miércoles, 22 de agosto de 2018

Las caras de la medalla. Julio Cortázar.


A la que un día lo leerá, ya tarde como siempre.

Las oficinas del CERN daban a un pasillo sombrío, y a Javier le gustaba salir de su despacho y fumar un cigarrillo yendo y viniendo, imaginando a Mireille detrás de la puerta de la izquierda. Era la cuarta vez en tres años que iba a trabajar como temporero a Ginebra, y a cada regreso Mireille lo saludaba cordialmente, lo invitaba a tomar té a las cinco con otros dos ingenieros, una secretaria y un mecanógrafo poeta y yugoslavo. Nos gustaba el pequeño ritual porque no era diario y por tanto mecánico; cada tres o cuatro días, cuando nos encontrábamos en un ascensor o en el pasillo, Mireille lo invitaba a reunirse con sus colegas a la hora del té que improvisaban sobre su escritorio. Tal vez Javier le caía simpático porque no disimulaba su aburrimiento y sus ganas de terminar el contrato y volverse a Londres. Era difícil saber por qué lo contrataban, en todo caso los colegas de Mireille se sorprendían ante su desprecio por el trabajo y la leve música del transistor japonés con que acompañaba sus cálculos y sus diseños. Nada parecía acercarnos en ese entonces, Mireille se quedaba horas y horas en su escritorio y era inútil que Javier intentara cábalas absurdas para verla salir después de treinta y tres idas y venidas por el pasillo; pero si hubiera salido, sólo habrían cambiado un par de frases cualesquiera sin que Mireille imaginara que él se paseaba con la esperanza de verla salir, así como él se paseaba por juego, por ver si antes de treinta y tres Mireille o una vez más fracaso. Casi no nos conocíamos, en el CERN casi nadie se conoce de veras, la obligación de coexistir tantas horas por semana fabrica telarañas de amistad o enemistad que cualquier viento de vacaciones o de cesantía manda al diablo. A eso jugamos durante esas dos semanas que volvían cada año, pero para Javier el retorno a Londres era también Eileen y una lenta, irrestañable degradación de algo que alguna vez había tenido la gracia del deseo y el goce, Eileen gata trepada a un barrilete, saltarina de garrocha sobre el hastío y la costumbre. Con ella había vivido un safari en plena ciudad, Eileen lo había acompañado a cazar antílopes en Piccadilly Circus, a encender hogueras de vivac en Hampstead Heath, todo se había acelerado como en las películas mudas hasta una última carrera de amor en Dinamarca, o había sido en Rumanía, de pronto las diferencias siempre conocidas y negadas, las cartas que cambian de posición en la baraja y modifican las suertes, Eileen prefiriendo el cine a los conciertos o viceversa, Javier yéndose solo a buscar discos porque Eileen tenía que lavarse el pelo, ella que sólo se lo había lavado cuando realmente no había otra cosa que hacer, protestando contra la higiene y por favor enjuagame la cara que tengo champú en los ojos. El primer contrato del CERN había llegado cuando ya nada quedaba por decirse salvo que el departamento de Earl’s Court seguía allí con las rutinas matinales, el amor como la sopa o el Times, como tía Rosa y su cumpleaños en la finca de Bath, las facturas del gas. Todo eso que era ya un turbio vacío, un presente pasado de contradictorias recurrencias, llenaba el ir y venir de Javier por el pasillo de las oficinas, veinticinco, veintiséis, veintisiete, tal vez antes de treinta la puerta y Mireille y hola, Mireille que iría a hacer pipí o a consultar un dato con el estadígrafo inglés de patillas blancas, Mireille morena y callada, blusa hasta el cuello donde algo debía latir despacio, un pajarito de vida sin demasiados altibajos, una madre lejana, algún amor desdichado y sin secuelas, Mireille ya un poco solterona, un poco oficinista pero a veces silbando un tema de Mahler en el ascensor, vestida sin capricho, casi siempre de pardo o de traje sastre, una edad demasiado puesta, una discreción demasiado hosca.
Sólo uno de los dos escribe esto pero es lo mismo, es como si lo escribiéramos juntos aunque ya nunca más estaremos juntos, Mireille seguirá en su casita de las afueras ginebrinas, Javier viajará por el mundo y volverá a su departamento de Londres con la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo, en Eileen. Lo escribimos como una medalla es al mismo tiempo su anverso y su reverso que no se encontrarán jamás, que sólo se vieron alguna vez en el doble juego de espejos de la vida. Nunca podremos saber de verdad cuál de los dos es más sensible a esta manera de no estar que para él y para ella tiene el otro. Cada uno de su lado, Mireille llora a veces mientras escucha un determinado quinteto de Brahms, sola al atardecer en su salón de vigas oscuras y muebles rústicos, al que por momentos llega el perfume de las rosas del jardín. Javier no sabe llorar, sus lágrimas eligen condensarse en pesadillas que lo despiertan brutalmente junto a Eileen, de las que se despoja bebiendo coñac y escribiendo textos que no contienen forzosamente las pesadillas aunque a veces sí, a veces las vuelca en inútiles palabras y por un rato es el amo, el que decide lo que será dicho o lo que resbalará poco a poco al falso olvido de un nuevo día.
A nuestra manera los dos sabemos que hubo un error, una equivocación restañable pero que ninguno fue capaz de restañar. Estamos seguros de no habernos juzgado nunca, de simplemente haber aceptado que las cosas se daban así y que no se podía hacer más que lo que hicimos. No sé si pensamos entonces en cosas como el orgullo, la renuncia, la decepción, si solamente Mireille o solamente Javier las pensaron mientras el otro las aceptaba como algo fatal, sometiéndose a un sistema que los abarcaba y los sometía, es demasiado fácil ahora decirse que todo pudo depender de una rebeldía instantánea, de encender el velador al lado de la cama cuando Mireille se negaba, de guardar a Javier a su lado toda la noche cuando él buscaba ya sus ropas para volver a vestirse; es demasiado fácil echarle la culpa a la delicadeza, a la imposibilidad de ser brutal u obstinado o generoso. Entre seres más simples o más ignorantes eso no hubiera sucedido así, acaso una bofetada o un insulto hubieran contenido la caridad y el justo camino que el decoro nos vedó cortésmente. Nuestro respeto venía de una manera de vivir que nos acercó como las caras de la medalla; lo aceptamos cada cual de su lado, Mireille en un silencio de distancia y renuncia, Javier murmurándole su esperanza ya ridícula, callándose por fin en mitad de una frase, en mitad de una última carta. Y después de todo sólo nos quedaba, nos queda la lúgubre tarea de seguir siendo dignos, de seguir viviendo con la vana esperanza de que el olvido no nos olvide demasiado.

Un mediodía nos encontramos en casa de Mireille, casi como por obligación ella lo había invitado a almorzar con otros colegas, no podía dejarlo de lado cuando Gabriela y Tom habían aludido al almuerzo mientras tomaban el té en su oficina, y Javier había pensado que era triste que Mireille lo invitara por una simple presión social pero había comprado una botella de Jack Daniels y conocido la cabaña de las afueras de Ginebra, el pequeño rosedal y el barbecue donde Tom oficiaba entre cócteles y un disco de los Beatles que no era de Mireille, que ciertamente no estaba en la severa discoteca de Mireille pero que Gabriela había echado a girar porque para ella y Tom y medio CERN el aire era irrespirable sin esa música. No hablamos mucho, en algún momento Mireille lo llevó por el rosedal y él le preguntó si le gustaba Ginebra y ella le contestó con sólo mirarlo y encogerse de hombros, la vio afanarse con platos y vasos, le oyó decir una palabrota porque una chispa en la mano, los fragmentos se iban reuniendo y tal vez fue entonces que la deseó por primera vez, el mechón de pelo cruzándole la frente morena, los blue-jeans marcándole la cintura, la voz un poco grave que debía saber cantar lieder, decir las cosas importantes como un simple murmullo musgoso. Volvió a Londres al fin de la semana y Eileen estaba en Helsinki, un papel sobre la mesa informaba de un trabajo bien pagado, tres semanas, quedaba un pollo en la heladera, besos.
          La vez siguiente el CERN ardía en una conferencia de alto nivel, Javier tuvo que trabajar de veras y Mireille pareció tenerle lástima cuando él se lo dijo lúgubremente entre el quinto piso y la calle; le propuso ir a un concierto de piano, fueron, coincidieron en Schubert pero no en Bartok, bebieron en un cafecito casi desierto, ella tenía un viejo auto inglés y lo dejó en su hotel, él le había traído un disco de madrigales y fue bueno saber que no lo conocía, que no sería necesario cambiarlo. Domingo y campo, la transparencia de una tarde casi demasiado suiza, dejamos el auto en una aldea y anduvimos por los trigales, en algún momento Javier le contó de Eileen, así por contarlo, sin necesidad precisa, y Mireille lo escuchó callada, le ahorró la compasión y los comentarios que sin embargo él hubiera querido de alguna manera porque esperaba de ella algo que empezara a parecerse a lo que sentía, su deseo de besarla dulcemente, de apoyarla contra el tronco de un árbol y conocer sus labios, toda su boca. Casi no hablamos de nosotros a la vuelta, nos dejábamos ir por los senderos que proponían sus temas a cada recodo, los setos, las vacas, un cielo con nubes plateadas, la tarjeta postal del buen domingo. Pero cuando bajamos corriendo una cuesta entre empalizadas, Javier sintió la mano de Mireille cerca de la suya y la apretó y siguieron corriendo como si se impulsaran mutuamente, y ya en el auto Mireille lo invitó a tomar el té en su cabaña, le gustaba llamarla cabaña porque no era una cabaña pero tenía tanto de cabaña, y escuchar discos. Fue un alto en el tiempo, una línea que cesa de pronto en el ritmo del dibujo antes de recomenzar en otra parte del papel, buscando una nueva dirección.
          Hicimos un balance muy claro esa tarde: Mahler sí, Brahms sí, la edad media en conjunto sí, jazz no (Mireille), jazz sí (Javier). Del resto no hablamos, quedaban por explorar el renacimiento, el barroco, Pierre Boulez, John Cage (pero Mireille no Cage, eso era seguro aunque no hubieran hablado de él, y probablemente Boulez músico no, aunque director sí, esos matices importantes). Tres días después fuimos a un concierto, cenamos en la ciudad vieja, había una postal de Eileen y una carta de la madre de Mireille pero no hablamos de ellas, todo era todavía Brahms y un vino blanco que a Brahms le hubiera gustado porque estábamos seguros de que el vino blanco tenía que haberle gustado a Brahms. Mireille lo dejó en el hotel y se besaron en las mejillas, quizá no demasiado rápido como cuando no en las mejillas, pero en las mejillas. Esa noche Javier contestó la postal de Eileen, y Mireille regó sus rosas bajo la luna, no por romanticismo porque nada tenía de romántica, sino porque el sueño tardaba en venir.
          Faltaba la política, salvo comentarios aislados que mostraban poco a poco nuestras diferencias parciales. Tal vez no habíamos querido afrontarla, tal vez cobardemente; el té en la oficina desató la cosa, el mecanógrafo poeta golpeó duro contra los israelíes, Gabriela los encontró maravillosos, Mireille dijo solamente que estaban en su derecho y qué demonios, Javier le sonrió sin ironía y observó que exactamente lo mismo podía decirse de los palestinos. Tom estaba por un arreglo internacional con cascos azules y el resto de la farándula, lo demás fue té y previsiones sobre la semana de trabajo. Alguna vez hablaríamos en serio de todo eso, ahora solamente nos gustaba mirarnos y sentirnos bien, decirnos que dentro de poco tendríamos una velada Beethoven en el Victoria Hall; de ella hablamos en la cabaña, Javier había traído coñac y un juguete absurdo que según él tenía que gustarle muchísimo a Mireille pero que ella encontró sumamente tonto aunque lo mismo lo puso en un estante después de darle cuerda y contemplar amablemente sus contorsiones. Esa tarde fue Bach, fue el violonchelo de Rostropovich y una luz que descendía poco a poco como el coñac en las burbujas de las copas. Nada podía ser más nuestro que ese acuerdo de silencio, jamás habíamos necesitado alzar un dedo o callar un comentario; sólo después, con el gesto de cambiar el disco, entraban las primeras palabras. Javier las dijo mirando al suelo, preguntó simplemente si alguna vez le sería dado saber lo que ella ya sabía de él, su Londres y su Eileen de ella.
          Sí, claro que podía saber pero no, en todo caso no ahora. Alguna vez, de joven, nada que contar salvo que bueno, había días en que todo pesaba tanto. En la penumbra Javier sintió que las palabras le llegaban como mojadas, un instantáneo ceder pero secándose ya los ojos con el revés de la manga sin darle tiempo a preguntar más o a pedirle perdón. Confusamente la rodeó con un brazo, buscó su cara que no lo rechazaba pero que estaba como en otra parte, en otro tiempo. Quiso besarla y ella resbaló de lado murmurando una excusa blanda, otro poco de coñac, no había que hacerle caso, no había que insistir.

          Todo se mezcla poco a poco, no nos acordaríamos en detalle del antes o el después de esas semanas, el orden de los paseos o los conciertos, las citas en los museos. Acaso Mireille hubiera podido ordenar mejor las secuencias, Javier no hacía más que poner sus pocas cartas boca arriba, la vuelta a Londres que se acercaba, Eileen, los conciertos, descubrir por una simple frase la religión de Mireille, su fe y sus valores precisos, eso que en él no era más que esperanza de un presente casi siempre derogado. En un café, después de pelearnos riendo por una cuestión de quién pagaría, nos miramos como viejos amigos, bruscamente camaradas, nos dijimos palabrotas privadas de sentido, zarpas de osos jugando. Cuando volvimos a escuchar música en la cabaña había entre nosotros otra manera de hablar, otra familiaridad de la mano que empujaba una cintura para franquear la puerta, el derecho de Javier de buscar por su cuenta un vaso o pedir que Telemann no, que primero Lotte Lehman y mucho, mucho hielo en el whisky. Todo estaba como sutilmente trastrocado, Javier lo sentía y algo lo perturbó sin saber qué, un haber llegado antes de llegar, un derecho de ciudad que nadie le había dado. Nunca nos mirábamos a la hora de la música, bastaba con estar ahí en el viejo sofá de cuero y que anocheciera y Lotte Lehman. Cuando él le buscó la boca y sus dedos rozaron la comba de sus senos, Mireille se mantuvo inmóvil y se dejó besar y respondió a su beso y le cedió durante un segundo su lengua y su saliva, pero siempre sin moverse, sin responder a su gesto de levantarla del sillón, callando mientras él le balbuceaba el pedido, la llamaba a todo lo que estaba esperando en el primer peldaño de la escalera, en la noche entera para ellos.
          También él esperó, creyendo comprender, le pidió perdón pero antes, todavía con la boca muy cerca de su cara, le preguntó por qué, le preguntó si era virgen, y Mireille negó agachando la cabeza, sonriéndole un poco como si preguntar eso fuera tonto, fuera inútil. Escucharon otro disco comiendo bizcochos y bebiendo, la noche había cerrado y él tendría que irse. Nos levantamos al mismo tiempo, Mireille se dejó abrazar como si hubiera perdido las fuerzas, no dijo nada cuando él volvió a murmurarle su deseo; subieron la estrecha escalera y en el rellano se separaron, hubo esa pausa en que se abren puertas y se encienden luces, un pedido de espera y una desaparición que se prolongó mientras en el dormitorio Javier se sentía como fuera de sí mismo, incapaz de pensar que no hubiera debido permitir eso, que eso no podía ser así, la espera intermedia, las probables precauciones, la rutina casi envilecedora. La vio regresar envuelta en una bata de baño de esponja blanca, acercarse a la cama y tender la mano hacia el velador. «No apagues la luz», le pidió, pero Mireille negó con la cabeza y apagó, lo dejó desnudarse en la oscuridad total, buscar a tientas el borde de la cama, resbalar en la sombra contra su cuerpo inmóvil.
          No hicimos el amor. Estuvimos a un paso después que Javier conoció con las manos y los labios el cuerpo silencioso que lo esperaba en la tiniebla. Su deseo era otro, verla a la luz de la lámpara, sus senos y su vientre, acariciar una espalda definida, mirar las manos de Mireille en su propio cuerpo, detallar en mil fragmentos ese goce que precede al goce. En el silencio y la oscuridad totales, en la distancia y la timidez que caían sobre él desde Mireille invisible y muda, todo cedía a una irrealidad de entresueño y a la vez él era incapaz de hacerle frente, de saltar de la cama y encender la luz y volver a imponer una voluntad necesaria y hermosa. Pensó confusamente que después, cuando ella ya lo hubiera conocido, cuando la verdadera intimidad comenzara, pero el silencio y la sombra y el tictac de ese reloj en la cómoda podían más. Balbuceó una excusa que ella acalló con un beso de amiga, se apretó contra su cuerpo, se sintió insoportablemente cansado, tal vez durmió un momento.
          Tal vez dormimos, sí, tal vez en esa hora quedamos abandonados a nosotros mismos y nos perdimos. Mireille se levantó la primera y encendió la luz, envuelta en su bata volvió al cuarto de baño mientras Javier se vestía mecánicamente, incapaz de pensar, la boca como sucia y la resaca del coñac mordiéndole el estómago. Apenas hablaron, apenas se miraban, Mireille dijo que no era nada, que en la esquina había siempre taxis, lo acompañó hasta abajo. Él no fue capaz de romper la rígida cadena de causas y consecuencias, la rutina obligada que desde mucho más atrás de ellos mismos le exigía agachar la cabeza y marcharse de la cabaña en plena noche; sólo pensó que al otro día hablarían más tranquilos, que trataría de hacerle comprender, pero comprender qué. Y es verdad que hablaron en el café de siempre y que Mireille volvió a decir que no era nada, no tenía importancia, otra vez acaso sería mejor, no había que pensar. Él se volvía a Londres tres días más tarde, cuando le pidió que lo dejara acompañarla a la cabaña ella le dijo que no, mejor no. No supimos hacer ni decir otra cosa, ni siquiera supimos callarnos, abrazarnos en cualquier esquina, encontrarnos en cualquier mirada. Era como si Mireille esperara de Javier algo que él esperaba de Mireille, una cuestión de iniciativas o de prelaciones, de gestos de hombre y acatamientos de mujer, la inmutabilidad de las secuencias decididas por otros, recibidas desde fuera; habíamos avanzado por un camino en el que ninguno había querido forzar la marcha, quebrar la armoniosa paridad; ni siquiera ahora, después de saber que habíamos errado ese camino, éramos capaces de un grito, de un manotón hacia la lámpara, del impulso por encima de las ceremonias inútiles, de las batas de baño y no es nada, no te preocupes por eso, otra vez será mejor. Hubiera sido preferible aceptarlo entonces, enseguida. Hubiera sido preferible repetir juntos: por delicadeza perdemos nuestra vida; el poeta nos hubiera perdonado que habláramos también por nosotros.

          Dejamos de vernos durante meses. Javier escribió, por supuesto, y puntualmente le llegaron unas pocas frases de Mireille, cordiales y distantes. Entonces él empezó a telefonearle por las noches, casi siempre los sábados cuando la imaginaba sola en la cabaña, disculpándose si interrumpía un cuarteto o una sonata, pero Mireille respondía siempre que había estado leyendo o cuidando el jardín, que estaba muy bien que llamara a esa hora. Cuando viajó a Londres seis meses más tarde para visitar a una tía enferma, Javier le reservó un hotel, se encontraron en la estación y fueron a visitar los museos, King’s Road, se divirtieron con una película de Milos Forman. Hubo esa hora como de antaño, en un pequeño restaurante de Whitechapel las manos se encontraron con una confianza que abolía el recuerdo, y Javier se sintio mejor y se lo dijo, le dijo que la deseaba más que nunca pero que no volvería a hablarle de eso, que todo dependía de ella, del día en que decidiera volver al primer peldaño de la primera noche y simplemente le tendiera los brazos. Ella asintió sin mirarlo, sin aquiescencia ni negativa, solamente encontró absurdo que él siguiera rechazando los contratos que le proponían en Ginebra. Javier la acompañó hasta el hotel y Mireille se despidió en el lobby, no le pidió que subiera pero le sonrió al besarlo livianamente en la mejilla, murmurando un hasta pronto.

          Sabemos tantas cosas, que la aritmética es falsa, que uno más uno no siempre son uno sino dos o ninguno, nos sobra tiempo para hojear el álbum de agujeros, de ventanas cerradas, de cartas sin voz y sin perfume. La oficina cotidiana, Eileen convencida de prodigar felicidad, las semanas y los meses. Otra vez Ginebra en el verano, el primer paseo al borde del lago, un concierto de Isaac Stern. En Londres quedaba ahora la sombra menuda de María Elena que Javier había encontrado en un cóctel y que le había dado tres semanas de livianos juegos, el placer por sí mismo allí donde el resto era un amable vacío diurno con María Elena volviéndose infatigable al tenis y a los Rolling Stones, un adiós sin melancolía después de un último week-end gozado como eso, como un adiós sin melancolía. Se lo dijo a Mireille, y sin necesidad de preguntárselo supo que ella no, que ella la oficina y las amigas, que ella siempre la cabaña y los discos. Le agradeció sin palabras que Mireille lo escuchara con su grave, atento silencio comprensivo, dejándole la mano en la mano mientras miraban anochecer sobre el lago y decidían el lugar de la cena.
          Después fue el trabajo, una semana de encuentros aislados, la noche en el restaurante rumano, la ternura. Nunca habían hablado de eso que nuevamente estaba ahí en el gesto de verter el vino o mirarse lentamente al término de un diálogo. Fiel a su palabra, Javier esperaba una hora que no se creía con derecho a esperar. Pero la ternura, entonces, algo allí presente entre tanta otra cosa, un gesto de Mireille al bajar la cabeza y pasarse la mano por los ojos, su simple frase para decirle que lo acompañaría a su hotel. En el auto volvieron a besarse como la noche de la cabaña, él ciñó su cuerpo y sintió abrirse sus muslos bajo la mano que subía y acariciaba. Cuando entraron en la habitación Javier no pudo esperar y la abrazó de pie, perdiéndose en su boca y su pelo, llevándola paso a paso hacia la cama. La escuchó murmurar un no ahogado, pedirle que esperara un momento, la sintió separarse de él y buscar la puerta del baño, cerrarla y tiempo, silencio y agua y tiempo mientras él arrancaba el cobertor y dejaba solamente una luz en un ángulo, se sacaba los zapatos y la camisa, dudando entre desnudarse del todo o esperar porque su bata estaba en el baño y si la luz encendida, si Mireille al volver lo encontraba desnudo y de pie, grotescamente erecto o dándole la espalda todavía más grotescamente para que ella no lo viera así como realmente hubiera tenido que verlo ahora que entraba con una toalla de baño envolviéndola, se acercaba a la cama con la mirada gacha y él estaba con los pantalones puestos, había que quitárselos y quitarse el slip y entonces sí abrazarla, arrancarle la toalla y tenderla en la cama y verla dorada y morena y otra vez besarla hasta lo más hondo y acariciarla con dedos que acaso la lastimaban porque gimió, se echó hacia atrás tendiéndose en lo más alejado de la cama y parpadeando contra la luz, una vez más pidiéndole una oscuridad que él no le daría porque nada le daría, su sexo repentinamente inútil buscando un paso que ella le ofrecía y que no iba a ser franqueado, las manos exasperadas buscando excitarla y excitarse, la mecánica de gestos y palabras que Mireille rechazaría poco a poco, rígida y distante, comprendiendo que tampoco ahora, que para ella nunca, que la ternura y eso se habían vuelto inconciliables, que su aceptación y su deseo no habían servido más que para dejarla de nuevo junto a un cuerpo que cesaba de luchar, que se pegaba a ella sin moverse, que ni siquiera intentaba recomenzar.
          Puede ser que hayamos dormido, estábamos demasiado distantes y solos y sucios, la repetición se había cumplido como en un espejo, sólo que ahora era Mireille la que se vestía para irse y él la acompañaba hasta el auto, la sentía despedirse sin mirarlo y el leve beso en la mejilla, el auto que arrancaba en el silencio de la alta noche, el regreso al hotel y ni siquiera saber llorar, ni siquiera saber matarse, solamente el sofá y el alcohol y el tictac de la noche y del alba, la oficina a las nueve, la tarjeta de Eileen y el teléfono esperando, ese número interno que en algún momento habría que marcar porque en algún momento habría que decir alguna cosa. Pero sí, no te preocupes, bueno, en el café a las siete. Pero decirle eso, decirle no te preocupes, en el café a las siete, venía después de ese viaje interminable hasta la cabaña, acostarse en una cama helada y tomar un somnífero inútil, volver a ver cada escena de esa progresión hacia la nada, repetir entre náuseas el instante en que se habían levantado en el restaurante y ella le había dicho que lo acompañaría al hotel, las rápidas operaciones en el baño, la toalla para ceñirse la cintura, la fuerza caliente de los brazos que la llevaban y la acostaban, la sombra murmurante tendiéndose sobre ella, las caricias y esa sensación fulgurante de una dureza contra su vientre, entre los muslos, la inútil protesta por la luz encendida y de pronto la ausencia, las manos resbalando perdidas, la voz murmurando dilaciones, la espera inútil, el sopor, todo de nuevo, todo por qué, la ternura por qué, la aquiescencia por qué, el hotel por qué, y el somnífero inocuo, la oficina a las nueve, sesión extraordinaria del consejo, imposible faltar, imposible todo salvo lo imposible.

          Nunca habremos hablado de esto, la imaginación nos reúne hoy tan vagamente como entonces la realidad. Nunca buscaremos juntos la culpa o la responsabilidad o el acaso no inimaginable recomienzo. En Javier hay solamente un sentimiento de castigo, pero qué quiere decir castigo cuando se ama y se desea, qué grotesco atavismo se desencadena ahí donde estaba esperando la felicidad, por qué antes y después este presente Eileen o María Elena o Doris en el que un pasado Mireille le clavará hasta el fin su cuchillo de silencio y de desprecio. De silencio solamente aunque él piense en desprecio a cada náusea de recuerdo, porque no hay desprecio en Mireille, silencio sí y tristeza, decirse que ella o él pero también ella y él, decirse que no todo hombre se cumple en la hora del amor y no toda mujer sabe encontrar en él a un hombre. Quedan las mediaciones, los últimos recursos, la invitación de Javier a irse juntos de viaje, pasar dos semanas en cualquier rincón lejano para romper el maleficio, variar la fórmula, encontrarse por fin de otra manera sin toallas ni esperas ni emplazamientos. Mireille dijo que sí, que más adelante, que le telefoneara desde Londres, tal vez podría pedir dos semanas de licencia. Se estaban despidiendo en la estación ferroviaria, ella se volvía en tren a la cabaña porque el auto tenía un desperfecto. Javier ya no podía besarla en la boca pero la apretó contra él, le pidió otra vez que aceptara el viaje, la miró hasta hacerle daño, hasta que ella bajó los ojos y repitió que sí, que todo saldría bien, que se fuera tranquilo a Londres, que todo terminaría por salir bien. También a los niños les hablamos así antes de llevarlos al médico o hacerles cosas que les duelen, Mireille de su lado de la medalla ya no esperaría nada, no volvería a creer en nada, simplemente retornaría a la cabaña y a los discos, sin siquiera imaginar otra manera de correr hacia lo que no habían alcanzado. Cuando él le telefoneó desde Londres proponiéndole la costa dálmata, dándole fechas e indicaciones con una minucia que apenas escondía el temor de una negativa, Mireille contestó que le escribiría. Desde su lado de la medalla Javier sólo pudo decir que sí, que se quedaría esperando, como si de alguna manera supiera ya que la carta sería breve y gentil y no, inútil recomenzar algo perdido, mejor ser solamente amigos; en apenas ocho líneas un abrazo de Mireille. Cada cual de su lado, incapaces de derribar la medalla de un empujón, Javier escribió una carta que hubiera querido mostrar el único camino que les quedaba por inventar juntos, el único que no estuviera ya trazado por otros, por el uso y los acatamientos, que no pasara forzosamente por una escalera o un ascensor para llegar a un dormitorio o a un hotel, que no le exigiera quitarse la ropa en el mismo momento en que ella se quitaba la ropa; pero su carta no era más que un pañuelo mojado, ni siquiera pudo terminarla y la firmó en mitad de una frase, la enterró en el sobre sin releerla. De Mireille no hubo respuesta, las ofertas de trabajo de Ginebra fueron cortésmente rechazadas, la medalla está ahí entre nosotros, vivimos distantes y nunca más nos escribiremos, Mireille en su casita de las afueras, Javier viajando por el mundo y volviendo a su departamento con la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo. En algún atardecer Mireille ha llorado mientras escuchaba un determinado quinteto de Brahms, pero Javier no sabe llorar, sólo tiene pesadillas de las que se despoja escribiendo textos que tratan de ser como las pesadillas, allí donde nadie tiene su verdadero nombre pero acaso su verdad, allí donde no hay medallas de canto con anverso y reverso ni peldaños consagrados que hay que subir; pero, claro, son solamente textos.

Alguien anda por ahí. Julio Cortázar, 1977.

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