Compartían celda. Uno era alto y de ojos morunos,
otro grueso y de porte nervioso, el tercero menudo y de poco espíritu. Un
tribunal improvisado los había condenado a muerte. Eso era todo lo que sabían.
Ni se habían molestado en leerles la sentencia ni les habían señalado día. De
vez en cuando oían las voces de mando de los pelotones de ejecución
provenientes de alguno de los patios y, en seguida, las descargas de fusilería.
Pasó el tiempo y la rutina de la muerte entró en sus
carnes en forma de una fiebre que les mantenía en un estado de abandonado
frenesí. El más grueso lamía a veces la piedra de la pared en busca de sabores,
el más menudo se concentraba en las formas del muro, como dicen que había hecho
Leonardo para buscar inspiración, el más alto escribía una novela. Pero, como
no tenía papel, ni pluma, ni tiza, ni utensilio alguno para escribir, lo hacía
en su mente, construía las frases cuidadosamente, las corregía, las leía en voz
alta, las comentaba con sus compañeros y las volvía a corregir.
Así hizo una novela de más de trescientas páginas,
trescientas treinta y tres exactamente, de 30 líneas por 60 espacios, según sus
precisos cálculos mentales. Bien memorizada, se la leyó más de una vez a sus
compañeros. Pero pasaban los días sin que se ejecutaran sus sentencias y, como
aquella lectura a todos gustaba, fueron muchas las que hizo hasta que el más
grueso de ellos logró retenerla también en su memoria, no sin hacer alguna
corrección y sugerencia, discutidas y, en su caso, aceptadas por el autor de la
novela. Entonces se les ocurrió que, por si alguno de ellos se salvaba,
deberían los tres aprenderla de memoria para reproducirla en papel cuando las
circunstancias lo permitieran. Los tres comulgaban con la idea de que era la
mejor novela de la que ellos hubieran tenido noticia.
La novela mejoró todavía con las siguientes lecturas
y correcciones, hasta el punto de que, cuando vinieron a buscarles, ninguno
dudaba de su condición de obra maestra.
Un día se llevaron al más alto; otro al más grueso;
pero el tercero, menudo y de poco espíritu, fue indultado. Nunca logró
transcribir la novela. Su memoria, tan desconchada como los muros que recibían
las descargas de la fusilería, era incapaz de presentársela entera. A duras
penas lograba reconstruir el argumento completo. Sostenía, sin embargo, que era
una obra maestra, una de las mejores novelas que jamás se habían escrito. Y así
lo mantuvo siempre, incluso treinta años después de aquellos sucesos.
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