Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerrado en un
acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y
se difundía tristemente en la densa sombra de la roca. Todo el mundo se olvidó
de este lóbrego acuario. Se podía suponer que el pulpo estaba muerto y sólo se
veía el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo. Pero el pulpo
no había muerto. Permanecía escondido detrás de la roca. Y cuando despertó de
su sueño tuvo que sufrir un hambre terrible, día tras día en esa prisión
solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él. Entonces comenzó a comerse
sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía
tentáculos comenzó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra.
En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su
cuerpo, su piel, su cerebro, su estómago; absolutamente todo.
Una mañana llegó un cuidador, miró dentro del
acuario y sólo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo
prácticamente había desaparecido.
Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en
ese acuario mustio y abandonado. Por espacio de siglos, tal vez eternamente,
continuaba viva allí una criatura invisible, presa de horrendas escasez e
insatisfacción.
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