A la que un día lo leerá, ya tarde como siempre.
Las oficinas del CERN daban a un
pasillo sombrío, y a Javier le gustaba salir de su despacho y fumar un
cigarrillo yendo y viniendo, imaginando a Mireille detrás de la puerta de la
izquierda. Era la cuarta vez en tres años que iba a trabajar como temporero a
Ginebra, y a cada regreso Mireille lo saludaba cordialmente, lo invitaba a
tomar té a las cinco con otros dos ingenieros, una secretaria y un mecanógrafo
poeta y yugoslavo. Nos gustaba el pequeño ritual porque no era diario y por
tanto mecánico; cada tres o cuatro días, cuando nos encontrábamos en un ascensor
o en el pasillo, Mireille lo invitaba a reunirse con sus colegas a la hora del
té que improvisaban sobre su escritorio. Tal vez Javier le caía simpático
porque no disimulaba su aburrimiento y sus ganas de terminar el contrato y
volverse a Londres. Era difícil saber por qué lo contrataban, en todo caso los
colegas de Mireille se sorprendían ante su desprecio por el trabajo y la leve
música del transistor japonés con que acompañaba sus cálculos y sus diseños.
Nada parecía acercarnos en ese entonces, Mireille se quedaba horas y horas en
su escritorio y era inútil que Javier intentara cábalas absurdas para verla
salir después de treinta y tres idas y venidas por el pasillo; pero si hubiera
salido, sólo habrían cambiado un par de frases cualesquiera sin que Mireille
imaginara que él se paseaba con la esperanza de verla salir, así como él se
paseaba por juego, por ver si antes de treinta y tres Mireille o una vez más
fracaso. Casi no nos conocíamos, en el CERN casi nadie se conoce de veras, la
obligación de coexistir tantas horas por semana fabrica telarañas de amistad o
enemistad que cualquier viento de vacaciones o de cesantía manda al diablo. A
eso jugamos durante esas dos semanas que volvían cada año, pero para Javier el
retorno a Londres era también Eileen y una lenta, irrestañable degradación de
algo que alguna vez había tenido la gracia del deseo y el goce, Eileen gata
trepada a un barrilete, saltarina de garrocha sobre el hastío y la costumbre.
Con ella había vivido un safari en plena ciudad, Eileen lo había acompañado a
cazar antílopes en Piccadilly Circus, a encender hogueras de vivac en Hampstead
Heath, todo se había acelerado como en las películas mudas hasta una última
carrera de amor en Dinamarca, o había sido en Rumanía, de pronto las
diferencias siempre conocidas y negadas, las cartas que cambian de posición en
la baraja y modifican las suertes, Eileen prefiriendo el cine a los conciertos
o viceversa, Javier yéndose solo a buscar discos porque Eileen tenía que
lavarse el pelo, ella que sólo se lo había lavado cuando realmente no había
otra cosa que hacer, protestando contra la higiene y por favor enjuagame la
cara que tengo champú en los ojos. El primer contrato del CERN había llegado
cuando ya nada quedaba por decirse salvo que el departamento de Earl’s Court
seguía allí con las rutinas matinales, el amor como la sopa o el Times, como
tía Rosa y su cumpleaños en la finca de Bath, las facturas del gas. Todo eso
que era ya un turbio vacío, un presente pasado de contradictorias recurrencias,
llenaba el ir y venir de Javier por el pasillo de las oficinas, veinticinco,
veintiséis, veintisiete, tal vez antes de treinta la puerta y Mireille y hola,
Mireille que iría a hacer pipí o a consultar un dato con el estadígrafo inglés
de patillas blancas, Mireille morena y callada, blusa hasta el cuello donde
algo debía latir despacio, un pajarito de vida sin demasiados altibajos, una
madre lejana, algún amor desdichado y sin secuelas, Mireille ya un poco
solterona, un poco oficinista pero a veces silbando un tema de Mahler en el
ascensor, vestida sin capricho, casi siempre de pardo o de traje sastre, una
edad demasiado puesta, una discreción demasiado hosca.
Sólo uno de los dos escribe esto
pero es lo mismo, es como si lo escribiéramos juntos aunque ya nunca más
estaremos juntos, Mireille seguirá en su casita de las afueras ginebrinas,
Javier viajará por el mundo y volverá a su departamento de Londres con la
obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo, en Eileen. Lo
escribimos como una medalla es al mismo tiempo su anverso y su reverso que no
se encontrarán jamás, que sólo se vieron alguna vez en el doble juego de
espejos de la vida. Nunca podremos saber de verdad cuál de los dos es más
sensible a esta manera de no estar que para él y para ella tiene el otro. Cada
uno de su lado, Mireille llora a veces mientras escucha un determinado quinteto
de Brahms, sola al atardecer en su salón de vigas oscuras y muebles rústicos,
al que por momentos llega el perfume de las rosas del jardín. Javier no sabe llorar,
sus lágrimas eligen condensarse en pesadillas que lo despiertan brutalmente
junto a Eileen, de las que se despoja bebiendo coñac y escribiendo textos que
no contienen forzosamente las pesadillas aunque a veces sí, a veces las vuelca
en inútiles palabras y por un rato es el amo, el que decide lo que será dicho o
lo que resbalará poco a poco al falso olvido de un nuevo día.
A nuestra manera los dos sabemos
que hubo un error, una equivocación restañable pero que ninguno fue capaz de
restañar. Estamos seguros de no habernos juzgado nunca, de simplemente haber
aceptado que las cosas se daban así y que no se podía hacer más que lo que
hicimos. No sé si pensamos entonces en cosas como el orgullo, la renuncia, la
decepción, si solamente Mireille o solamente Javier las pensaron mientras el
otro las aceptaba como algo fatal, sometiéndose a un sistema que los abarcaba y
los sometía, es demasiado fácil ahora decirse que todo pudo depender de una
rebeldía instantánea, de encender el velador al lado de la cama cuando Mireille
se negaba, de guardar a Javier a su lado toda la noche cuando él buscaba ya sus
ropas para volver a vestirse; es demasiado fácil echarle la culpa a la
delicadeza, a la imposibilidad de ser brutal u obstinado o generoso. Entre
seres más simples o más ignorantes eso no hubiera sucedido así, acaso una
bofetada o un insulto hubieran contenido la caridad y el justo camino que el
decoro nos vedó cortésmente. Nuestro respeto venía de una manera de vivir que
nos acercó como las caras de la medalla; lo aceptamos cada cual de su lado,
Mireille en un silencio de distancia y renuncia, Javier murmurándole su
esperanza ya ridícula, callándose por fin en mitad de una frase, en mitad de
una última carta. Y después de todo sólo nos quedaba, nos queda la lúgubre
tarea de seguir siendo dignos, de seguir viviendo con la vana esperanza de que
el olvido no nos olvide demasiado.
Un mediodía nos encontramos en
casa de Mireille, casi como por obligación ella lo había invitado a almorzar
con otros colegas, no podía dejarlo de lado cuando Gabriela y Tom habían
aludido al almuerzo mientras tomaban el té en su oficina, y Javier había
pensado que era triste que Mireille lo invitara por una simple presión social
pero había comprado una botella de Jack Daniels y conocido la cabaña de las
afueras de Ginebra, el pequeño rosedal y el barbecue donde Tom oficiaba entre
cócteles y un disco de los Beatles que no era de Mireille, que ciertamente no
estaba en la severa discoteca de Mireille pero que Gabriela había echado a
girar porque para ella y Tom y medio CERN el aire era irrespirable sin esa
música. No hablamos mucho, en algún momento Mireille lo llevó por el rosedal y
él le preguntó si le gustaba Ginebra y ella le contestó con sólo mirarlo y
encogerse de hombros, la vio afanarse con platos y vasos, le oyó decir una
palabrota porque una chispa en la mano, los fragmentos se iban reuniendo y tal
vez fue entonces que la deseó por primera vez, el mechón de pelo cruzándole la
frente morena, los blue-jeans marcándole la cintura, la voz un poco grave que
debía saber cantar lieder, decir las cosas importantes como un simple murmullo
musgoso. Volvió a Londres al fin de la semana y Eileen estaba en Helsinki, un
papel sobre la mesa informaba de un trabajo bien pagado, tres semanas, quedaba
un pollo en la heladera, besos.
La vez
siguiente el CERN ardía en una conferencia de alto nivel, Javier tuvo que
trabajar de veras y Mireille pareció tenerle lástima cuando él se lo dijo
lúgubremente entre el quinto piso y la calle; le propuso ir a un concierto de
piano, fueron, coincidieron en Schubert pero no en Bartok, bebieron en un
cafecito casi desierto, ella tenía un viejo auto inglés y lo dejó en su hotel,
él le había traído un disco de madrigales y fue bueno saber que no lo conocía,
que no sería necesario cambiarlo. Domingo y campo, la transparencia de una
tarde casi demasiado suiza, dejamos el auto en una aldea y anduvimos por los
trigales, en algún momento Javier le contó de Eileen, así por contarlo, sin
necesidad precisa, y Mireille lo escuchó callada, le ahorró la compasión y los
comentarios que sin embargo él hubiera querido de alguna manera porque esperaba
de ella algo que empezara a parecerse a lo que sentía, su deseo de besarla
dulcemente, de apoyarla contra el tronco de un árbol y conocer sus labios, toda
su boca. Casi no hablamos de nosotros a la vuelta, nos dejábamos ir por los
senderos que proponían sus temas a cada recodo, los setos, las vacas, un cielo
con nubes plateadas, la tarjeta postal del buen domingo. Pero cuando bajamos
corriendo una cuesta entre empalizadas, Javier sintió la mano de Mireille cerca
de la suya y la apretó y siguieron corriendo como si se impulsaran mutuamente,
y ya en el auto Mireille lo invitó a tomar el té en su cabaña, le gustaba
llamarla cabaña porque no era una cabaña pero tenía tanto de cabaña, y escuchar
discos. Fue un alto en el tiempo, una línea que cesa de pronto en el ritmo del
dibujo antes de recomenzar en otra parte del papel, buscando una nueva
dirección.
Hicimos un
balance muy claro esa tarde: Mahler sí, Brahms sí, la edad media en conjunto
sí, jazz no (Mireille), jazz sí (Javier). Del resto no hablamos, quedaban por
explorar el renacimiento, el barroco, Pierre Boulez, John Cage (pero Mireille
no Cage, eso era seguro aunque no hubieran hablado de él, y probablemente
Boulez músico no, aunque director sí, esos matices importantes). Tres días
después fuimos a un concierto, cenamos en la ciudad vieja, había una postal de
Eileen y una carta de la madre de Mireille pero no hablamos de ellas, todo era
todavía Brahms y un vino blanco que a Brahms le hubiera gustado porque
estábamos seguros de que el vino blanco tenía que haberle gustado a Brahms.
Mireille lo dejó en el hotel y se besaron en las mejillas, quizá no demasiado
rápido como cuando no en las mejillas, pero en las mejillas. Esa noche Javier
contestó la postal de Eileen, y Mireille regó sus rosas bajo la luna, no por
romanticismo porque nada tenía de romántica, sino porque el sueño tardaba en
venir.
Faltaba la
política, salvo comentarios aislados que mostraban poco a poco nuestras
diferencias parciales. Tal vez no habíamos querido afrontarla, tal vez
cobardemente; el té en la oficina desató la cosa, el mecanógrafo poeta golpeó
duro contra los israelíes, Gabriela los encontró maravillosos, Mireille dijo
solamente que estaban en su derecho y qué demonios, Javier le sonrió sin ironía
y observó que exactamente lo mismo podía decirse de los palestinos. Tom estaba
por un arreglo internacional con cascos azules y el resto de la farándula, lo
demás fue té y previsiones sobre la semana de trabajo. Alguna vez hablaríamos
en serio de todo eso, ahora solamente nos gustaba mirarnos y sentirnos bien,
decirnos que dentro de poco tendríamos una velada Beethoven en el Victoria
Hall; de ella hablamos en la cabaña, Javier había traído coñac y un juguete
absurdo que según él tenía que gustarle muchísimo a Mireille pero que ella
encontró sumamente tonto aunque lo mismo lo puso en un estante después de darle
cuerda y contemplar amablemente sus contorsiones. Esa tarde fue Bach, fue el
violonchelo de Rostropovich y una luz que descendía poco a poco como el coñac
en las burbujas de las copas. Nada podía ser más nuestro que ese acuerdo de
silencio, jamás habíamos necesitado alzar un dedo o callar un comentario; sólo
después, con el gesto de cambiar el disco, entraban las primeras palabras.
Javier las dijo mirando al suelo, preguntó simplemente si alguna vez le sería
dado saber lo que ella ya sabía de él, su Londres y su Eileen de ella.
Sí, claro que
podía saber pero no, en todo caso no ahora. Alguna vez, de joven, nada que
contar salvo que bueno, había días en que todo pesaba tanto. En la penumbra
Javier sintió que las palabras le llegaban como mojadas, un instantáneo ceder
pero secándose ya los ojos con el revés de la manga sin darle tiempo a
preguntar más o a pedirle perdón. Confusamente la rodeó con un brazo, buscó su
cara que no lo rechazaba pero que estaba como en otra parte, en otro tiempo.
Quiso besarla y ella resbaló de lado murmurando una excusa blanda, otro poco de
coñac, no había que hacerle caso, no había que insistir.
Todo se
mezcla poco a poco, no nos acordaríamos en detalle del antes o el después de
esas semanas, el orden de los paseos o los conciertos, las citas en los museos.
Acaso Mireille hubiera podido ordenar mejor las secuencias, Javier no hacía más
que poner sus pocas cartas boca arriba, la vuelta a Londres que se acercaba,
Eileen, los conciertos, descubrir por una simple frase la religión de Mireille,
su fe y sus valores precisos, eso que en él no era más que esperanza de un
presente casi siempre derogado. En un café, después de pelearnos riendo por una
cuestión de quién pagaría, nos miramos como viejos amigos, bruscamente
camaradas, nos dijimos palabrotas privadas de sentido, zarpas de osos jugando.
Cuando volvimos a escuchar música en la cabaña había entre nosotros otra manera
de hablar, otra familiaridad de la mano que empujaba una cintura para franquear
la puerta, el derecho de Javier de buscar por su cuenta un vaso o pedir que
Telemann no, que primero Lotte Lehman y mucho, mucho hielo en el whisky. Todo
estaba como sutilmente trastrocado, Javier lo sentía y algo lo perturbó sin
saber qué, un haber llegado antes de llegar, un derecho de ciudad que nadie le había
dado. Nunca nos mirábamos a la hora de la música, bastaba con estar ahí en el
viejo sofá de cuero y que anocheciera y Lotte Lehman. Cuando él le buscó la
boca y sus dedos rozaron la comba de sus senos, Mireille se mantuvo inmóvil y
se dejó besar y respondió a su beso y le cedió durante un segundo su lengua y
su saliva, pero siempre sin moverse, sin responder a su gesto de levantarla del
sillón, callando mientras él le balbuceaba el pedido, la llamaba a todo lo que
estaba esperando en el primer peldaño de la escalera, en la noche entera para
ellos.
También él
esperó, creyendo comprender, le pidió perdón pero antes, todavía con la boca
muy cerca de su cara, le preguntó por qué, le preguntó si era virgen, y
Mireille negó agachando la cabeza, sonriéndole un poco como si preguntar eso
fuera tonto, fuera inútil. Escucharon otro disco comiendo bizcochos y bebiendo,
la noche había cerrado y él tendría que irse. Nos levantamos al mismo tiempo,
Mireille se dejó abrazar como si hubiera perdido las fuerzas, no dijo nada
cuando él volvió a murmurarle su deseo; subieron la estrecha escalera y en el
rellano se separaron, hubo esa pausa en que se abren puertas y se encienden
luces, un pedido de espera y una desaparición que se prolongó mientras en el
dormitorio Javier se sentía como fuera de sí mismo, incapaz de pensar que no
hubiera debido permitir eso, que eso no podía ser así, la espera intermedia,
las probables precauciones, la rutina casi envilecedora. La vio regresar
envuelta en una bata de baño de esponja blanca, acercarse a la cama y tender la
mano hacia el velador. «No apagues la luz», le pidió, pero Mireille negó con la
cabeza y apagó, lo dejó desnudarse en la oscuridad total, buscar a tientas el
borde de la cama, resbalar en la sombra contra su cuerpo inmóvil.
No hicimos el
amor. Estuvimos a un paso después que Javier conoció con las manos y los labios
el cuerpo silencioso que lo esperaba en la tiniebla. Su deseo era otro, verla a
la luz de la lámpara, sus senos y su vientre, acariciar una espalda definida,
mirar las manos de Mireille en su propio cuerpo, detallar en mil fragmentos ese
goce que precede al goce. En el silencio y la oscuridad totales, en la
distancia y la timidez que caían sobre él desde Mireille invisible y muda, todo
cedía a una irrealidad de entresueño y a la vez él era incapaz de hacerle
frente, de saltar de la cama y encender la luz y volver a imponer una voluntad
necesaria y hermosa. Pensó confusamente que después, cuando ella ya lo hubiera
conocido, cuando la verdadera intimidad comenzara, pero el silencio y la sombra
y el tictac de ese reloj en la cómoda podían más. Balbuceó una excusa que ella
acalló con un beso de amiga, se apretó contra su cuerpo, se sintió
insoportablemente cansado, tal vez durmió un momento.
Tal vez
dormimos, sí, tal vez en esa hora quedamos abandonados a nosotros mismos y nos
perdimos. Mireille se levantó la primera y encendió la luz, envuelta en su bata
volvió al cuarto de baño mientras Javier se vestía mecánicamente, incapaz de
pensar, la boca como sucia y la resaca del coñac mordiéndole el estómago.
Apenas hablaron, apenas se miraban, Mireille dijo que no era nada, que en la
esquina había siempre taxis, lo acompañó hasta abajo. Él no fue capaz de romper
la rígida cadena de causas y consecuencias, la rutina obligada que desde mucho
más atrás de ellos mismos le exigía agachar la cabeza y marcharse de la cabaña
en plena noche; sólo pensó que al otro día hablarían más tranquilos, que
trataría de hacerle comprender, pero comprender qué. Y es verdad que hablaron
en el café de siempre y que Mireille volvió a decir que no era nada, no tenía
importancia, otra vez acaso sería mejor, no había que pensar. Él se volvía a
Londres tres días más tarde, cuando le pidió que lo dejara acompañarla a la
cabaña ella le dijo que no, mejor no. No supimos hacer ni decir otra cosa, ni
siquiera supimos callarnos, abrazarnos en cualquier esquina, encontrarnos en
cualquier mirada. Era como si Mireille esperara de Javier algo que él esperaba
de Mireille, una cuestión de iniciativas o de prelaciones, de gestos de hombre
y acatamientos de mujer, la inmutabilidad de las secuencias decididas por
otros, recibidas desde fuera; habíamos avanzado por un camino en el que ninguno
había querido forzar la marcha, quebrar la armoniosa paridad; ni siquiera
ahora, después de saber que habíamos errado ese camino, éramos capaces de un
grito, de un manotón hacia la lámpara, del impulso por encima de las ceremonias
inútiles, de las batas de baño y no es nada, no te preocupes por eso, otra vez
será mejor. Hubiera sido preferible aceptarlo entonces, enseguida. Hubiera sido
preferible repetir juntos: por delicadeza perdemos nuestra vida; el poeta nos
hubiera perdonado que habláramos también por nosotros.
Dejamos de
vernos durante meses. Javier escribió, por supuesto, y puntualmente le llegaron
unas pocas frases de Mireille, cordiales y distantes. Entonces él empezó a
telefonearle por las noches, casi siempre los sábados cuando la imaginaba sola
en la cabaña, disculpándose si interrumpía un cuarteto o una sonata, pero
Mireille respondía siempre que había estado leyendo o cuidando el jardín, que
estaba muy bien que llamara a esa hora. Cuando viajó a Londres seis meses más
tarde para visitar a una tía enferma, Javier le reservó un hotel, se encontraron
en la estación y fueron a visitar los museos, King’s Road, se divirtieron con
una película de Milos Forman. Hubo esa hora como de antaño, en un pequeño
restaurante de Whitechapel las manos se encontraron con una confianza que
abolía el recuerdo, y Javier se sintio mejor y se lo dijo, le dijo que la
deseaba más que nunca pero que no volvería a hablarle de eso, que todo dependía
de ella, del día en que decidiera volver al primer peldaño de la primera noche
y simplemente le tendiera los brazos. Ella asintió sin mirarlo, sin
aquiescencia ni negativa, solamente encontró absurdo que él siguiera rechazando
los contratos que le proponían en Ginebra. Javier la acompañó hasta el hotel y
Mireille se despidió en el lobby, no le pidió que subiera pero le sonrió al
besarlo livianamente en la mejilla, murmurando un hasta pronto.
Sabemos
tantas cosas, que la aritmética es falsa, que uno más uno no siempre son uno
sino dos o ninguno, nos sobra tiempo para hojear el álbum de agujeros, de
ventanas cerradas, de cartas sin voz y sin perfume. La oficina cotidiana,
Eileen convencida de prodigar felicidad, las semanas y los meses. Otra vez
Ginebra en el verano, el primer paseo al borde del lago, un concierto de Isaac
Stern. En Londres quedaba ahora la sombra menuda de María Elena que Javier
había encontrado en un cóctel y que le había dado tres semanas de livianos
juegos, el placer por sí mismo allí donde el resto era un amable vacío diurno
con María Elena volviéndose infatigable al tenis y a los Rolling Stones, un
adiós sin melancolía después de un último week-end gozado como eso, como un
adiós sin melancolía. Se lo dijo a Mireille, y sin necesidad de preguntárselo
supo que ella no, que ella la oficina y las amigas, que ella siempre la cabaña
y los discos. Le agradeció sin palabras que Mireille lo escuchara con su grave,
atento silencio comprensivo, dejándole la mano en la mano mientras miraban
anochecer sobre el lago y decidían el lugar de la cena.
Después fue
el trabajo, una semana de encuentros aislados, la noche en el restaurante
rumano, la ternura. Nunca habían hablado de eso que nuevamente estaba ahí en el
gesto de verter el vino o mirarse lentamente al término de un diálogo. Fiel a
su palabra, Javier esperaba una hora que no se creía con derecho a esperar.
Pero la ternura, entonces, algo allí presente entre tanta otra cosa, un gesto
de Mireille al bajar la cabeza y pasarse la mano por los ojos, su simple frase
para decirle que lo acompañaría a su hotel. En el auto volvieron a besarse como
la noche de la cabaña, él ciñó su cuerpo y sintió abrirse sus muslos bajo la
mano que subía y acariciaba. Cuando entraron en la habitación Javier no pudo
esperar y la abrazó de pie, perdiéndose en su boca y su pelo, llevándola paso a
paso hacia la cama. La escuchó murmurar un no ahogado, pedirle que esperara un
momento, la sintió separarse de él y buscar la puerta del baño, cerrarla y
tiempo, silencio y agua y tiempo mientras él arrancaba el cobertor y dejaba
solamente una luz en un ángulo, se sacaba los zapatos y la camisa, dudando
entre desnudarse del todo o esperar porque su bata estaba en el baño y si la
luz encendida, si Mireille al volver lo encontraba desnudo y de pie,
grotescamente erecto o dándole la espalda todavía más grotescamente para que
ella no lo viera así como realmente hubiera tenido que verlo ahora que entraba
con una toalla de baño envolviéndola, se acercaba a la cama con la mirada gacha
y él estaba con los pantalones puestos, había que quitárselos y quitarse el
slip y entonces sí abrazarla, arrancarle la toalla y tenderla en la cama y
verla dorada y morena y otra vez besarla hasta lo más hondo y acariciarla con
dedos que acaso la lastimaban porque gimió, se echó hacia atrás tendiéndose en
lo más alejado de la cama y parpadeando contra la luz, una vez más pidiéndole
una oscuridad que él no le daría porque nada le daría, su sexo repentinamente
inútil buscando un paso que ella le ofrecía y que no iba a ser franqueado, las
manos exasperadas buscando excitarla y excitarse, la mecánica de gestos y palabras
que Mireille rechazaría poco a poco, rígida y distante, comprendiendo que
tampoco ahora, que para ella nunca, que la ternura y eso se habían vuelto
inconciliables, que su aceptación y su deseo no habían servido más que para
dejarla de nuevo junto a un cuerpo que cesaba de luchar, que se pegaba a ella
sin moverse, que ni siquiera intentaba recomenzar.
Puede ser que
hayamos dormido, estábamos demasiado distantes y solos y sucios, la repetición
se había cumplido como en un espejo, sólo que ahora era Mireille la que se
vestía para irse y él la acompañaba hasta el auto, la sentía despedirse sin
mirarlo y el leve beso en la mejilla, el auto que arrancaba en el silencio de
la alta noche, el regreso al hotel y ni siquiera saber llorar, ni siquiera
saber matarse, solamente el sofá y el alcohol y el tictac de la noche y del
alba, la oficina a las nueve, la tarjeta de Eileen y el teléfono esperando, ese
número interno que en algún momento habría que marcar porque en algún momento
habría que decir alguna cosa. Pero sí, no te preocupes, bueno, en el café a las
siete. Pero decirle eso, decirle no te preocupes, en el café a las siete, venía
después de ese viaje interminable hasta la cabaña, acostarse en una cama helada
y tomar un somnífero inútil, volver a ver cada escena de esa progresión hacia
la nada, repetir entre náuseas el instante en que se habían levantado en el
restaurante y ella le había dicho que lo acompañaría al hotel, las rápidas
operaciones en el baño, la toalla para ceñirse la cintura, la fuerza caliente
de los brazos que la llevaban y la acostaban, la sombra murmurante tendiéndose
sobre ella, las caricias y esa sensación fulgurante de una dureza contra su
vientre, entre los muslos, la inútil protesta por la luz encendida y de pronto
la ausencia, las manos resbalando perdidas, la voz murmurando dilaciones, la
espera inútil, el sopor, todo de nuevo, todo por qué, la ternura por qué, la
aquiescencia por qué, el hotel por qué, y el somnífero inocuo, la oficina a las
nueve, sesión extraordinaria del consejo, imposible faltar, imposible todo
salvo lo imposible.
Nunca
habremos hablado de esto, la imaginación nos reúne hoy tan vagamente como
entonces la realidad. Nunca buscaremos juntos la culpa o la responsabilidad o
el acaso no inimaginable recomienzo. En Javier hay solamente un sentimiento de
castigo, pero qué quiere decir castigo cuando se ama y se desea, qué grotesco
atavismo se desencadena ahí donde estaba esperando la felicidad, por qué antes
y después este presente Eileen o María Elena o Doris en el que un pasado
Mireille le clavará hasta el fin su cuchillo de silencio y de desprecio. De
silencio solamente aunque él piense en desprecio a cada náusea de recuerdo,
porque no hay desprecio en Mireille, silencio sí y tristeza, decirse que ella o
él pero también ella y él, decirse que no todo hombre se cumple en la hora del
amor y no toda mujer sabe encontrar en él a un hombre. Quedan las mediaciones,
los últimos recursos, la invitación de Javier a irse juntos de viaje, pasar dos
semanas en cualquier rincón lejano para romper el maleficio, variar la fórmula,
encontrarse por fin de otra manera sin toallas ni esperas ni emplazamientos.
Mireille dijo que sí, que más adelante, que le telefoneara desde Londres, tal
vez podría pedir dos semanas de licencia. Se estaban despidiendo en la estación
ferroviaria, ella se volvía en tren a la cabaña porque el auto tenía un
desperfecto. Javier ya no podía besarla en la boca pero la apretó contra él, le
pidió otra vez que aceptara el viaje, la miró hasta hacerle daño, hasta que
ella bajó los ojos y repitió que sí, que todo saldría bien, que se fuera
tranquilo a Londres, que todo terminaría por salir bien. También a los niños
les hablamos así antes de llevarlos al médico o hacerles cosas que les duelen,
Mireille de su lado de la medalla ya no esperaría nada, no volvería a creer en
nada, simplemente retornaría a la cabaña y a los discos, sin siquiera imaginar
otra manera de correr hacia lo que no habían alcanzado. Cuando él le telefoneó
desde Londres proponiéndole la costa dálmata, dándole fechas e indicaciones con
una minucia que apenas escondía el temor de una negativa, Mireille contestó que
le escribiría. Desde su lado de la medalla Javier sólo pudo decir que sí, que
se quedaría esperando, como si de alguna manera supiera ya que la carta sería
breve y gentil y no, inútil recomenzar algo perdido, mejor ser solamente
amigos; en apenas ocho líneas un abrazo de Mireille. Cada cual de su lado,
incapaces de derribar la medalla de un empujón, Javier escribió una carta que
hubiera querido mostrar el único camino que les quedaba por inventar juntos, el
único que no estuviera ya trazado por otros, por el uso y los acatamientos, que
no pasara forzosamente por una escalera o un ascensor para llegar a un
dormitorio o a un hotel, que no le exigiera quitarse la ropa en el mismo
momento en que ella se quitaba la ropa; pero su carta no era más que un pañuelo
mojado, ni siquiera pudo terminarla y la firmó en mitad de una frase, la
enterró en el sobre sin releerla. De Mireille no hubo respuesta, las ofertas de
trabajo de Ginebra fueron cortésmente rechazadas, la medalla está ahí entre
nosotros, vivimos distantes y nunca más nos escribiremos, Mireille en su casita
de las afueras, Javier viajando por el mundo y volviendo a su departamento con
la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo. En algún
atardecer Mireille ha llorado mientras escuchaba un determinado quinteto de
Brahms, pero Javier no sabe llorar, sólo tiene pesadillas de las que se despoja
escribiendo textos que tratan de ser como las pesadillas, allí donde nadie
tiene su verdadero nombre pero acaso su verdad, allí donde no hay medallas de
canto con anverso y reverso ni peldaños consagrados que hay que subir; pero,
claro, son solamente textos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario