No
pasa un día sin que me haga notar su presencia escondida. Voy por la
calle, cruzo un puente, me paro a respirar con los ojos cerrados el
olor matinal de la panadería y siento de repente que él se agita en
el fondo de mi edad; que, jovial y travieso, golpea con sus manos
tiernas en mis paredes interiores; que grita, se ríe y trata de
saltar a toda costa afuera del hombre que lo envuelve.
Tan
pronto me despierta a medianoche, acometido del antojo de que lo
lleve de la mano a ver el mar, como me suplanta en la conversación
con personas adultas por él desconocidas, poniéndome en ridículo.
Para, le digo. Estáte quieto. Pero no hay forma de que me haga caso.
Cuando
más atareado estoy, cuando más de frente arrecian los problemas, me
pregunta si le puedo traer una rama del bosque. Enreda en mis
tribulaciones como en una caja de hilos. Me convence, en fin, para
que en plena desesperación pise un charco.
Otros
días soy yo quien lo añora y va en su busca, preocupado porque su
silencio dura más de lo habitual. Me concome entonces el temor de
que se haya ido para siempre, dejándome por dentro a oscuras.
Por
suerte sé dónde encontrarlo. En los sabores dulces. Ahí está
seguro; de ahí, como si dijéramos, le viene su incontenible
propensión a la felicidad.
Lo
recreo también en la hierba sobre la que echo a correr con todas mis
fuerzas menguantes, sin más propósito que sentir el viento en la
cara. O aquí al lado, hace ya tanto tiempo, en las páginas dormidas
de mis primeros libros, que abro con tiento para que no se sobresalte
Le
tengo dicho que, si la vida me depara otro cesto de días, no seré
el último Fernando, que más afuera el siguiente se hará cargo del
nombre y las fatigas, hasta crecer sobre todos nosotros como la capa
exterior de la cebolla crece sobre las anteriores y su centro.
A
resguardo de la intemperie, podríamos entonces él y yo pasar las
horas entregados al juego y la alegría, retozando desde la mañana
hasta la noche en los interminables pasillos de la memoria.
Autorretrato sin mí. Fernando Aramburu, 2018.
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