando. Le escucha
cuando duerme y sueña. Le escucha cuando se levanta y busca a
tientas los pantalones. Cuando no se pone los zapatos. Cuando no va a
la cocina para comer algo. Cuando se mira al espejo con los ojos
cerrados. Cuando está sentado una hora en el retrete. Cuando hojea
las páginas de un libro que no puede leer. Escucha su angustia, su
soledad. El padre se queda plantado en el pasillo. El hijo oye que
está escuchando.
Mi hijo, el
desconocido; no me dirá nada.
Abro la puerta y veo
a mi padre en el pasillo. ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Por qué no
vas a trabajar?
Porque he tomado las
vacaciones en invierno, en vez de en verano, como antes.
¿Por qué diablos
lo has hecho, si te pasas todo el tiempo en este oscuro y maloliente
pasillo, observando todos mis movimientos? Tratando de adivinar lo
que no puedes ver. ¿Por qué estás siempre espiándome?
Mi padre se va a su
cuarto y, al cabo de un rato, vuelve sigilosamente al pasillo, a
escuchar.
Yo le oigo a veces
en su habitación, pero él no me habla y yo no sé lo que pasa. Es
terrible para un padre. Tal vez un día me escriba una carta: Querido
padre…
Querido hijo Harry,
abre la puerta. Mi hijo, el prisionero.
Mi mujer se marcha
por la mañana para pasar el día con mi hija casada, que está
esperando el cuarto hijo. La madre cocina, hace la limpieza y cuida
de los tres pequeños. Mi hija tiene un embarazo malo, tiene la
tensión alta, y se pasa casi todo el tiempo en la cama. Es por
consejo del médico. Mi mujer está ausente todo el día. Está
preocupada porque cree que algo le pasa a Harry. Desde que se graduó,
el invierno pasado, está siempre solo, nervioso, sumido en sus
propios sentimientos. Si le hablas, la mayoría de las veces te
responde gritando. Lee los periódicos, fuma, no se mueve de su
habitación. Sólo de vez en cuando sale a la calle a dar un paseo.
¿Qué tal el paseo,
Harry?
Un paseo.
Mi mujer le aconsejó
que buscase trabajo y él salió un par de veces a buscarlo, pero
cuando tuvo alguna oferta, no la aceptó.
No es que no quiera
trabajar. Es que me siento mal.
¿Y por qué te
sientes mal?
Yo siento lo que
siento. Siento lo que es.
¿Es tu salud,
hijito? Tal vez tendrías que ir al médico.
Te pedí que no
volvieses a llamarme hijito. No es mi salud. Sea lo que fuere, no
quiero hablar de ello. No es la clase de trabajo que me interesa.
Pero mientras tanto,
acepta algún empleo temporal, le dijo mi esposa.
Él se puso a
chillar. Todo es temporal. ¿Por qué tengo que sumar más cosas a lo
que es temporal? Mi estómago siente de modo temporal. El maldito
mundo es temporal. No quiero añadir a esto un trabajo temporal.
Quiero todo lo contrario, pero, ¿en dónde está? ¿Dónde puedo
encontrarlo?
Mi padre escucha en
la cocina.
Mi hijo temporal.
Ella dice que me
sentiría mejor si trabajase. Yo digo que no. Cumplí veintidós años
en diciembre, me gradué en la Universidad y ya sabéis para qué
sirve eso. Por la noche, veo los programas de noticias. Sigo la
guerra día a día. Es una guerra ardiente y enorme en una pantalla
pequeña. Llueven bombas y las llamas son cada vez más altas. A
veces me inclino hacia delante y toco la guerra con la palma de la
mano. Pienso que se me va a morir la mano.
Mi hijo, el de la
mano muerta.
Espero que me llamen
a filas el día menos pensado, pero esto ya no me preocupa tanto como
antes. No pienso ir. Me marcharé al Canadá o a cualquier otro sitio
adonde pueda llegar.
Su forma de ser
espanta tanto a mi mujer, que ésta se alegra de ir a casa de mi hija
temprano por la mañana para cuidar de los tres niños. Yo me quedo
con él en casa, pero él no me habla.
Tendrías que llamar
a Harry y hablar con él, dice mi esposa a mi hija. .
Lo haré algún día,
pero no olvides que hay nueve años de diferencia entre los dos. Creo
que él me considera como otra madre, y con una es bastante. Yo le
quería cuando era pequeño, pero ahora es difícil tratar con una
persona que no te corresponde.
Tiene la tensión
alta. Creo que le da miedo llamar.
Me he tomado dos
semanas de vacaciones. Trabajo en la ventanilla de venta de sellos de
la oficina de Correos. Le dije al jefe de mi sección que no me
encontraba muy bien, lo cual no es ninguna mentira, y él me dijo que
debía pedir la baja por enfermedad. Le respondí que mi mal no era
tan grave, que sólo necesitaba unas vacaciones cortas. Pero a mi
amigo Moe Berkman le dije que dejaba de trabajar unos días porque
Harry me tenía preocupado.
Comprendo lo que
quieres decir, Leo. Yo también tuve preocupaciones y angustias a
causa de mis hijos. Cuando tienes dos hijas en edad de crecer, estás
en manos de la fortuna. Pero a pesar de todo, tenemos que vivir. ¿Por
qué no vienes a jugar al póquer este viernes por la noche?
Tenemos una buena
partida. Es una buena forma de entretenimiento.
Ya veré cómo
marchan las cosas el viernes. No puedo prometértelo.
Procura venir. Estas
cosas pasan con el tiempo. Si te parece que van mejor, ven. Si te
parece que no, ven igualmente, porque te relajará y aliviará la
preocupación que te abruma. A tu edad, demasiadas preocupaciones son
malas para el corazón.
Esta es la peor
clase de preocupación que existe. Si me preocupo por mí mismo, sé
de qué preocupación se trata. Quiero decir que no hay misterio.
Puedo decirme: Leo, eres un estúpido; no debes preocuparte por nada.
¿Por qué, por unos cuantos pavos? ¿Por la salud, que siempre ha
sido bastante buena, aunque tengo mis altibajos? ¿Porque pronto
cumpliré sesenta años y la juventud no vuelve? Todos los que no se
mueren a los cincuenta y nueve llegan a los sesenta. Se puede vencer
al tiempo cuando éste corre contigo. Pero cuando la preocupación es
por otra persona, no hay nada peor. Esta es la verdadera preocupación
porque, si no nos la cuentan, no podemos metemos dentro de la otra
persona y averiguar la causa. No sabemos en dónde está el
interruptor que hay que pulsar. Lo único que hacemos es preocupamos
más.
Por eso, yo espero
en el pasillo.
Harry, no te
preocupes demasiado por la guerra.
Por favor, no me
digas de qué tengo que preocuparme o despreocuparme.
Harry, tu padre te
quiere. Cuando eras un chiquillo, solías correr a mi encuentro
cuando volvía a casa por la noche. Yo te cogía en brazos y te
levantaba hasta el techo. Te gustaba tocarlo con tu manita.
No quiero que
vuelvas a hablarme de eso. No quiero oírlo. No quiero oír nada de
cuando era pequeño.
Harry, vivimos como
extraños. Lo único que te digo es que recuerdo días mejores.
Recuerdo los tiempos en que no nos daba miedo mostrar que nos
queríamos.
Él no dice nada.
Deja que te cueza un
huevo.
Un huevo es lo que
menos deseo en el mundo.
Entonces, ¿qué
quieres?
Él se puso el
abrigo. Cogió su sombrero del perchero y bajó a la calle.
Harry caminó a lo
largo de Ocean Parkway, con su abrigo largo y su raído sombrero
marrón. Su padre le seguía y eso le enfurecía enormemente.
Caminaba a paso
ligero por la ancha avenida. En los viejos tiempos, había un camino
de herradura a un lado del paseo, en donde está ahora la pista de
cemento para las bicicletas. Y había menos árboles, con sus negras
ramas cortando el cielo sin sol. En la esquina de Avenue X, en el
punto desde donde se huele Coney Island, cruzó la calle y echó a
andar de vuelta a casa. Aunque estaba furioso, fingió no ver a su
padre que cruzaba también la calzada. El padre cruzó la calle y
siguió a su hijo hasta casa. Cuando llegó a ésta, pensó que Harry
ya estaba arriba. Se hallaba en su habitación, con la puerta
cerrada. Fuera lo que fuese lo que hacía en su habitación, lo
estaba haciendo ya.
Leo sacó la llave
pequeña y abrió el buzón de la correspondencia. Había tres
cartas. Las miró para ver si por casualidad alguna de ellas era de
su hijo, dirigida a él. Querido padre, deja que te explique. La
razón de que actúe como lo hago… No había tal carta. Una de
ellas era de la Mutualidad de Empleados de Correos; se la metió en
el bolsillo del abrigo. Las otras dos eran para Harry. Una era de la
oficina de reclutamiento. La llevó a la habitación de su hijo,
llamó a la puerta y esperó.
Esperó un rato.
Cuando oyó gruñir
al muchacho, dijo: Hay una carta para ti de la oficina de
reclutamiento. Giró el pomo de la puerta y entró en la habitación.
Su hijo estaba tumbado en la cama, con los ojos cerrados.
Déjala encima de la
mesa.
¿Quieres que la
abra, Harry?
No, no quiero que la
abras. Déjala en la mesa. Ya sé lo que dice.
¿Les escribiste
otra carta?
Eso es cosa mía.
El padre dejó la
carta en la mesa.
La otra carta para
su hijo la llevó a la cocina; cerró la puerta y puso a hervir un
poco de agua en una olla. Pensó leerla rápidamente, cerrar
cuidadosamente el sobre con un poco de pasta y echarla de nuevo en el
buzón. Su mujer la recogería cuando volviese de casa de su hija y
se la subiría a Harry.
El padre leyó la
carta. Era muy corta y la enviaba una chica. Decía que había
prestado dos libros a Harry hacía más de seis meses y que, como los
tenía en gran aprecio, le pedía que se los devolviera. Le rogaba
que lo hiciera lo antes posible, para no tener que escribirle otra
vez.
Cuando Leo leía la
carta de la chica, Harry entró en la cocina y, al ver la expresión
sorprendida y culpable de su padre, le arrancó la carta de las
manos.
Debería asesinarte
por espiarme de esta manera.
Leo se volvió y
miró por la pequeña ventana de la cocina al oscuro patio de la casa
de vecindad. Le ardía el rostro y se sintió mareado.
Harry leyó la carta
de un vistazo y la rasgó. Después rasgó el sobre con la indicación
de “Particular”.
Si vuelves a hacer
esto, no te sorprendas de que te mate. Estoy harto de que me espíes.
Harry, estás
hablando con tu padre.
Harry salió de la
casa.
Leo entró en la
habitación del hijo y miró a su alrededor.
Registró los
cajones del tocador y no encontró nada fuera de lo normal. Sobre la
mesa, junto a la ventana, había un trozo de papel escrito por Harry.
Decía: “Querida Edith, ¿por qué no te jodes? Si vuelves a
escribirme otra carta estúpida, te mataré.”
El padre se puso el
sombrero y el abrigo y salió de casa. Corrió, no muy de prisa,
durante un rato y después caminó al paso hasta que vio a Harry al
otro lado de la calle. Le siguió, a una distancia de media manzana.
Siguió a Harry
hasta Coney Island Avenue y llegó a tiempo de ver que tomaba un
trolebús que iba a la isla. Leo tuvo que esperar al siguiente. Pensó
en tomar un taxi y seguir al trolebús, pero no pasó ninguno. El
siguiente trolebús llegó quince minutos más tarde, y Leo lo tomó.
Era febrero y Coney Island estaba húmeda, fría y desierta. Había
pocos coches en Surf Avenue y muy poca gente en la calle. Parecía
que iba a nevar, Leo avanzó por el paseo de tablas, entre ráfagas
de nieve, buscando a su hijo. Las playas grises, sin sol, estaban
vacías. Los puestos de perritos calientes, de tiro al blanco y los
establecimientos de baños estaban cerrados. El océano, de un gris
metálico, oscilaba como plomo fundido y parecía que iba a
congelarse. Soplaba viento del mar y se introducía por debajo de la
ropa de Leo, haciéndole temblar mientras andaba. El viento coronaba
de blanco las olas plomizas, que rompían lentamente, con un suave
rugido, en las playas desiertas.
Caminó bajo las
ráfagas casi hasta llegar a Sea Gate, buscando a su hijo, y entonces
volvió atrás. Cuando se dirigía a Brighton Beach, vio a un hombre
en la playa, de pie, ante la espumosa rompiente. Leo bajó corriendo
la escalera de madera y avanzó por la arena. El hombre plantado en
la playa rugiente era Harry; el agua le cubría los zapatos.
Leo corrió hacia su
hijo. Perdóname, Harry; hice mal, siento haberte abierto la carta.
Harry no se movió.
Siguió plantado en el agua, fija la mirada en las hinchadas olas de
plomo.
Tengo miedo, Harry,
dime qué te pasa. Hijo mío, compadécete de mí.
Yo le tengo miedo al
mundo, pensó Harry. Me espanta.
Pero no dijo nada.
Una ráfaga de
viento levantó el sombrero del padre y lo llevó lejos, por la
playa. Pareció que iba a volar hasta el agua, pero entonces el
viento sopló hacia el paseo de tablas y lo hizo rodar sobre la arena
mojada. Leo corrió en pos de su sombrero. Fue tras él en una
dirección, después en otra y luego hacia el agua. El viento arrojó
el sombrero contra sus piernas y él lo agarró. Ahora estaba
llorando. Sin aliento, se enjugó los ojos con los dedos helados y
volvió hacia su hijo, que seguía en la orilla del mar.
Es un hombre
solitario. Él es así. Siempre estará solo.
Mi hijo se convirtió
a sí mismo en un hombre solitario.
¿Qué puedo
decirte, Harry? Lo único que puedo preguntarte es: ¿Quién dijo que
la vida es fácil? ¿Desde cuándo? No lo fue para mí y no lo es
para ti. La vida es así…, ¿qué más puedo decirte? Pero si una
persona no quiere vivir, ¿qué va a hacer si está muerta? La nada
es la nada; es mejor vivir.
Ven a casa, Harry,
dijo. Aquí hace frío. Si sigues con los pies en el agua pillarás
un resfriado.
Harry permaneció
inmóvil en el agua y, al cabo de un rato, el padre se marchó.
Cuando se alejaba, el viento le arrancó el sombrero de la cabeza y
éste salió rodando por la arena. Leo se quedó quieto mirando cómo
se alejaba.
Mi padre escucha en
el pasillo. Me sigue por la calle. Nos encontramos a la orilla del
mar.
Corre detrás de su
sombrero.
Mi hijo se queda en
la playa con los pies en el océano.
El sombrero de Rembrandt. Bernard Malamud, 1973.
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