Cada
español vio el año pasado una media de 22.000 anuncios. Así que a
simple vista, sin echar mano de la calculadora, es como si nos
fusilaran 2.000 veces al mes, unas 60 al día. Cruzas por delante de
la tele para rescatar de los suburbios de la librería un libro de
poemas y recibes seis ráfagas o siete que te dejan en el sitio,
aunque tus deudos no lo adviertan: también ellos han sido ejecutados
varias veces desde que se levantaran de la cama. Con el libro en la
mano vuelves sobre tus pasos, y mientras abandonas la habitación
decidido a no volver la vista a la pantalla, el electrodoméstico
continúa ametrallándote a traición no para que caigas, no es tan
malo, sino para que, verticalmente muerto, salgas a la calle a
comprar una colonia, un coche, unas gafas de sol, un cursillo de
inglés, una hipoteca o una caja de compresas extrafinas y aladas
congeladas para amortizar la inversión del microondas.
Ya
en la parada del autobús abres el libro y tropiezas, lo que son las
casualidades de la vida, con unos versos de Ángel González que se
refieren a los reclamos publicitarios de la civilización de la
opulencia: “No menos dulces fueron las canciones / que tentaron a
Ulises en el curso / de su desesperante singladura, / pero iba atado
al palo de la nave, / y la marinería, ensordecida / de forma
artificial, / al no poder oír mantuvo el rumbo”.
Si
miras alrededor, verás otros Ulises atados, como tú, al palo de un
libro. Sólo que esto es un autobús y no una nave, y que en lugar de
regresar a Ítaca vuelves a la oficina. Cómo no caer, aunque sea un
instante, en la tentación de escuchar lo que dice la sirena de
Calvin Klein, de Mango, o de Winston, que te susurra al oído
obscenidades cancerígenas. Veintidós mil anuncios, 2000 al mes,
unos 60 al día. No hay héroe capaz de resistirlos ni Penélope que
lo aguante. Estamos listos.
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