Cuando Noé vio el cuerno que sobresalía de la espesa
crin en la frente, no dudó ni un instante sobre la identidad del animal que
pedía humildemente ser aceptado en el Arca ante la inminencia del Diluvio.
Jamás había visto a un unicornio, pero los libros
antiguos lo describían como un animal más bien pequeño, semejante a una cabra,
y de carácter huidizo; con un largo cuerno rematado en una afilada punta,
semejante a ciertas especies de caracol no muy abundante en estos días.
Cuenta la tradición que finalizado el Diluvio y
agotados los pájaros por el ir y venir a través de la tormenta y de la noche,
Noé envió al unicornio a comprobar si había bajado el nivel de las aguas. El
animal se arrojó a la oscuridad de las olas y al tocar el líquido comenzó a
hundirse. Ante la cercanía de la muerte, rogó a uno de los dioses sempiternos
por su vida. Éste lo transformó en un narval, dejándole conservar sólo el
cuerno como la viva memoria de un pasado que desaparecía en el océano del
tiempo.
En las noches claras, cuando el viento rompe el
crepúsculo del agua en ondas oscuras, añora galopar bajo el vientre de una
doncella desnuda con la luna como una pecera de fondo.
A veces, atraviesa a algunos bañistas con su afilado
cuerno buscando a Noé desde los tiempos más remotos.
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