Después
de ducharse se mira, desnudo, en el espejo de luna del armario. Tiene
cuarenta y tres años; aparenta, quizá, cinco o seis menos. Observa,
con mirada crítica y distante, el principio de barriga, las primeras
canas —también en el pubis—, la cara, que nunca le ha gustado.
Escoge el menos viejo de los calzoncillos, azul, con rayas negras.
Nunca ha sido demasiado cuidadoso con su guardarropa. Por un momento
se le ocurre la idea de salir y comprarse ropa nueva; sonriendo
ligeramente, la descarta. Se enfunda después en la camiseta, fina,
de manga corta. Tal vez, se dice, el día —es a fines de febrero—
sea demasiado frío para aquella ropa. Vuelve a sonreír. Luego coge
la camisa, de color gris claro. Es la mejor que tiene. Recuerda la
primera vez que se la puso, para una recepción: pequeña vanidad,
ahora irónica. El par de calcetines negros ha sido mal preparado por
la asistenta, que viene los martes y los viernes: son de pares
distintos, uno más corto que el otro. Piensa en cambiárselos, pero
luego decide dejarlo estar. Como homenaje a los martes y los viernes.
Saca del armario el traje azul y empieza a ponérselo, pero cambia de
idea: demasiado solemne. Se lo quita, y en su lugar echa mano a unos
vaqueros, un poco usados, pero aún aceptables. Coge un cinturón
negro, elástico, pero, con él en la mano, se acuerda de quién se
lo regaló, y lo deja estar. Se decide por uno viejo, de cuero.
Termina de vestirse con un jersey de punto, entre azul y gris, regalo
de su hermano. El pelo se le desordena un poco al ponérselo. Siempre
le dicen que se lo peina demasiado, que le sienta mejor así. Bien.
Se calza unos zapatos ligeros, casi de verano, y vuelve a mirarse en
el espejo. Aprueba lo que ve. Entonces coge el revólver y lo sopesa
un instante en la mano; luego lo ajusta con cuidado a la sien, y
dispara.
Apariencias. José Cereijo, 2005.
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