Villarejo
de Salvanés, verano de 1936: Rosario Sánchez Mora marcha al frente.
Ella
está en clase de Corte y Confección cuando unos milicianos vienen a
buscar voluntarias. Arroja al suelo las costurerías y de un salto
trepa al camión, con sus diecisiete años recién cumplidos, su
falda de volados recién estrenada y un mosquetón de siete kilos que
carga, como un bebé, entre los brazos.
En
el frente, se hace dinamitera. Y en alguna batalla, cuando enciende
la mecha de una bomba casera, un envase de leche condensada relleno
de clavos, la bomba estalla antes de ser arrojada. Ella pierde la
mano pero no la vida, gracias a que un compañero le ata un
torniquete con las cintas de sus alpargatas.
Después,
Rosario quiere seguir en las trincheras, pero no la dejan. Las
milicias republicanas necesitan convertirse en ejército, y en el
ejército las mujeres no tienen lugar. Tras mucho discutir consigue
que al menos la dejen repartir cartas, con grado de sargenta, en las
trincheras.
Al
fin de la guerra, sus vecinos del pueblo le hacen el favor de
denunciarla a las autoridades, que la condenan a muerte. Antes de
cada amanecer, espera el fusilamiento. Pasa el tiempo.
No
la fusilan.
Años
después, cuando sale de la cárcel, vende cigarrillos de contrabando
en Madrid, en los alrededores de la diosa Cibeles.
Espejos. Una historia casi universal. Eduardo Galeano, 2008.
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