El primer día de enero se despertó al alba y ese
hecho fortuito determinó que resolviera ser metódico en su vida. En adelante
actuaría con todas las reglas del arte. Se ajustaría a todos los códigos.
Respetaría, sobre todo, el viejo y buen abecedario que, al fin y al cabo, es la
base del entendimiento humano.
Para cumplir con este plan empezó como es natural
por la letra A. Por lo tanto la primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas,
arroz con azafrán, asado a la árabe y ananás. Adquirió anís, aguardiente y
hasta un poco de alcohol. Solamente anduvo en auto, asistió asiduamente al cine
Arizona, leyó Amalia, exclamó ¡ahijuna! y también ¡aleluya! y ¡albricias!
Ascendió a un árbol, adquirió un antifaz para asaltar un almacén y amaestró una
alondra.
Todo iba a pedir de boca. Y de vocabulario. Siempre
respetuoso del orden de las letras la segunda semana birló una bicicleta, besó
a Beatriz, bebió Borgoña. La tercera cazó cocodrilos, corrió carreras, cortejó
a Clara y cerró una cuenta. La cuarta semana se declaró a Desirée, dirigió un
diario, dibujó diagramas. La quinta semana engulló empanadas y enfermó del
estómago.
Cumplía una experiencia esencial que habría aportado
mucho a la humanidad de no ser por el accidente que le impidió llegar a la Z.
La decimotercera semana, sin tenerlo previsto, murió de meningitis.
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