Del
único hijo que estaba seguro era del pelirrojo. A los otros dos no
los había visto en mi vida.
Tras
mucho pensar, llegué a la conclusión de que al salir del
hipermercado, con la confusión del gentío, me los habían cambiado.
No me importó. Los cuidé durante tres años, confiando que otros
harían lo mismo con los míos. Hasta el día del parque de
atracciones en que –con tanto crío– me cambiaron al pelirrojo y
al mayor de los extraños por una niña y un mulato. A éstos los
crié durante casi diez años pero un día, al volver de la
universidad, me llegaron transformados: la chica por un joven que
hablaba inglés y el que más tiempo había pasado conmigo por otro
con gafas que parecía autista. Aun así, y pensando que la vida era
esto, consentí pagarles los estudios hasta el final.
El
día que se casaba el inglés, los padrinos –que iban a ser sus
pseudohermanos– fueron sustituidos por dos chicas gemelas. Nada
feas, a decir verdad.
Ahora,
ya en el lecho de muerte espero, cada vez que se abre la puerta de la
habitación y entran tres jóvenes extraños, que sean mis hijos, los
de verdad, los primeros, para poder despedirme de ellos y de este
mundo que ya no entiendo.
Un koala en el armario. Ginés S. Cutillas, 2010.
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