Soy Vikor. Tengo ocho
años, pero no soy un niño, soy una forma inmortal y no tengo ocho años, tengo
mil. He vivido siempre y siempre viviré.
Cuando tenía cuatro, mi
madre y yo, Tangor, Nerea, Mabsum y el pequeño Oker vinimos a la ciudad con mi
padre, que estaba muerto. Mi padre araba los campos, que eran verdes, pero
llegó el invierno y el campo se resecó y se volvió gris. Todo murió y mi padre
murió con todo. Entonces mi madre y yo, Tangor, Nerea, Mabsum, el pequeño Oker
y mi padre, que estaba muerto, vinimos a la ciudad. Lloré porque quería los
sembrados y el campo y las colinas. Recé para que Dios les diera otra vida y
reverdecieran, así no tendríamos que irnos, pero Él no me escuchó y todo se quedó
igual. Tampoco escuchó a otros. Gantner, el viejo que vivía al lado del camino,
también rezó, pero en sus tierras todo siguió gris, reseco y muerto.
Entonces vinimos a la ciudad porque podríamos encontrar algo vivo, verde y
podríamos comer. Llegamos y todo estaba gris y polvoriento, árido y reseco como
en el campo. La gente seguía viva. Era gris, polvorienta y reseca como la
ciudad.
Nos quedamos. Mi madre
salió a la calle, que estaba sumida en esa locura de ruedas que giraban, en ese
ruido en ebullición. Salió a buscar la forma de preservar la vida en mí, en
Tangor, en Nerea, en Mabsum, en el pequeño Oker y en mi padre, que estaba
muerto. Finalmente encontró una lavandería donde lavaban la ropa de la gente
porque en la ciudad asfixiante no hay lugar para colgar ropa. Le daban un poco
de dinero por lavar y planchar la ropa de otras personas. Traía el dinero a
casa y con eso comprábamos cosas para comer, pero ella no comía porque estaba
enferma y temblaba de tanto lavar y planchar ropa todo el día. Mi padre no
comía mucho porque se había muerto de tanto trabajar en los campos que ahora
estaban secos y arruinados. Tuve que ir a la escuela de la ciudad. Apenas
podía oír a la maestra por el ruido de los silbidos, las ruedas que giraban,
los gritos y la gente que corría, con prisa. Los chicos no eran como los que
iban conmigo a la escuela en el campo. Eran viejos y arrugados, estaban
tristes y callados. Ninguno sabía reír. Al poco tiempo yo también olvidé cómo
hacerlo. Volvía a casa convencido de que el pequeño Oker podía enseñarme a reír
de nuevo, pero él también había olvidado, y ya no jugaba. Lo único que hacía
era sentarse, mirar, envejecer y ponerse pálido.
Poco después, en la oscura
calle donde vivíamos, una cosa grande y rugiente, con ruedas que giraban, atropelló
a Nerea. Oí un ruido estridente, salí corriendo y la encontré tumbada, quieta y
callada en el barro y la sangre. Levanté la vista y vi que la cosa rugiente se
alejaba con sus ruedas que giraban. Tomé a Nerea en brazos y la llevé a la
habitación que daba a esa calle de la ciudad. El pequeño Oker, Mabsum, Tangor y
mi padre, que estaba muerto, se acercaron y la miraron. Se sentaron, quietos,
en silencio. Estaba muerta.
Poco después, el pequeño
Oker se puso pálido y débil. Había enfermado. No fui a la escuela. Me quedé en
casa para cuidarlo. Oker no hablaba. Se quedaba tumbado, quieto y callado como
un fantasma. Cada día adelgazaba más, se ponía más y más blanco. Una noche
empezó a llorar. Me alegró que emitiera un sonido y me di cuenta de que estaba
mejor. Lo alcé en brazos y caminé con él por la calle. En ese momento la calle
estaba tranquila. Nos llegaba un poco de viento, templado como la sombra de los
árboles del paraíso. Estaba contento porque me parecía que Oker mejoraba. Le
recé a Dios para que lo curase y dejara que el viento fresco se quedara en
nuestra calle. Vi algunas sombras que traspasaban los ladrillos de la calle y
por eso supe que estaba saliendo el sol. Comencé a oír los sonidos de nuevo. Se
volvían cada vez más fuertes. Sabía que Oker les tenía miedo a esos ruidos.
Oker y yo empezamos a correr, lo más rápido posible, hacia nuestra habitación,
pero el pequeño Oker dejó de llorar y me di cuenta de que había empeorado.
Corrí con todas mis fuerzas, lo más rápido que pude, llevándolo en brazos.
Mientras corría, sentía que su cuerpo menudo se aflojaba. Sentí que el aliento
abandonaba la pequeña cáscara pálida de su cuerpo y me di cuenta de que se
moría. Cuando llegué a la habitación, el pequeño Oker era una forma quieta y
callada. Supe que estaba muerto. Entré en la habitación, lo apoyé en el suelo y
todos -mi padre, que estaba muerto, Mabsum y Tangor- entraron, silenciosos,
como fantasmas, y lo miraron. Estaba quieto como una piedra. Se sentaron y lo
velaron.
Volví pronto a esa escuela
ruidosa. Todos los días, en el recreo, me iba a un rincón. Desde ahí veía jugar
a los otros. Extrañaba el sonido de las voces, pero nadie me hablaba, nadie me
veía. Nadie le hablaba a nadie. Silencio de piedra. Sólo se oía el ruido
atronador de las cosas veloces y las ruedas que giraban en las calles de la
ciudad…
Extrañaba el campo y las
cosas verdes que soplaba el viento, y el cielo que veías al levantar la vista,
con estrellas de noche y auténticas nubes de día. Pensaba en el campo y me
preguntaba dónde estaba, qué había pasado con él, cuánto hacía que nos habíamos
ido. Eché la cuenta. Decidí que habían pasado mil años o más desde que nos
habíamos ido. Extrañaba el campo, bullía por dentro por él, lloré por él y recé
por él y un día decidí salir a buscarlo. Decidí que, si lo encontraba, volvería
a la ciudad, buscaría a mi madre en la lavandería y a mi padre que estaba
muerto, a Tangor y a Mabsum, y que todos volveríamos y haríamos como si no
hubiera pasado nada (de no ser por el pequeño Oker y Nerea, que estaban muertos).
Por eso caminé y caminé a
través de puentes, a través de túneles mohosos y hediondos, cruzando vías de
tren oxidadas y calientes, por calles atestadas. Crucé terrenos baldíos, casas
viejas y destruidas. Caminé y caminé y caminé durante meses, y lo único que vi
fueron casas viejas, ruedas veloces que giraban, humo y vías de tren y puentes
y agua viscosa y edificios enormes, y viejos y viejas y niños callados,
envejecidos. Parecía que había andado años y años, porque siempre veía lo
mismo. Nada de verde, nada de viento, nada de cielo, nada de risa. Al final me
di por vencido, lloré y recé y decidí que toda la Tierra estaba llena de
túneles y vías de tren y calles embarradas, de túneles apestosos, casas
destruidas, viejos y viejas y niños envejecidos. Me sentí perdido, viejo y
loco. Busqué a mi madre, a mi padre –que estaba muerto- a Mabsum y Tangor, pero
no pude encontrarlos. Me convertí en valiente. Tomé la calle, cerré mis
oídos a los ruidos fuertes, velé mis ojos ante los pobres fantasmas que caminaban
por la calle y decidí que el campo se había ido para siempre y que toda la
tierra estaba tomada por la ciudad enferma.
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