Maritornes
trajina en la venta yendo de un lado para otro, seguida por las
pullas de los arrieros y las insolencias de los soldados. Está
acostumbrada, y si bien en comparación con su vida son dulces las
tueras y sabrosas las adelfas, ni una queja sale de sus labios. Es
humilde sin rencor, trabajadora sin odio, sirvienta sin hiel.
La
noche del veinticuatro de diciembre es azul, gélida, estrellada.
Maritornes enciende el fuego. Crujen las ramas verdes y un humo
blanco se eleva rápidamente; después las llamas se lo tragan. Dos o
tres chiquillos arrojan castañas y bellotas a las brasas. Estallidos
y carcajadas infantiles. Maritornes ríe también. Le es fácil reír
en Nochebuena, porque es Nochebuena y porque además tiene concertado
refocilarse, al dormirse los amos y sosegarse los huéspedes, con un
estudiante joven y limpio, de miembros finos y ensortijados cabellos
rubios. El estudiante no sabe nada, pero Maritornes está segura de
que no rechazará un cuerpo cálido en la cama fría. Sobre todo
porque en la oscuridad no se percatará de su boca desdentada por la
sífilis, de sus cejas peladas, de su nariz roma, de sus ojuelos
velados por un humor acuoso que destila constantemente. Y Maritornes
ríe, ríe ante los insultos del mesonero Juan Palomeque, ante las
palmadas de un arriero rijoso. Las risas arrecian cuando un recién
llegado, mozo de mulas, empieza a contar a gritos que, después de
recibir todos los sacramentos y abominando con eficaces razones los
libros de caballería, ha muerto don Alonso Quijano, que tanto tiempo
estuviera loco y recorriera caminos con el nombre de Don Quijote,
creyéndose caballero andante. Maritornes recuerda muy bien su
escuálida figura, y también el mofletudo rostro de su escudero
Sancho. Recuerda la noche en que el herido caballero llegó a la
venta, confundiéndola con un castillo. Recuerda que iba ella a la
cama de Sancho, cuando sintióla Don Quijote y la atrajo hacia sí,
diciendo que era de cendal su camisa de arpillera, de perlas
orientales las cuentas de vidrio que traía en la muñeca, de hebras
de oro de Arabia sus cabellos cochambrosos recogidos en una albanega
de fustán. Recuerda que la llamó “señora y doncella”. ¡A
ella, a Maritornes! Es como para reír. Pero la risa se transforma en
lágrimas y Maritornes llora.
Mucho
después de la medianoche, con tácitos y atentados pasos, Maritornes
entra en el aposento donde se aloja el estudiante. Se siente como
pensada por Don Quijote: joven, doncella y hermosa. Acerca el candil
al lecho y contempla al mozo dormido. Es muy distinto del hidalgo
manchego. Enjuto, bien conformado, casi un niño. En el suelo están
el espadín, el birrete, la golilla, los escarpines, las calzas, la
casaca y la camisa. Maritornes recoge y ordena todo. Después suelta
los cabellos. En ese momento se siente más agraciada que Oriana, más
inquietante que Urganda la Desconocida. Sus pies son dos palomas
blancas, su cuerpo el surtidor de una fuente, sus ojos dos estrellas
negras. Y las lágrimas que llora todavía, mientras se mete en la
cama del estudiante, son lágrimas de agradecimiento al Caballero de
la Triste Figura, que por segunda vez en su miserable vida le ha
regalado belleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario