Este verano volví a la
casa de mi infancia. Desde la esquina de la calle percibí olores y sonidos,
sentí un remolino nostálgico, agridulce que entraba por todos mis poros y me
estrujaba el corazón de tal manera que casi no podía respirar.
La cancelita, arrancada,
estaba cubierta de papeles y bolsas de plástico en la pequeña entrada donde
habían desparramado sus ramas la buganvilla y la pompadour.
Metí la llave en la
cerradura… Entonces, por las paredes, los techos y suelos de la casa se
vinieron arrastrando los sentimientos, las voces del pasado…
La llave me estaba
abriendo a mí, me abría en canal dejándome inerme ante la puerta cerrada y mi
vida, como si me estuviera ahogando, pasó por detrás de mis ojos.
Las voces de mis tías, los
gritos de la pesadilla eterna de mi tío, mis peleas con mi hermana, las risas
de las mañanas, los llantos de las noches, los suspiros tantas veces sofocados,
confundidos con bostezos de aburrimiento… a todo daban albergue aquellas
habitaciones aun amuebladas, aquel pasillo largo, el patio, el cuarto de atrás…
Aferrada a la llave miraba
a través de la puerta el mapa físico de mi vida y pensé que no era necesario
entrar en la casa: me llevaba de ella todo el calor, el amor, la rabia, el
dolor, la fortaleza de aquellos que la compartieron conmigo.
Mi casa soy yo, y ellos
forman parte de mí, de mis paredes de carne y huesos, enjalbegada con el amor
de mis tíos, barnizada y olorosa de conversaciones en la enorme mesa del
comedor.
Creo que soy un caracol
feliz. Que arrastro conmigo mi hogar de vivencias, pintado con los ricos
matices que llevan de la tristeza a la alegría y de nuevo a la tristeza en este
maravilloso calidoscopio que es la vida…
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