Estábamos cargando plátanos en el Claire Dodge,
atracado en Puerto Pobre, cuando un individuo bajito, enfebrecido, subió a
bordo. Todos nos apartamos para dejarle paso…, hasta los soldados que hacían
guardia en el muelle, provistos de rifles Remington de culata plateada y que
iban descalzos, pero con leguis de cuero brillantemente
embetunados. Se apartaban de él porque
creían que estaba tocado, loco; no malo, sino peligroso…, y era mejor dejarle
solo.
Los reverberos de nafta estuvieron luciendo durante todo el
tiempo y, desde la bodega, la bronca voz del capataz del grupo gritaba:
-¡Fruta! ¡Fruta! ¡FRUTA!…
El jefe del equipo de cargadores del muelle repetía el mismo
grito, mientras lanzaba racimos tras racimos de plátanos de un verde brillante.
El momento ya sería memorable por esto, si no lo fuera por algo más: la
magnificencia de la noche, el bronceado del capataz negro brillando a la luz de
los reverberos, el verde jade de la fruta y los olores mezclados del muelle. De
uno de los racimos de plátanos salió una peluda araña gris, que hizo
estremecerse al grupo y rompió la cadena que formaban los hombres, hasta que un
muchacho nicaragüense, riéndose, la mató con el pie. Dijo que no era peligrosa.
Fue en ese momento cuando llegó a bordo el loco, sin
impedimento alguno, y me preguntó:
-¿A dónde se dirige?
Hablaba con pausa y con voz cuidadosamente modulada. Pero en
sus ojos había cierta mirada perdida, ausente, que me sugirió la idea de que
debería permanecer a conveniente distancia de sus inquietas manos, las cuales, ahora
que pienso en ello, me recordaron a la araña gris, peluda que se comía a los
pájaros.
-A Mobile, Alabama.
-¿Me lleva?- preguntó.
-No es cosa mía. Lo siento. Yo soy un pasajero -contesté-. El
patrón ha desembarcado. Será mejor que le espere en el muelle. Él es el amo.
-¿Por casualidad tendría alguna bebida que ofrecerme?
Dándole un poco de ron, le pregunté:
-¿Cómo le dejaron subir a bordo?
-No estoy loco -respondió-. Ahora no…, un poco febril nada
más. El paludismo, el dengue, la fiebre de la jungla, la fiebre producida por
la mordedura de la rata. Éste es un país malsano, como otros muchos de la misma
naturaleza. Permítame que me presente. Mi nombre es Goodbody, doctor en
Ciencias de la Universidad de Osboldestan. ¿No le dice esto nada a usted? ¿No?
Bueno; yo era ayudante del profesor Yeoward… ¿Le dice eso algo a usted?
Contesté:
-¿Yeoward, profesor Yeoward? ¡Oh, sí! Pereció, ¿no es verdad?,
en alguna parte de la jungla, más allá de las fuentes del río Amer.
-¡Exacto! -gritó el hombre bajito que a sí mismo se llamaba
Goodbody-. Yo vi cómo moría.
-¡Fruta!
-¡Fruta!
-¡Fruta!
-¡Fruta!
Gritaban las voces de los hombres de la bodega. Había rivalidad
entre su jefe y el enorme estibador negro del muelle. Las luces
chisporroteaban. Los racimos de plátanos bajaban a la bodega. Y una especie de
malsano perfume surgía de la jungla, más allá del putrefacto río… ni aire ni
brisa…, algo así como el aliento pestífero de fiebre altísima.
Temblando de ansia y, al mismo tiempo, estremeciéndose de
escalofríos producidos por la fiebre, de tal forma que tenía necesidad de
utilizar ambas manos para llevase el vaso a los labios…, y aun así, derramó la
mayor parte del ron…, el doctor Goodbody dijo:
-Por lo que más quiera, sáqueme de este país…; lléveme a
Mobile… ¡Escóndame en su camarote!
-No tengo autoridad para eso -respondí-; pero usted es
ciudadano norteamericano; puede acreditar su personalidad. El cónsul le mandará
a su casa.
-Indudablemente. Pero eso llevaría su tiempo. El cónsul cree
también que estoy loco. Y si no me marcho, temo que pierda la razón de verdad.
¿No puede usted ayudarme? Tengo miedo…
-Venga, pues -dije-. Nadie le hará daño mientras yo esté a su
lado. ¿De qué tiene miedo?
-De los hombres sin huesos -respondió, y su voz me erizó el
cabello.- ¡Los gordos hombrecillos sin huesos!
Le arropé con una manta, le di un poco de quinina, y le dejé
que sudara y tamblara durante un buen rato; pero antes le pregunté, tomándolo
un poco a broma:
-¿Quiénes son esos hombres sin huesos?
Habló al tuntún en medio de la fiebre; su razón vacilaba
hasta llegar al delirio…
-...¿Que quiénes son los hombres sin huesos?… Ahora no hay
que tenerles miedo. Son ellos los que le temen a usted. Usted puede matarlos
con su bota o con un palo… Son algo así como jalea. No, en realidad no es miedo lo que inspiran…, sino
asco, náuseas… ¡Abruman! ¡Paralizan!… Yo he visto a un jaguar…, se lo voy a
contar…, un jaguar muy grande…, quedarse congelado, mientras ellos escalaban
por sus patas, a centenares, y se lo comían vivo… ¡Créame, lo he visto yo! Tal vez
sea que segreguen algún jugo, que despidan algún olor… No sé…
Luego, llorando, el doctor Goodbody continuó:
-¡Oh, pesadilla…, pesadilla…, pesadilla! ¡Pensar en qué
abismos de degradación puede caer una criatura por causa del hambre! ¡Horrible,
horrible!
-¿Se trata de alguna forma adulterada de vida que descubriera
usted en la jungla por encima de las fuentes del río Amer? -sugerí-. ¿Alguna
especie degenerada de antropoides?
-No, no, no. ¡Hombres! Seguramente recordará usted la
expedición etnográfica del profesor Yeoward, ¿verdad?
-Murieron todos -dije.
-Todos menos yo -contestó-. Tuvimos mala suerte. En las
corrientes impetuosas del Aaña perdimos dos canoas, la mitad de nuestras
provisiones y la mayoría de nuestros instrumentos, así como al doctor Terry, a
Jack Lambert y a ocho de nuestros porteadores… Luego penetramos en territorio
Ahu, donde los indios usan dardos envenenados; pero conseguimos hacer amistad
con ellos y convencerlos para que transportaran nuestro equipaje en dirección
este, a través de la jungla…, porque ha de saber usted que cualquier ciencia
empieza con una conjetura, un rumor, un cuento de viejas, y el objeto de la
expedición del profesor Yeoward era investigar una serie de leyendas de los
pueblos indios que concordasen: leyendas de una raza de dioses que bajaron del
cielo en una gran llama cuando la Tierra era muy joven… Siguiendo líneas
quebradas y contorneando círculos concéntricos, Yeoward localizó el lugar en
que tales leyendas tenían sus raíces: un lugar inexplorado que carece de nombre
porque los indios se niegan a dárselo, ya que, según ellos, es un “lugar
funesto”.
Como los escalofríos disminuían y la fiebre bajaba, el doctor
Goodbody hablaba ahora más tranquilo y razonablemente. Dijo, con una risita:
-No sé por qué, pero en cuanto me sube un poco la fiebre, el
recuerdo de esos hombres sin huesos vuelve a mí como una pesadilla para
causarme horrores… Así pues, decidimos ir a ver el lugar donde los dioses
descendieron en una llama de fuego durante la noche. Los pequeños y tatuados
indios nos condujeron hasta la linde del territorio Ahu, y allí descargaron los
bultos y nos reclamaron el salario y ninguna consideración fue capaz de
hacerlos avanzar más lejos. Según decían, nos íbamos a internar en un
territorio muy funesto. El jefe de los porteadores, un indio que en su época
había sido un hombre muy importante, nos dijo, escribiendo en el suelo usó
signos con una ramita, que había errado alguna vez por allí, e hizo un dibujo
de algo semejante a un cuerpo ovoidal con cuatro miembros, al que escupió antes
de borrarlo con el pie. “¿Arañas? -preguntamos-. ¿Cangrejos? ¿Qué?...” Por
tanto, nos vimos obligados a dejar al anciano jefe, hasta nuestro regreso, los
bultos que no podíamos llevar, y continuamos solos, Yeoward y yo, a través de
sesenta kilómetros de jungla, la jungla más putrefacta del mundo. Hacíamos
quinientos metros diarios aproximadamente… ¡Un lugar pestilente! Cuando ese
viento hediondo sopla de la jungla, no huele más que a muerto y pánico… Al fin
conseguimos alcanzar la meseta y escalar el escarpado, y allí vimos algo
maravilloso. Se trataba de algo que había sido una máquina gigantesca.
Originalmente, debió de ser una cosa con forma de pera, de trescientos metros
de largo por lo menos, siendo su parte más ancha un círculo de doscientos
metros de diámetro. No sé de qué metal estaría construido porque sólo existía
el contorno polvoriento de un casco y algunos fantasmagóricos residuos de unos
mecanismos increíblemente complicados, que servían para demostrar lo que alguna
vez había sido. No pudimos averiguar de dónde procedía; pero el impacto de su
aterrizaje había producido un hondo valle en el centro de la meseta… ¡Era el
descubrimiento del siglo!¡Demostraba que, hacía incontables años, nuestro
planeta fue visitado por gentes de otras estrellas! Excitados hasta el máximo,
Yeoward y yo nos acercamos a aquella fabulosa ruina; pero todo lo que tocábamos
se deshacía en polvo finísimo… Por fin, al tercer día, Yeoward encontró un
plato semicircular de algún metal extraordinariamente duro, que estaba cubierto
con los diagramas más enloquecedoramente familiares. Lo limpiamos y, durante veinticuatro
horas, Yeoward, apenas haciendo pausa para comer y beber, lo estudió
detenidamente. Al quinto día, antes de amanecer, me despertó con un fuerte
grito y me dijo: “¡Es un mapa, un mapa del cielo y un plano de una travesía de
Marte a la Tierra!”. Y me mostró cómo aquellos antiguos exploradores del
espacio habían venido de Marte a la Tierra, vía Luna… “¿Para caer en esta
desnuda meseta de esta jungla infernal?”, pregunté. “¿Acaso, entonces, era esto
una jungla?” -respondió Yeoward-. Esto pudo haber sucedido hace cinco millones
de años” Yo dije: “¡Oh! Como usted sabe, se tardó pocos siglos en sepultar a
Roma. ¿Cómo pudo esta cosa permanecer en el campo durante cinco mil años, y
menos cinco millones?” Yeoward contestó: “No lo sé. La Tierra suele tragarse
cosas y vomitarlas después. Ésta es una región volcánica. Un pequeño
corrimiento de tierra puede bastar para engullirse una ciudad, y un movimiento
peristáltico de las entrañas de la Tierra puede sacarla de nuevo a la luz un
millón de años más tarde. Así debió de ocurrir con la máquina de Marte...”. “Me
gustaría saber quiénes venían dentro de ella” dije. “Verosímilmente, seres
totalmente extranjeros que no pudieron soportar la Tierra y murieron, o acaso
se mataron al estrellarse el aparato. Ningún esqueleto sobrevive a tan largo
espacio de tiempo.” Encendimos fuego y Yeoward se echó a dormir. Como yo ya
había dormido, me quedé de guardia. ¿De guardia para qué? No lo sabía. ¿Por si
nos atacaban los jaguares, las serpientes? Ninguno de esos animales escalaba
hasta la meseta. Allí no había nada para ellos. De todas formas, sin saber por
qué, tenía miedo.
En aquel lugar se notaba el peso de los siglos. Suele
decirse: “Respétense los tiempos antiguos...”. Lo más grande, la edad; lo más
profundo, el respeto… Eso dicen; pero no es respeto; es temor, es miedo al
tiempo y a la muerte, señor… Debí de adormilarme, porque el fuego estaba casi
extinguido… Yo había tenido mucho cuidado en mantenerlo vivo y brillante…,
cuando vi por primera vez a los hombres sin huesos.
Al alzar la vista vi, en el borde de la meseta, un par de
ojos que recogían luminosidad de la desvaída luz de la hoguera. “Un jaguar”,
pensé, y cogí el rifle. Pero no podía ser un jaguar; porque cuando miré a
derecha e izquierda vi que la meseta estaba cuajada de muchos pares de ojos
brillantes… formando un círculo semejante a un collar de ópalos…, y entonces
llegó a mi nariz un olor a Dios sabe qué… El miedo tiene su olor, como le diría
a usted un tratante de animales. La enfermedad posee su olor… Pregúnteselo a
cualquier enfermera. Esos olores dan fuerza a los animales sanos para pelear o
para huir. Ésta es una combinación de ambos olores, más el de una hedionda
vegetación en estado de putrefacción. Disparé contra el par de ojos que vi
primero. Entonces, todos los ojos desaparecieron, mientras de la jungla llegaba
un gorjear de pájaros y un griterío de monos, como si el disparo hubiese
alcanzado a todos. Afortunadamente empezó a amanecer. No me hubiera gustado ver
aquella cosa, ala que había disparado entre los ojos, a la luz artificial. Era
de color gris, y su tejido, correoso y gelatinoso. Su forma externa no era la
de un ser humano. Tenía ojos, y existían en él otros vestigios…, o rudimentos…,
de cabeza, cuello y una especie de miembros. Yeoward me dijo que debería
recogerlo, sobreponiéndome a lo que él llamó “mi repugnancia infantil”, y
averiguar la naturaleza de la bestia. Debo decir que él se mantuvo bastante
alejado cuando yo lo abrí. Era mi trabajo como zoólogo de la expedición, y así
lo hice. Tanto los microscopios como los demás utensilios delicados se habían
perdido con las dos canoas. Trabajé con un cuchillo y unas pinzas. ¿Y qué
encontré? Nada: una especie de sistema digestivo envuelto en una membrana
correosa, un sistema nervioso rudimentario y un cerebro del tamaño aproximado
de una nuez. Todo aquel ser, estirado, mediría un metro con veinte centímetros…
En un laboratorio, con unos ayudantes que me hicieran compañía, acaso hubiera
podido decirle a usted algo más. En la situación en que estaba, hice lo que
pude con un cuchillo de caza y unas pinzas, sin tinturas ni microscopio,
tragándome mi náusea… ¡Era una cosa nauseabunda… que aún me invade al recordar
lo que encontré! Pero, a medida que el sol se alzaba en el horizonte, la cosa
se licuó, se derritió, y cuando dieron las nueve, no quedaba de ella más que un
lodazal gris y gelatinoso, con dos ojos verdes nadando en él… Y esos ojos…, aún
puedo verlos…, se reventaron haciendo una especie de grueso pop y
formando una mancha desagradablemente viscosa en aquel lodo de corrupción.
Después de eso, me alejé durante un rato. Cuando regresé, el
sol había evaporado todo, y allí no quedaba sino algo así como lo que se ve de
una medusa muerta que no se ha evaporado en una playa caliente. Una viscosidad.
Yeoward estaba pálido cuando me preguntó: “¿Qué demonios es eso?”. Le respondí
que lo ignoraba, que era algo que escapaba a mi experiencia y que, aunque yo
pretendía ser un hombre de ciencia con un cerebro privilegiado, nada me
induciría otra vez a tocar una cosa como aquélla. Yeoward dijo: “Se está volviendo
histérico, Goodbody. Póngase en razón. Dios sabe que no estamos aquí para gozar
de buena salud. ¡La ciencia, hombre, la ciencia! ¡No pasa un día sin que algún
doctor hunda sus dedos en cosas más asquerosas y hediondas que ésa!”. Le
contesté: “No lo creo. Profesor Yeoward, he operado y diseccionado muchas cosas
extrañas en mi vida; pero esto es algo repulsivo. Me atrevo a decir que tengo
los nervios deshechos. Acaso deberíamos haber traído un psiquiatra… Advierto
que usted no siente tantos deseos de acercarse a mí desde que he manipulado esa
cosa. Volveré a disparar contra otra muy a gusto: pero si usted quiere que se
investigue, hágalo usted mismo, y ya verá”. Yeoward me contestó que estaba
ocupadísimo con el plato de metal. Me dijo que era indudable que aquella
máquina procedía de Marte. Pero, evidentemente, prefirió conservar la hoguera
entre él y yo después de que hube tocado aquella abominación gelatinosa.
Yeoward continuó la investigación de la destrozada máquina. Yo seguí con mi
trabajo, consistente en investigar las formas de vida animal. No sé qué podría
haber encontrado si hubiese tenido… no digo valor, porque no me faltaba…, si yo
hubiese tenido alguna compañía. Solo, mis nervios de desataron.
Ocurrió una mañana, Penetré en la jungla que nos rodeaba,
tratando de espantar el miedo que me atenazaba y de apartar de mí la sensación
de repulsión que no solamente me hacía desear volverme y echar a correr, sino
que me producía terror de girar sobre mí mismo y huir. Acaso sepa usted que, de
todos los animales de aquella selva, el más inconquistable es el perezoso.
Encuentra un árbol a propósito, lo escala y se cuelga de una de sus ramas con
sus doce garras afiladas: un tardígrado que vive de hojas. El tardígrado es tan
tenaz que, aun muerto, con el corazón atravesado de un tiro, colgará de su
rama. Tiene una piel correosa cubierta por una impenetrable malla de pelos
gruesos y entretejidos. Una pantera o un jaguar no pueden contra la resistencia
pasiva de semejante engendro. Siempre encuentra un árbol que no abandona hasta
que lo deja sin hojas, eligiendo para dormir una rama bastante gruesa y fuerte,
capaz de soportar su peso. En aquella detestable jungla, durante una de mis
breves expediciones…, breves porque estaba solo y tenía miedo…, me tropecé con
un gigantesco perezoso que estaba colgado, inmóvil, de la rama más ancha de un
árbol medio desnudo de hojas, dormido, impenetrable, indiferente. Cuando llegó
el hediondo crepúsculo verde, surgió una horda de esas cosas gelatinosas. Se
precipitaron sobre el árbol y se deslizaron a lo largo de su rama. Hasta el
perezoso, que por lo general no conoce el miedo, se asustó. Intentó huir colgándose
de la parte más delgada de la rama, que se quebró. Cayó al suelo, e
inmediatamente quedó cubierto por una temblorosa masa gelatinosa. Aquellos
hombres sin huesos no muerden, succionan. Y mientras lo hacen, su color cambia
de gris a rosa y luego castaño. Pero nos temen a nosotros. Hay entablada una
lucha de raza. A nosotros nos repelen ellos, y a ellos los repelemos nosotros.
Cuando se dieron cuenta de mi presencia allí, ellos…, iba a decir que huyeron…,
se deslizaron, se disolvieron en las sombras que danzaban, danzaban, danzaba,
debajo de los árboles. Y el horror volvió a apoderase de mí, así que eché a
correr y llegué a nuestro campamento, enrojecido y completamente exhausto…
Yeoward estaba punzándose el talón. Tenía un torniquete atado por debajo de la
rodilla. Cerca, yacía una serpiente muerta. Le había roto el lomo con el plato
de metal, pero antes el reptil le había mordido. Me preguntó: “¿Qué clase de
serpiente cree usted que es esta? Me temo que sea venenosa. Noto
entorpecimiento en las mandíbulas y en la cabeza, y no siento mi mano...”.
Dije: “¡Dios mío, le ha mordido una jarajacá!”. “Y hemos perdido nuestro
botiquín de urgencia -replicó con disgusto-. ¡Y hay tanto que hacer!… ¡Oh Dios
mío, Dios mío! Pase lo que pase, amigo mío, coja esto y regrese.” Y me
dio aquel semicírculo de metal desconocido como un tesoro sagrado. Dos horas
después moría. Aquella noche, el círculo de ojos brillantes se estrechó aún
más. Vacié mi rifle sobre ellos una y otra vez. Al amanecer, desaparecieron los
hombres sin huesos. El cadáver de Yeoward lo cubrí con piedras. Hice una pila
para que los hombres sin huesos no pudieran atraparlo. Luego…, ¡Oh, qué
soledad, qué miedo tan espantoso!…; me puse el morral, cogí el rifle y el
machete y huí corriendo en sentido inverso el camino que habíamos traído. Pero
me perdí. Bote a bote de conserva aligeré mi peso. Luego, me desprendí del
rifle y de las municiones. Más tarde, me zafé del machete. Mucho tiempo
después, aquel plato semicircular se hizo demasiado pesado para mí; así que lo
até con lianas a un árbol y continué. Al fin alcancé el territorio Ahu, donde
los hombres tatuados me curaron y se mostraron amables conmigo. Las mujeres
masticaban mi comida antes de dármela, hasta que tuve fuerzas suficientes para
hacerlo por mí mismo. De los objetos que habíamos dejado allí, cogí únicamente
lo que podía necesitar, dejando el resto para pagar a los guías y a los hombres
que condujeron la canoa río abajo. Y así me alejé de la jungla…
Hizo una pausa.
-Por favor deme un poco más de ron.
Su mano estaba ahora más firme mientras bebía y sus ojos más
claros.
Yo le dije:
-Suponiendo que lo que dice es verdad, presumo que esos
“hombres sin huesos” eran marcianos, ¿no? Esto parece algo inverosímil, ¿no es
cierto? Invertebrados que funden metales duros y…
-¿Quién habló de marcianos? -gritó el doctor
Goodbody-. ¡No, no, no! Los marcianos vinieron aquí y se adaptaron a las nuevas
condiciones de vida. ¡Pobre gente! Cambiaron, declinaron, experimentaron un
proceso totalmente nuevo…, un doloroso proceso evolutivo. Lo que trato de
decirle a usted, infeliz, es que Yeoward y yo no descubrimos marcianos.
Idiota, ¿no lo comprende? Esas cosas sin huesos eran hombres. ¡Los marcianos
éramos nosotros!
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