Cierto día vendí mi alma al
diablo a cambio de conocer el futuro con veinticuatro horas de antelación, y se
me concedió lo solicitado, y con mi poder alcancé pronto la plenitud
profesional y mis certeras exclusivas —desastres naturales, cambios políticos,
asesinatos, cotizaciones de bolsa— aumentaron la tirada de mi periódico y para
ello no tenía más que mirarme en el espejo y leer en mi ojo izquierdo todas las
futuras noticias de primera página que se producirían después con sobrecogedora
puntualidad, y fui feliz, lo fui hasta que anoche leí en mi ojo izquierdo mi
propia muerte, ahogado bajo el agua negra y musgosa, y sentí entonces un
escalofrío porque sabía que el futuro se registraba infaliblemente, y me he
encerrado, bajo doble llave, en la oscuridad de mi dormitorio, donde,
paralizado, escucho ahora un suave bramido creciente, y uno tiene la sensación
de que el río que atraviesa la ciudad ha comenzado a desbordarse.
Los líquenes del tiempo. Ángel Olgoso, 2010.
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