Invité
a una mujer a subir a mi casa. Tenía las piernas tatuadas, los
brazos, los hombros y el cuello. No todos los hombres son capaces de
invitar a una mujer llena de tatuajes a subir a su casa. Era una
mujer grande, muy blanca de piel y con el pelo negro como el
azabache. A pesar de su aspecto apocalíptico me pareció una mujer
muy tierna, casi infantil. Y eso incentivó aún más mi deseo.
Mientras íbamos en el ascensor hojeando una revista entre risas
pensé en ella desnuda, como vulgarmente se suele decir, a cuatro
patas. Deseaba ver los tatuajes que mantenía ocultos mientras la
penetraba. No puedo saber qué es lo que a ella se le pasaba por la
cabeza. Podría preguntárselo. Ir a la cafetería en la que la
abordé, donde no es extraño que se encuentre en este momento, y
decirle: estoy escribiendo sobre nosotros y me gustaría conocer tus
pensamientos en el ascensor aquella tarde en que subiste por primera
vez a mi casa. Estoy seguro de que me los contaría. Quizás lo haga
un día de estos, aunque este relato ya esté terminado. Podré
rehacerlo, añadir lo que ella me cuente, pero por ahora voy a
seguir, aunque sea con esa laguna. La besé precipitadamente y con
torpeza. Ella fue un ángel. Comprendió la situación enseguida y se
abrazó a mí. No llegamos a desnudarnos, pues actuamos con la
urgencia del deseo, como mínimo con la del mío. Aplacado el furor
amoroso hubo un momento en el que no supimos qué decir o hacer, ella
miró el techo y yo miré la puerta. Luego puso la boca con forma de
o mayúscula, así, O. Como si hubiese un agujero allí que dejase
ver el piso de arriba y, en el techo de este, otro agujero dejase ver
el siguiente piso y así sucesivamente hasta llegar a un espléndido
cielo. A mí la puerta, sin embargo, me pareció una montaña en la
que me sería imposible excavar un túnel. Ya se vería. Ella accionó
la cerradura con gran suavidad y me dedicó una sonrisa. Una vez
entré en una casa en la que sólo había sillas, todo el espacio
estaba ocupado por sillas, lo que dificultaba mucho moverse de una
habitación a otra, me dijo. Te acompaño, le dije. Encerrados en el
ascensor nos apresuramos de nuevo a amarnos con frensesí, con la
ropa puesta. Y luego volvimos a enmudecer. Ella miró al frente en
aquel espacio claustrofóbico, yo al techo, sudando. Una vecina nos
encontró así al abrir la puerta, casi como estatuas de sal. Dio un
respingo hacia atrás y nosotros aprovechamos para salir al rellano.
Al día siguiente me invitó ella a su casa. Me pareció que tenía
una enorme serpiente descansando en el centro de la cama, así que le
propuse que nos arrojaramos al suelo, donde manifestamos una gran
voracidad del uno por el otro. Luego ella se asomó a la ventana y me
mostró en su espalda desnuda un dragón tatuado. Advertí que la
serpiente de la cama era sólo un estampado de la colcha. Le conté
mi confusión y con los espamos de su risa todos los seres
maravillosos dibujados en su cuerpo empezaron a cobrar vida. Mientras
me trababa con sus piernas, sujeto contra el suelo, comencé a ver
que en el techo se abría un agujero y en el piso de arriba se abría
otro y así sucesivamente, hasta llegar a un cielo espléndido. A
última hora decidimos salir y de nuevo probamos nuestros deseos
dentro del ascensor. Volví a mi casa de madrugada y caí en la cama
como un saco. Al despertar al día siguiente me encontré todas las
habitaciones llenas de sillas, lo que dificultó muchísimo mi salida
para salir a tomarme un bocadillo a la cafetería de la esquina,
donde la mujer, subida a un taburete, dejaba ver sobre su lechoso y
espléndido muslo el trazo de un nuevo tatoo. Hasta ahí llega esta
historia, hasta lo que pensé en aquel momento: santo cielo, cómo me
gusta. Le guiñe un ojo y me siguió a la calle. No sé lo que a ella
se le pasaba por la cabeza, porque, la verdad sea dicha, hablábamos
poco, pero le puedo preguntar un día de estos para ponerlo en este
relato como final.
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