Mi
abuelo tenía un morirse especial que encandilaba a cualquiera.
Su
historial cataléptico comenzó de bebé, cuando mi bisabuela creyó
escuchar sus llantos entre los sollozos generales del velatorio y se
empeñó en rescatarle del minúsculo ataúd; desde entonces, nunca
supieron discernir cuando moría en serio o en broma.
Según
relataban, durante la guerra los enemigos fingían dispararle por el
mero placer de verle desplomarse con aquel arte y buen fallecer que
congraciaba a ambos bandos, fundiéndolos en un aplauso sincero.
Por
eso no dimos importancia a que quedara tendido en el jardín, con la
flecha de ventosa en la frente, cuando nos llamaron para merendar. Al
anochecer, la abuela lo instaló en el salón para que pudiera ver
las noticias si despertaba.
Pasados
cuatro días sin que tocara el mando a distancia, empezamos a
preguntarnos si se habría muerto de verdad, aunque el médico fue
incapaz de certificar su defunción definitiva, porque su corazón
latía una vez cada dos horas impulsado por la firme convicción de
la abuela de que volvería a vivir.
Sin
embargo, cuando de la flecha que nadie le había arrancado brotaron
hongos azules, yo comprendí que ya estaba cansado de morir tantas
veces por nosotros.
Eva García. Esta noche te cuento. Septiembre 2014.
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