Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían
uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de
ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta
de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvosos libros
de cuentos de todas las edades y de todos los países.
Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él
estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente
palabras bellas y aun frases enteras, o bien cabos de aventuras o hechos
prodigiosos que anotaba en un papel blanco y luego, con paciencia y cuidado,
iba engarzando esos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la
compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro.
De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a
su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.
Campanitas de plata. Mariano Silva y Aceves, 1925.
No hay comentarios:
Publicar un comentario