En El Barrio
cualquiera puede convertirse en un canalla puro, líquido, exacto.
Aprender la técnica de canalla en El Barrio es muy fácil, sobran
opciones, fuentes donde nutrirse, ejemplos a flor de vista. Por eso
hay que tener los ojos bien abiertos con los muchachos, dice mi
viejo.
Abelardo Cofia puede
convertirse en un canalla, de continuar así.
Aberlardo Cofia es
el príncipe de la trampa, creo que de nacimiento; es también
avaricioso como un pobre que no se resigna. Por eso digo que, cuando
sea grande, puede resultar un hombre canalla, porque tiene dos
condiciones especiales: el deseo -inagotable- y la habilidad para
engañar y el deseo -inagotable- de tenerlo todo para él, de tener,
quiero decir, todo lo poco nuestro que aquí en El Barrio pudiera
juntar, para él.
Yo, como casi todos,
me desvivo odiándolo; pero sólo a veces, cuando me clava una de sus
jugadas. Después lo olvido, o se me olvida, que es más exacto, y
sigo de amigo. O sea, que yo no lo odio a cadena perpetua como muchos
otros del piquete; y eso me alegra porque odiando se empieza también
a ser un hombre canalla, dice el viejo.
Abelardo Cofia
también me tiene roña a mí, o no sé si siempre o cuando le hago
morder la tierra después que me ha trampeado y reventamos la pelea.
Pero sí sé que me tiene porque lo ha dicho al grupo y alguno me lo
dice diariamente. Además, él y yo sabemos lo que uno guarda para el
otro: un buen tramo de rabia. Eso lo sabemos, lo comprobamos en la
gesticulación cuando nos contamos una película, en las discusiones
más leves, en las palabras que uno atraviesa, como si no quisiera,
en la conversación del otro, cuando os reunimos, noche por noche,
junto al poste. Por eso Abelardo Cofia -yo lo he visto- ha sonreído
cuando a mí me ocurre algo como caerme de cabeza rastrillando la
tierra con el pellejo de la cara o recibir un chapazo en un ojo; y
yo, aunque no he sonreído, no he despreciado mirarlo cuando le ha
ocurrido algo parecido.
Como Abelardo Cofia
es un egoísta, es decir, que todo lo quiere para él, es además el
príncipe de la trampa de nacimiento, tiene en estos momentos casi
cincuenta tapas de Leche Pasterizada La Vaquita, que son billetes de
cien jugando a la baraja, y tiene además cinco bolsas de bolas,
hinchadas a todo lo que dan, bajo la mesita que en la sala de su casa
aguanta al radio inmenso, casi del tamaño de nosotros y tan pesado
como un hombre gordo, que según dicen es el orgullo -no sé por qué-
del padre de Abelardo.
Cuando yo he
perseguido a Abelardo Cofia -suelta toda mi furia después que él me
ha encajado una trampa- y se ha tirado corriendo en la sala de su
casa, atravesándola conmigo detrás, yo he querido (¿he pensado
como un canalla?) que al correr junto al radio, que está dos o tres
pulgadas del paso para el cuarto, lo roce duro, con el hombro, y se
vayan los dos al suelo, él abajo.
Sin embargo, ahora
dudo. Hace no sé si 15 o 30 segundos que dudo; desde que ocurrió
aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido.
Abelardo Cofia tiene el radio, inmenso, como un hombre gordo, encima,
sobre su hombro izquierdo. Abelardo Cofia tiene una disyuntiva
cerrada: si quita el hombro del radio irá al suelo por su propio
peso porque no tendría tiempo, partiendo de esa posición, para
hacer un giro y abarcarlo ni tendría fuerzas para retenerlo él
solo; y entonces el padre le haría comer, despaciosamente, el polvo
de los bombillos y la gran caja barnizada; y si no quita el hombro,
el radio, su peso, lo irá venciendo poco a poco y se irá con él al
piso, él abajo.
Abelardo Cofia entró
corriendo a la sala, conmigo detrás. Veníamos a esa velocidad ciega
que produce la furia, en mi caso, y el temor, en el de él; el temor
a que yo lo agarrara por el cuello y lo hiciera mascar la tierra.
Cuando fue a girar para meterse en el cuarto y seguir hacia el fondo
de la casa, resbaló, se fue de pecho, y en pleno despliegue trató
de dar una vuelta para evitar la mesa, pero no logró realizar el
gesto íntegramente y la enfiló de espalda, de manera que sólo tuvo
tiempo -cuando trató de incorporarse, en pleno movimiento, con un
gesto que no pudo afinar del todo, si no más bien intuitivo- para
esquivarle el rostro al radio que venía hacia abajo y meter el
hombro izquierdo; y quedar así, encorvado, casi agachado, como si
fuera a volcarse en cualquier momento hacia el lado que lo empuja el
gran cajón barnizado macizo.
¿Por qué venía
persiguiéndolo?
Dos o tres minutos
antes había descubierto su última trampa fabricada para mí, hasta
ahora. De la manera siguiente:
Abelardo Cofia puso
el quilo por la cara del escudo, lo puso un poco más cerca de lo que
está en nuestro mercado actualmente. Esto me llamó la atención
pero desde la posición de tiro, encima de la acera, me fijé bien y
vi que no había truco: el quilo estaba suelto, recostado sobre una
piedrita, como marca el reglamento; y comencé a tirarle. Y enseguida
afiné la puntería y empecé a darle, a darle y el quilo volaba
constantemente cuando una bola lo martillaba, pero caía,
lamentablemente, otra vez por la cara del escudo. Y él volvía a
ponerlo reclinado sobre la piedrita, sabroso para encentrarlo y
volvían las bolas cada vez más precisas a morderlo por los bordes
-por donde se les da para que salten mejor- y el quilo a volar,
volteándose en el aire, infinitamente, y caía escudo. Y Abelardo a
ponerlo y a ponerlo y yo metía la mano en mi bolsita y ya tocaba
fondo. De modo que mis bolas se acababan y el quilo no caía por la
cara de la estrella y el piquete comenzó a exaltarse porque yo soy
el mejor, el de más puntería, en el juego del “virao” y en
cualquier juego de bolas. Y el piquete se puso detrás de Abelardo
Cofia, se fue cerrando detrás de él, para disfrutar mejor mi
quiebra; y fue entonces cuando me llevé la primera señal de que
algo andaba mal, que algo sucedía más allá de lo previsto, fue
entonces cuando olfateé que Abelardo Cofia tenía una jugada
escondida, porque uno, cuyo nombre no voy a hacer público porque así
podría conseguir para él el inagotable manantial de trampas de
Abelardo Cofia, me hizo una mueca, no una mueca franca y abierta,
sino a media cara y casi mirando a otra parte, pero suficiente para
sospechar y correr hacia él, convencido de que me había trampeado;
correr hacia él por lo tanto con un buen golpe preparado, agarrarlo
por la mano que había apresurado a recoger el quilo y comprobar que
tenía escudo por las dos caras.
¿Cómo consiguió
un quilo con escudo por las dos caras?
Abelardo Cofia
confesó, sin soltarle la muñeca: había recortado un quilo
exactamente igual, con dimensiones y color semejantes al verdadero,
retratado como anuncio en una revista lo había pegado al quilo
sonante por la cara de la estrella, había emparejado ambas cara
pasándolo por churre, por tierra, le había dado, en fin, mundo
suficiente para que pareciera un verdadero quilo por la cara falsa. Y
así supe que casi todas mis bolas habían pasado para la bolsa de
Abelardo Cofia jugando contra un quilo que jamás caería estrella; y
apenas terminó de relatar, sin soltarle la muñeca que le fui
apretando mientras hablaba, le envié el golpe que le traía
preparado y que fue creciendo y fui estudiando durante su confesión,
pero él con la exactitud que lo representan en el mundo, lo esquivó
y me fui con el puño al aire, y el cuerpo al suelo mientras él
soplaba rumbo a su casa; pero ahora -debo ser honesto para no
adentrarme por uno de los quince mil caminos por los que se llega a
ser un canalla-, Abelardo Cofia: no se rinde, se mantiene sereno con
el radio (que lo va llevando hacia bajo milímetro a milímetro)
sobre el hombro izquierdo; y trata con una mano, con la otra, con las
dos, pero no puede abarcar la gran caja desde esa posición, no
puede, ni tiene espacio suficiente entre su cuerpo y el suelo para
realizar un viraje rápido y agarrarlo contra el pecho, de
rodillas,ni tendría fuerzas para recibirlo así e incorporarse con
él. Abelardo Cofia sigue frente a su disyuntiva: si quita el hombro
el radio irá al suelo y entonces el padre seguramente le hará
comer, despaciosamente, el polvo de los bombillos y la gran caja
barnizada; si no quita el hombro, el radio, su peso, lo irá
venciendo poco a poco y se irá con él al piso, él abajo. Pero,
para serle justo al tramposo, no dice nada, no se queja. Lo miro de
espaldas: charquitos de sudor en la camisa. Él trata de mirarme, lo
sé porque a veces intenta mover el cuello hacia atrás, hacia donde
sabe que estoy. Pero no me pide ayuda, no habla, no se queja. Sólo
resopla a cada rato y sigue tratando de mantener la fuerza y el
equilibrio que, lentamente, van aflojando, porque el radio tiembla a
veces más, a veces menos, y Abelardo Cofia así agachado, lucha por
retenerlo firme en el hombro izquierdo; cimbra levemente al compás
de las intenciones del radio; tiemblan los dos. La camisa de Abelardo
Cofia almacena más y más sudor, el radio tendría ganas de resbalar
por la tela húmeda; al fin doy un paso, pero no sé qué hacer,
desde que estamos así, hace quizá tres, cuatro minutos, dudo,
aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido:
tampoco Abelardo Cofia sabe qué hará: si quita el hombro, o no;
repaso con la visa, punto por punto, su espalda, que se va doblando,
que continúa aflojando, lentamente; él Abelardo Cofia, el príncipe
de la trampa, el insaciable, el avaricioso, visto así tan mansito,
tan sudado, tan imposibilitado para un gesto, para una carrera, para
una mentira, y me acuerdo del viejo: en El Barrio cualquiera puede
convertirse en un canalla puro, líquido, exacto, ¿qué hago?
Abelardo
y el radio. Félix Luis Viera. La isla contada. El cuento
contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (Compilador). 1996.
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