Era alta, flaca,
pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven;
pálida, como si fuera víctima de la malaria, y sobre esa palidez
dos ojos grandes y dos labios frescos y rojos, devoradores.
En el pueblo la
llamaban La Loba porque nunca se saciaba de nada. Las mujeres hacían
la señal de la cruz al verla pasar sola, como perra sarnosa, con el
paso receloso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios rojos
devoraba a sus hijos y maridos en un abrir y cerrar de ojos, y los
traía al trote con su sola mirada de Satanás, incluso cuando
estaban ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba nunca
iba a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a
confesarse. El padre Angiolino de Santa María de Jesús, un
verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella.
La pobre Maricchia,
una buena muchacha, lloraba a escondidas porque, al ser hija de La
Loba, ninguno querría casarse con ella, a pesar de tener un buen
ajuar y su buena tierra soleada, como cualquier otra muchacha del
pueblo.
Una vez, La Loba se
enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno
con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse,
sintiendo que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y
sintiendo, al mirarlo a los ojos, la sed que se siente en las horas
tórridas de junio, en medio de la llanura. Pero él seguía segando
tranquilamente y, viendo los montes, le decía:
-¿Qué tiene, doña
Pina?
En los campos
inmensos, donde sólo se oía el revoloteo de los grillos, cuando el
sol caía a plomo, La Loba hacinaba, montón tras montón, gavilla
sobre gavilla, sin cansarse nunca, sin erguirse un solo momento, sin
acercar sus labios a la garrafa, a fin de no alejarse de Nanni, que
segaba y segaba, preguntándole de vez en cuando:
-¿Qué quiere, doña
Pina?
Y una noche se lo
dijo, mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga
jornada, y los perros aullaban en el inmenso campo negro:
-¡Te quiero a ti! A
ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a
ti!
-Pues yo quiero a su
hija, que es soltera -respondió Nanni, sin aguantarse la risa.
La Loba se llevó
las manos a la cabeza, se rascó las sienes y, sin decir palabra, se
fue. No volvió a aparecer en la era. Pero en octubre, el mes en que
se extrae el aceite, volvió a ver a Nanni, porque él trabajaba
cerca de su casa y el ruido de la prensa no la dejaba dormir durante
toda la noche.
-Coge el costal de
aceitunas y ven conmigo -le ordenó a la hija.
Nanni empujaba las
aceitunas con una pala, para que cayeran debajo de la muela, y le
gritaba “¡Arre!” a la mula, para que no se detuviera.
-¿Quieres a mi hija
Maricchia? -le dijo doña Pina.
-¿Qué le va a dar
usted a Maricchia? -le preguntó Nanni.
-Tiene lo que le
dejó su padre; además, le doy mi casa. A mí me basta con un rincón
en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón.
-De ser así, ya
hablaremos de eso en Navidad -le dijo Nanni.
El joven estaba muy
sucio y embarrado de aceite y de aceitunas puestas a fermentar, y
Maricchia no lo quería bajo ningún aspecto; pero la madre la agarró
por los cabellos, frente al fogón, y, rechinando los dientes, le
dijo:
-¡O te casas con él
o te mato!
La Loba estaba como
enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se
vuelve ermitaño. Ya no andaba aquí y allá, ya no se paraba bajo el
umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba
cara a cara, su yerno se echaba a reír, sacaba la imagen de la
Virgen y se santiguaba. Maricchia se quedaba en casa, amamantando a
sus hijos, mientras su madre se iba al campo a trabajar con los
hombres, como cualquiera de ellos, aunque soplara el cierzo en enero
o el siroco en agosto, cuando los mulos andan con la cabeza gacha y
los hombres duermen de bruces, al abrigo de los muros. En las horas
que van de la víspera a la nona, en las que ninguna mujer buena sale
de paseo, La Loba era la única alma que vagaba por el campo, sobre
las piedras ardientes de los senderos, entre los rastrojos
requemados, en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno,
lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se aposentaba
en el horizonte.
-¡Despierta! —le
dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, al lado de un
matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos-. Despiértate;
te traigo vino para que te refresques la garganta.
-¡No! ¡No hay
mujer buena entre la víspera y la nona! -gemía Nanni, metiendo la
cabeza entre la hierba seca de la zanja, mesándose los cabellos-.
¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era!
Y La Loba se
marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el
sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón.
Pero La Loba regresó
a la era muchas veces, y Nanni dejó de protestar. Más aún, cuando
ella tardaba en llegar, en las horas que van de la víspera a la
nona, él la esperaba en lo más alto del sendero blanco y desierto,
con la frente bañada en sudor. Después, volvía a mesarse los
cabellos y a gritarle otra vez:
-¡Váyase, váyase!
¡No vuelva más a la era!
Maricchia lloraba
noche y día, y miraba a la madre con ojos quemados por el llanto y
los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo,
pálida y muda.
-¡Malvada! -le
decía-. ¡Madre malvada!
-¡Cállate!
-¡Ladrona, ladrona!
-¡Cállate!
-¡Voy a ir a la
policía! ¡Voy a ir!
-¡Pues ve!
Y fue de verdad,
cargando a los hijos, sin ningún miedo y sin derramar una lágrima,
como una loca, porque ahora también amaba al marido que le habían
impuesto, sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a
fermentar.
El sargento mandó a
llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la
horca. Nanni se arrancaba los cabellos y sollozaba, pero ni siquiera
intentó disculparse.
-¡Es la tentación!
–decía-. ¡Es la tentación del infierno!
Se arrojó a los
pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel.
-¡Por caridad,
señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o
que me manden a prisión! ¡No deje que vuelva a verla otra vez!
¡Nunca!
-¡No! –contestó
por su parte La Loba al sargento-. Sólo tengo un rincón en la
cocina, para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy!
Días después, un
mulo pateó a Nanni en el pecho y, pese a estar a punto de morir, el
párroco no quiso llevarle los santos óleos. La Loba no salía de la
casa, y cuando al fin se fue, Nanni pudo prepararse entonces para
morir como buen cristiano; se confesó y comulgó, dando tantas
muestras de arrepentimiento y contrición, que todos los vecinos y
curiosos lloraban ante la cama del moribundo. Y más le hubiera
valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviese a
tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó.
-¡Déjeme en paz!
-le decía a La Loba-. ¡Por caridad, déjeme en paz! He visto a la
muerte con mis propios ojos. La pobre Maricchia está desesperada.
¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y
para mí…
Y él hubiera
querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que, cuando
se clavaban en los suyos, le hacían sentir que perdía el cuerpo y
el alma. Ya no sabía qué hacer para librarse del hechizo. Mandó a
decir misas en sufragio de las almas del Purgatorio; fue a pedir
ayuda al párroco y al sargento. En la Pascua fue a confesarse, y
lamió seis palmos del atrio, delante de todos, como penitencia.
Después, dado que La Loba no dejaba de incitarlo, le dijo:
-¡Óigame bien! Que
no se le ocurra venir a buscarme a la era, porque, como hay un Dios
en el cielo, ¡la mato!
-¡Mátame! —le
dijo La Loba—. No me importa, porque sin ti no quiero vivir.
Cuando volvió a
divisarla a lo lejos, en medio del sembrado verde, dejó de escardar
la viña y fue por el hacha que pendía de la rama de un olmo. La
Loba lo vio llegar, pálido y trastornado, con el hacha que
relumbraba con la luz del sol; pero ella no se detuvo ni bajó los
ojos, y fue a su encuentro, llevando entre las manos un manojo de
amapolas rojas y comiéndoselo con sus ojazos negros.
—¡Ay! ¡Maldita
sea su alma! —murmuró Nanni.
Vida de los campos, Giovanni Verga, 1880.
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