El
doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
Nadie
había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor
dormía, por higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso
que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La
policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar
el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron
despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había
caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después
había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una
araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena
de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les
costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo,
porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de
un hombre fuerte.
¿Qué
hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo
sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después
de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que
declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de
Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y
destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho
justicia».
Caprichos. Ramón Gómez de la Serna, 1925.
No hay comentarios:
Publicar un comentario