A pocos kilómetros de Roma está la playa de Ostia,
adonde los romanos acuden a miles en verano; en la playa no queda espacio ni
siquiera para hacer un agujero en la arena con una palita, y el que llega el
último no sabe dónde plantar la sombrilla.
Una vez llegó a la playa de Ostia un tipo
extravagante, realmente cómico. Llegó el último, con la sombrilla bajo el
brazo, y no encontró sitio para plantarla. Entonces la abrió, le hizo un
retoque al mango y la sombrilla se elevó inmediatamente por el aire,
sobrevolando miles y miles de sombrillas y yéndose a detener a la misma orilla
del mar, pero dos o tres metros por encima de la punta de las otras sombrillas.
El desconcertante individuo abrió su tumbona, y también ésta flotó en el aire.
El hombre se tumbó al amparo de la sombrilla, sacó un libro del bolsillo y
empezó a leer, respirando la brisa del mar, picante de sal y de yodo.
Al principio, la gente ni siquiera se dio cuenta de
su presencia. Todos estaban debajo de sus sombrillas, intentando ver un
pedacito de mar por entre las cabezas de los que tenían delante, o hacían
crucigramas, y nadie miraba hacia arriba. Pero de repente una señora oyó caer
algo sobre su sombrilla; creyó que había sido una pelota y se levantó para
regañar a los niños; miró a su alrededor y hacia arriba y vio al extravagante
individuo suspendido sobre su cabeza. El señor miraba hacia abajo y le dijo a
aquella señora:
-Disculpe, señora, se me ha caído el libro. ¿Querría
usted echármelo para arriba, por favor?
De la sorpresa, la señora se cayó de espaldas,
quedándose sentada sobre la arena, y como era muy gorda no lograba
incorporarse. Sus parientes acudieron para ayudarla, y la señora, sin hablar,
les señaló con el dedo la sombrilla volante.
-Por favor -repitió el desconcertante individuo-,
¿quieren tirarme mi libro?
-¿Pero es que no ve que ha asustado a nuestra tía?
-Lo siento mucho, pero de verdad que no era ésa mi
intención.
-Entonces, bájese de ahí; está prohibido.
-En absoluto; no había sitio en la playa y me he
puesto aquí arriba. Yo también pago los impuestos, ¿sabe usted?
Mientras, uno tras otro, todos los romanos de la
playa se pusieron a mirar hacia arriba; y señalaban riendo a aquel extraño
bañista.
-¿Ves a aquél? -decían-. ¡Tiene una sombrilla a
reacción!
-¡Eh, astronauta! -le gritaban-. ¿Me dejas subir a
mí también?
Un muchachito le echó hacia arriba el libro, y el
señor lo hojeaba nerviosamente buscando la señal. Luego prosiguió su lectura,
muy sofocado. Poco a poco fueron dejándolo en paz. Sólo los niños, de vez en
cuando, miraban al aire con envidia, y los más valientes gritaban:
-¡Señor! ¡Señor!
-¿Qué queréis?
-¿Por qué no nos enseña cómo se hace para estar así
en el aire?
Pero el señor refunfuñaba y proseguía su lectura. Al
atardecer, con un ligero si1bido, la sombrilla se fue volando, el
desconcertante individuo aterrizó en la calle cerca de su motocicleta, se subió
a ella y se marchó.
¿Quién sería aquel tipo y dónde compraría aquella
sombrilla?
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