Apenas su mamá
cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído
pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo
corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó
hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas
malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó
una por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las
bolitas- y constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó
veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la
noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo
suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría
una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre
están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos.
Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue
pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el
recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron
por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la
vidriera hasta sentir una salivación amarga en la garganta? Hacía
ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo
se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que
lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un
coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá,
muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que
eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo
aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin
embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de
la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba
en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una
rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los
favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del
pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! -dijo,
aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran
esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se
acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes
masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus
colmillos.
Pero no era el pan
de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo
amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba
viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como
si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel
día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la
pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador.
Esperó que se despejara un poco el escenario pero, no pudiendo
resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna
y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba
derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho
esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del
dependiente.
-¿Ya estás aquí?
¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de
obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó:
¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio
de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban,
intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz
de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción.
El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició.
Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento
de poder repitió, en tono imperativo:
-¡Veinte soles de
merengues!
El dependiente lo
observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a
los otros parroquianos.
-¿No ha oído?
-insistió Perico, excitándose-. ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se
acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
-¿Estás bromeando,
palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame
la plata!
Sin poder disimular
su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El
dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te
dé todo esto en merengues?
-Sí -replicó
Perico con una convicción que despertó la risa de algunos
circunstantes.
-Buen empacho te vas
a dar -comentó alguien.
Perico se volvió.
Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa,
se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues
-pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió
que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi
un favor.
-¿Vas a salir o no?
-lo increpó el dependiente.
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha
encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído
mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba
en un papelito.
Perico quedó un
momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue
retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la
vidriera, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una
voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues,
veinte soles de merengues!
Al ver que el
dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió
conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez
soles, nada más!
El empleado,
entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho
acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una
fuerza definitiva.
-¡Quita de acá!
¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió
furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y
los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los
barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la
playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin
ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una,
haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando
que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en
que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres
gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los
pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.
Cuentos circunstanciales. Julio Ramón Ribeyro, 1958.
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