Un día de primavera
me adentré en el prado que se extendía detrás del establo y sentí
elevarse alrededor las exhalaciones del campo, el húmedo dulzor de
la hierba, e imaginé que, al calor del sol, el espíritu de la
tierra ascendía y se fundía conmigo en un abrazo divino. Era tal la
luminosa convicción de los colores en el henar dorado, en el cielo
azul, que no pude contener la risa. Me tiré entre la hierba y
extendí los brazos. De inmediato me sentí en trance, pero, a la
vez, sin embargo, me mantenía consciente, de modo que en todo
aquello en lo que posaba los ojos no sólo veía su existencia sino
que también la sentía. Tales estados se producen de manera natural
en los niños. Resonaba en mí el zumbido del universo; el mundo y
yo, en una gran revelación natural, éramos indistinguibles. Vi la
languidez de los bichos mientras tejían entre las hojas de hierba y
dejaban hilos infinitesimalmente finos de una red resplandeciente de
textura tan tupida que el aliento de la tierra, al elevarse, creaba
en ella suaves ondulaciones. En los tallos de heno, diminutas
criaturas reptantes acometían colosales odiseas, viajes de toda una
vida, ante mis ojos. Aun así no estaba presente en mi cabeza la idea
de milagro, del milagro de la percepción microscópica. La escala
del universo era irrelevante y las menores señales de energía eran
proporcionales a la del sol, un ojo egipcio entre los tallos que él
iluminaba como ilumina la tierra, en mitades. El heno había quedado
aplastado debajo de mí, de modo que el contorno de mi cuerpo se
dibujaba en el campo, los brazos y las piernas extendidos, los dedos,
y tenía conciencia de mi ser como la silueta arbitraria de una
entidad que había decidido convertirse así en un medio para
comunicarse conmigo. La idea misma de una cabeza, unas extremidades y
un tronco sólo tenía sentido como acto de comunicación, yo me
percibía a mí mismo en el hormigueo de la hierba aplanada y, de
pronto, la sensación de imposición era enorme, un aguijoneo, un
alzamiento de esa parte del mundo que por alguna razón estaba
momentáneamente bajo mi responsabilidad, esa parte que me concedía
la posesión de sí misma. Y me levanté y tuve la sensación de
deslizarme sobre los planos del sol, que percibí como finas estrías
alternadas con delgadas líneas de las esencias húmedas de la
tierra. Y vuelto invisible por mi revelación, llegué al establo y
examiné la fachada, arrimando la cara a la blancura pintada de su
resplandor como un perro o un gato permanece con el hocico contra una
puerta hasta que se acerca alguien y lo deja salir. Y pegado a la
pared blanca del establo, avancé de lado hasta llegar a la ventana,
un simple recuadro sin cristal que se percibía sólo por la frescura
geométrica de su volumen interior, por estar dentro a oscuras. Y
allí me quedé, como en la boca un vacío, y sentí la existencia
insustancial del prado al sol atraída en torno a mí hacia el
interior del establo, como una implosión torrencial de luz hacia la
oscuridad y de vida hacia la muerte y yo mismo me desintegré también
en esa fuerza y fui absorbido como la paja del campo en medio de ese
rugido, pero permanecí donde estaba. Y en una relación espacial muy
normal con mi entorno sentí el calor sereno del sol en la espalda y
la frescura del establo fresco en la cara. Y el ventoso rugido
universal en los oídos se había estrechado y depurado hasta
alcanzar una frecuencia reconocible, la del canto pulsátil de una
mujer en el acto del amor, el suspiro y la nota y el suspiro y la
nota de una partitura estática. Escuché. Y empujado por el sol,
como si éste fuera una mano en mi nuca, metí la cara en el umbral
de esa oscuridad fresca y mis ojos, ya cegados por el sol, vieron en
la paja y en el estiércol a mi madre, desnuda, en una postura de
absoluta degradación, un cuerpo, un cuerpo enrojecido sin cabeza, la
cabeza amortajada con su propia ropa, todo invertido, como vuelto del
revés por una ráfaga de viento, todo orden, verdad y razón, y esta
madre profanada era tañida violentamente y obligada a cantar su
propia profanación. ¡Cómo describir lo que sentí! ¡Sentí que
merecía ver aquello! Sentí que era mi triunfo, pero me sentí
monstruosamente traicionado. Me sentí de pronto privado de fuerza
para sostenerme en pie. Me volví y deslicé la espalda pared abajo
hasta quedar sentado bajo la ventana. El corazón me palpitaba en el
pecho en nauseabunda proporción a los gritos de ella. Quise matarlo,
matar a ese hombre que mataba a mi madre. Quise entrar de un salto
por la ventana y clavarle un bieldo en la espalda, pero quise que él
la matara, quise que él la matara por mí. Quise ser él. Me tendí
en el suelo y, con los brazos sobre la cabeza y las manos
entrelazadas y los tobillos cruzados, rodé pendiente abajo por
detrás del establo, entre la hierba y la cosecha de heno. Aplasté
el heno como un cilindro mecánico de fuerza irrefrenable que rodaba
cada vez más deprisa sobre las piernas, a través de los riachuelos
y los surcos, por encima de la tierra desigual, imperfecta,
defectuosa e irregular, destellando el sol en mis ojos cerrados con
urgencia diurna, como si el tiempo, el planeta se hubieran
descontrolado. Como así fue. (Estoy recordando estas cosas ahora,
siendo ya un hombre mayor que mi padre cuando murió y para quien una
mujer de la edad de mi madre cuando todo esto ocurrió es una mujer
joven a la que prácticamente le doblo la edad. ¡Qué increíble
logro de la fantasía es la mente científica! Postulamos un mundo
empírico, pero ¿cómo es posible que yo esté aquí, ante esta
mesa, en esta habitación… y que no esté aquí? Si la memoria se
reduce a la estimulación de un sinfín de células del cerebro,
cuanto mayor sea el estímulo -el remordimiento, la toma de
conciencia del destino-, tanto más intensamente plena será la
sensación de la memoria, hasta el punto de que se producirá un
desplazamiento, como en una máquina del tiempo, y la memoria pasará
a ser, en sentido ontológico, otra realidad.) Papá, ahora te veo en
el universo creado por ti. Camino por los suelos encerados de tu casa
y me siento a tu mesa en el comedor. Noto las borlas del mantel en
mis rodillas desnudas. La luz de los candelabros ilumina tu boca
risueña de dientes grandes. Veo el abultamiento de tu garganta a la
altura del cuello de la camisa. El cuero cabelludo rosado se ve a
través del corte de pelo al rape de estilo alemán. Veo tu cabeza en
alto durante una conversación y tu mano blanca y carnosa de gesto
consumado dejando las cosas claras a tu esposa en el extremo opuesto
de la mesa. Mamá está muy atenta. La llama de la vela arde en sus
ojos e imagino la fiebre allí, pero está muy tranquila y realmente
absorta en lo que dices. De su cuello largo, muy blanco, cuelga una
fina cadena, de la que pende en la oscuridad de su pudoroso vestido
un camafeo de color crema, el perfil labrado de otra bella dama de
otro tiempo. En su cuello se advierte una palpitación lenta y
delicada. Tiene sus pequeñas manos entrelazadas y los huesos de su
muñecas sobresalen de la orla de encaje de los puños. Te sonríe en
el seno de tu afectuoso sentido de la propiedad, orgullosa de ti,
complacida de ser tuya, de ser señora de esta casa y de ser madre de
este niño. De la presencia de mi preceptor, sentado a la mesa frente
a mí, girando distraídamente el pie de la copa de vino y lanzándole
miradas, apenas es consciente. Solo tiene ojos para su marido. Ahora
pienso, papá, que en ese momento sus sentimientos son sinceros.
Ahora me consta que cada momento posee su propia convicción y lo que
llamamos traición es la convicción de cada momento, el deseo de que
algo sea lo que parece ser. En el estado de regocijo, es posible amar
a la persona a la que se ha traicionado y regenerarse en el amor por
ella, sí, es totalmente posible. El amor renueva todas las caras y
todas las costumbres y todos los ideales y deja relucientes los
barrotes de la prisión, pero ¿cómo podía saber eso un niño?
Corrí a mi habitación y esperé a que alguien me siguiese. A
quienquiera que se atreviese a entrar en mi habitación lo atacaría,
lo destrozaría. Quería que fuese ella, quería que ella acudiese a
mí, para abrazarme y cogerme la cabeza entre sus manos y besarme en
los labios como a ella le gustaba, quería que emitiese esos sonidos
inarticulados de consuelo que emitía mientras me estrechaba cuando
yo me hacía daño o me sentía desdichado, y entonces yo le pegaría
con los puños, la derribaría a golpes y la vería levantar las
manos aterrorizada e impotente mientras yo le pegaba y le asestaba
puntapiés y saltaba sobre ella y le arrancaba el aire del cuerpo,
pero fue mi preceptor quien, al cabo de un rato, abrió la puerta, se
asomó a la habitación con la mano en el pomo, sonrió, pronunció
unas palabras y me dio las buenas noches. Cerró la puerta y lo oí
subir por la escalera a la planta de arriba, donde tenía su
habitación. Ledig, se llamaba. Era cristiano. Yo había buscado en
su cara, sin encontrarlo, algún indicio de autosuficiencia, de
orgullo burlón o de crueldad. No se advertía la menor ordinariez,
nada que pudiera ofenderme. Contaba apenas veinte años. Incluso me
pareció detectar en sus ojos cierto grado de tormento. En todo caso,
siempre parecía melancólico y, durante mis clases, a menudo dejaba
vagar el pensamiento y se quedaba mirando por la ventana y suspiraba.
Era un colegial en igual medida que su alumno. Existían, pues, todas
las razones para abstenerse de juzgarlo, para dejar pasar el tiempo,
para reflexionar, para adquirir entendimiento. Nadie sabía lo que
sabía yo. Yo tenía esa opción, pero ¿la tenía? Me habían
puesto en una situación intolerable. Se me había concedido doble
visión, de esa que se produce después de un golpe brutal. Descubrí
que no quería saber nada de mi madre dulce y considerada. Descubrí
que no soportaba la delicada pedagogía de mi preceptor. ¿Cómo
cabía esperar, en medio de ese aislamiento rural, que yo siguiera
adelante? No tenía amigos, no se me permitía jugar con los hijos de
los campesinos que trabajaban para nosotros. Sólo contaba con esa
trinidad de madre, preceptor y padre, esta trinidad no precisamente
santísima del engaño y la ignorancia que me había excomulgado de
mi vida a los trece años. Ésta es, por supuesto, la edad en que un
niño se inicia en la madurez para el calendario del judaísmo
tradicional.
Entre tanto, mi
padre vivía centrado en el triunfo de su vida, dirigiendo una
explotación agropecuaria conforme a los principios más modernos de
la gestión científica, asombrando a sus campesinos e indignando a
los demás granjeros de la región con su éxito. El sol hacía
crecer sus cultivos, la Sociedad Agrícola de Galitzia le concedió
un premio por la calidad de su leche y vivía con esa satisfacción
perdurable que parece otorgarse a los individuos que están
sobradamente a la altura de la vida que han elegido. Yo lo había
incorporado al universo de los poderes gigantescos que, como niño,
experimentaba con el cambio de las estaciones. Veía a los toros
fecundar a las vacas, veía parir a las yeguas, veía salir la vida
del huevo y el prodigo multiplicador de las charcas y los estanques,
la gelatina y el cieno de la vida rielando en una expectativa
grávida. Allí donde ponía los ojos, la vida brotaba de algo que no
era vida, los insectos se desplegaban desde el interior de su sacos
en la superficie de las aguas quietas y al instante empezaban a
merodear en busca de cena; todo aquello que empezaba a existir sabía
de inmediato qué hacer y lo hacía sin sorprenderse de ser lo que
era, indiferente al lugar donde estaba; la gran tierra expulsaba por
cada poro, por cada célula, a sus recién nacidos ensangrentados,
alumbraba su propia diversidad a partir de todas las sustancias
concebibles que contenía en sí misma, manaba vida que volaba o se
agitaba al viento o descendía desde las montañas o se adhería la
cara inferior negra y húmeda de las rocas o nadaba o mamaba o mugía
o se partía en silencio. Yo situaba a mi padre en medio de todo esto
como propietario y administrador. El vivía en el universo de los
poderes gigantescos porque lo comprendía y lo ponía a su servicio,
usaba el sol de cada día para sus cultivos y para criar lo que
criaba de manera natural, por eso yo lo distinguía como el ojo de
Dios en el reino, la inteligencia que aportaba orden y otorgaba a
todo su valor. Él me quería y yo aún siento mi propio placer al
hacerlo reír y quizá no me engañe cuando recuerdo el contacto de
mi mano infantil en su mejilla sin afeitar, el olor a vino en su
aliento, el humo de tabaco impregnado a su pelo espeso y ondulado o
su expresión de fingido asombro en su absurda felicidad cuando
jugábamos. Tenía lo ojos juntos, del color de la uva negra, y los
abría mucho en nuestros juegos. Se reía como un caballo y enseñaba
unos dientes grandes y blancos. Era un hombre fuerte, fornido y
robusto -la complexión que yo heredé- y había surgido como
huérfano de los callejones de la Europa oriental cosmopolita, como
los anfibios de Darwin salían del mar, y se había convertido en
hacendado, marido y padre. Era un judío que no hablaba yidish y un
granjero criado en la ciudad. No me permitían jugar con los niños
de la aldea ni asistir a sus toscas escuelas. Vivíamos solos,
aislados en nuestra finca, en el orgullo de la vida construida por
uno mismo; ni judíos ni cristianos, ni amigos ni siervos de los
austrohúngaros. A día de hoy aún no sé cómo se las arregló, ni
qué rabia devoradora lo indujo a negar toda clasificación que la
sociedad impone y vivir como una anomalía, sin lazos con el pasado
en un mundo que, como después se vio, no tenía futuro alguno pero
yo siento reverencia por el hecho de que lo hiciera. Por erguirse con
la vida, quedó expuesto a las espadas de los jinetes mongoles, las
hoces de los campesinos en la revolución, los ceños fruncidos de
banqueros monstruosos y los gestos cruciformes de prelados. Debido a
su arrogancia, se vio amenazado por el poder acumulado de toda la
historia europea, dispuesta a decapitarlo, a clavar su cabeza en un
poste y a convertirlo en espantapájaros en sus propios campos, con
los brazos rígidamente extendidos hacia la vida. Pero cuando llegó
el momento de esta transformación, se llevó a cabo con extrema
facilidad, por medio de una palabra de su hijo. Yo fui el instrumento
de su caída. Irónicamente, el linaje y el mito, la cultura, la
historia y el tiempo adoptaron la forma de su propio hijo.
La observé durante
varios días. Recordaba el sarpullido de la pasión en su carne.
Estaba tan avergonzado de mí mismo que me sentía continuamente
enfermo: la más vaga, más difusa náusea, náusea de la sangre,
náusea del hueso. En la cama, por la noche, me costaba respirar y
espantosas oleadas de fiebre rompían en mí y me dejaban reseco en
mi terror. No podía expulsar de mi mente la imagen de su cuerpo
derrocado, las amplias blancuras, sus pies calzados en el aire, cada
noche la hacía gritar de éxtasis en mis sueños y un día, al
amanecer, desperté mojado en mi propia savia. Ésa fue la crisis que
me venció, porque, a causa del miedo a ser descubierto por la criada
y por mi madre, a causa del miedo a ser descubierto por todos ellos
como el archicriminal de mis sueños, corrí a él, acudí a él en
busca de la absolución, confesé y me acogí a su misericordia.
Papá, dije. Él estaba en la perrera cruzando a una pareja de
bracos. Empleaba esa raza para cazar. Había armado una especie de
arnés para la hembra para que no huyera, una especie de picota, y la
perra aullaba desesperada y, si bien con el rabo mostraba su
disponibilidad, apartaba el trasero de las arremetidas del macho en
erección, que la montaba y embestía y fallaba y la volvía a montar
y no conseguía mantenerla quieta. Mi padre se golpeaba la palma de
la mano izquierda con el puño de la derecha. Métesela, vociferaba,
venga, entra ahí, dale ya. Finalmente el macho lo consiguió y
empezó el apareamiento. La hembra ahora permanecía inmóvil y en
silencio, cayéndole la baba por los belfos, dejando escapar algún
que otro gemido. Y al final el macho se corrió y se quedó erguido
con las patas delanteras en el lomo de ella, colgándole la lengua
mientras jadeaba, y aguardaron como perros a que se produjese la
detumescencia. Mi padre se arrodilló junto a ellos y los apaciguó
con susurros. Buenos perros, dijo, buenos perros. En este momento hay
que vigilarlos, me dijo. Si intentan separarse demasiado pronto, se
hacen daño. Papá, dije. Se volvió y me miró por encima del
hombro, allí arrodillado junto a los perros, y vi su felicidad y su
esplendor con el pantalón de faena remetido en las botas de montar
negras y la camisa con el cuello desabrochado y el vello negro del
pecho ensortijado hasta la garganta, y dije papá, habría que llamar
a estos perros Mamá y Ledig. Y me di la vuelta tan deprisa que ni
siquiera recuerdo el momento en que se demudó su rostro. No esperé
siquiera a ver si me entendía, me di la vuelta y eché a correr,
pero sí estoy seguro de una cosa: mi padre no me llamó.
En nuestra casa
había una solana, una especie de invernadero con una pared exterior
de cristal y el techo inclinado de cristal verde con armazón de
acero. Era un elemento muy lujoso en esa región y aquel era el sitio
preferido de mi madre para estar. Lo había llenado de plantas y
libros y le gustaba tumbarse allí en una chaise longue a leer y
fumar. Allí la encontré, como preveía, y la contemplé con asombro
y fascinación porque conocía su destino. Era de una belleza
extraordinaria, de pelo oscuro, con la raya en medio, recogido en un
moño, y las manos pequeñas, y la adorable redondez de la barbilla,
los asomos bajo la barbilla de una incipiente gordura, como un rasgo
de indolencia en su carácter. Pero un hombre no se fijaría tanto en
eso como en su cuello, tan adorable y frágil, o en el turgente busto
pudorosamente cubierto. Un hombre no desearía ver las señales del
futuro. Como era mi madre nunca me había parado a pensar en que era
mucho más joven que mi padre. Se había casado con él recién
salida del colegio, mi madre era la mayor de cuatro hijas y sus
padres estaban impacientes por acomodarla en próspero bienestar, eso
es lo que ofrece un hombre maduro. No es que los padres desconocieran
el elemento erótico para el hombre en esa clase de matrimonios, lo
conocían perfectamente. La rectitud y el decoro son siempre muy
prácticos. La contemplé con asombro y sobrecogimiento. Me sonrojé.
¿Qué pasa?, dijo ella. Bajó el libro y sonrió y me tendió los
brazos. ¿Qué, Willi, qué pasa? Me eché a sus brazos y rompí a
llorar y ella me estrechó y mis lágrimas mojaron el vestido oscuro
que llevaba puesto. Me cogió la cabeza y susurró ¿Qué, Willi, qué
te has hecho, pobre Willi? De pronto, dándose cuenta de que mis
sollozos habían pasado a ser entrecortados e histéricos, me apartó
sin soltarme -las lágrimas y los mocos caían de mí- y abrió los
ojos desorbitadamente en una expresión de sincera alarma.
Esa noche oí desde
el dormitorio los sonidos pasmosos y excitantes de su perdición.
Volví a oír esos terribles sonidos de golpes sobre un cuerpo en
Berlín después de la guerra, matones del Freinkorps en las calles
agrediendo a rameras que habían sacado a rastras del burdel y
arrancándoles la ropa del cuerpo y abatiéndolas a palos sobre los
adoquines. Me incorporé en la cama, casi incapaz de respirar,
aterrorizado, pero sintiendo una innegable excitación. Dale ya,
mascullé, golpeándome la palma con el puño. Dale ya. Pero de
pronto no lo resistí más y entré corriendo en su habitación y me
planté entre ellos. Levanté de la cama a mi madre, que no dejaba de
gritar, la estreché entre mis brazos y a voz en cuello exigí a mi
padre que parase, que parase, pero él alargó los brazos por encima
de mí, la agarró del pelo con una mano y le asestó un puñetazo en
la cara con la otra. Yo monté en cólera, la aparté de un empujón y
me abalancé sobre él, lanzándole golpes, diciéndole a gritos que
iba a matarlo. Esto ocurrió en Galitzia en el año 1910. Aquello iba
a ser destruido en cualquier caso, incluso sin mí.
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