Plegó
las patas, al acecho. Alzando la cabeza oteó el aire, husmeó el
viento: olía a presa segura. Ah, sí, allí, perfilado en el
horizonte, tembloroso por la intuición del peligro, se erguía el
cervatillo. Al verlo se encogió y reptó con la seguridad del
depredador. Mientras saltaba intentó un rugido victorioso. Le salió
un chirrido que no asustaría ni a una anciana. El salto fue de cinco
centímetros. Su compañera lo miró con lástima. No había caso:
aquel grillo, más loco que una cabra, se empeñaba en creerse león.
sábado, 31 de agosto de 2019
viernes, 30 de agosto de 2019
La ventana abierta. Saki. (Hector Hugh Munro)
-Mi tía bajará enseguida,
señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-;
mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
La ventana abierta, 1911.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
La ventana abierta, 1911.
miércoles, 28 de agosto de 2019
El porvenir. Carlos Almira Picazo.
Heliodoro,
el último bibliotecario, fue conducido ante la tienda negra,
plantada en el jardín de lo que fuera el Palacio de Alejandría. Al
poco vislumbró la silueta baja y rechoncha de Omar.
Entonces comprendió que nada de lo que pudiera decir sobre la Biblioteca de Alejandría conmovería a aquel hombre. Estaba pues, resuelto a quemarla. Con todo, aventuró:
-Señor, si le echáis un vistazo tal vez encontréis vos una razón para conservarla. si no, todo lo que yo diga no servirá para salvarla, y haréis lo que tengáis determinado.
-¿Y qué crees tú que tengo yo determinado?
-Incendiarla, señor.
-Explícame por qué no debería hacerlo -insistió-. Si tus libros dicen lo mismo que el Corán, entonces son superfluos por redundantes; pero si lo contradicen, son perniciosos y blasfemos. ¿Por qué no debería quemarlos?
-Tal vez el porvenir no piense como vos.
Omitió toda una vida de dedicación, las emociones que atesoraban para él los legajos; el encanto de las salas, las baldosas, las fuentes; los recoletos escondrijos, llenos de frescor y penumbra, donde se albergaban los rollos y, cada atardecer, entraba el canto intermitente de los pájaros.
-Solo Alah es sabio, pero puesto que amas tanto tu biblioteca, vete con ella a ese porvenir.
Poco después (el papiro y la laca ardían con facilidad) las llamas lamían el cielo aparentemente impasible, y la Biblioteca quedaba reducida a escombros.
La llave dorada, 2014.
Entonces comprendió que nada de lo que pudiera decir sobre la Biblioteca de Alejandría conmovería a aquel hombre. Estaba pues, resuelto a quemarla. Con todo, aventuró:
-Señor, si le echáis un vistazo tal vez encontréis vos una razón para conservarla. si no, todo lo que yo diga no servirá para salvarla, y haréis lo que tengáis determinado.
-¿Y qué crees tú que tengo yo determinado?
-Incendiarla, señor.
-Explícame por qué no debería hacerlo -insistió-. Si tus libros dicen lo mismo que el Corán, entonces son superfluos por redundantes; pero si lo contradicen, son perniciosos y blasfemos. ¿Por qué no debería quemarlos?
-Tal vez el porvenir no piense como vos.
Omitió toda una vida de dedicación, las emociones que atesoraban para él los legajos; el encanto de las salas, las baldosas, las fuentes; los recoletos escondrijos, llenos de frescor y penumbra, donde se albergaban los rollos y, cada atardecer, entraba el canto intermitente de los pájaros.
-Solo Alah es sabio, pero puesto que amas tanto tu biblioteca, vete con ella a ese porvenir.
Poco después (el papiro y la laca ardían con facilidad) las llamas lamían el cielo aparentemente impasible, y la Biblioteca quedaba reducida a escombros.
La llave dorada, 2014.
martes, 27 de agosto de 2019
Arañas y mariposas 7. Espido Freire.
Fue
muy triste dejarla en la perrera durante el verano, pero era
imposible llevársela en el viaje. Cuando regresaron, meneó la cola
alegremente y se tumbó en su cesta, tan cariñosa como siempre. Pero
cuando desvalijaron la casa, ni siquiera ladró.
Cuentos malvados, 2003.
Cuentos malvados, 2003.
domingo, 25 de agosto de 2019
Nouvelle Cuisine. Rosana Alonso.
Pico
muy menuda la cebolla y las lágrimas se me quedan dentro, inundando
los ojos con un temblor que diluye las cosas. Luego fileteo el
corazón en lonchas finas e iguales y les doy vuelta y vuelta en la
plancha, apenas con una gota de aceite (tengo en cuenta tu dieta
primaveral). A continuación lo sirvo sobre un nicho de pétalos de
rosa con salsa de yogurt y finas hierbas. Enciendo las velas y te
invito a sentarte en esta penumbra de llamas y olor a sándalo. Hoy
estás tan guapa…Miras el plato con un mohín encantador que se
deshace en un gesto de repugnancia en cuanto te llevas un trozo
minúsculo a la boca.
«¿Lo prefieres más hecho?», te pregunto solícito. Pero tú ya solo miras el círculo rojo que mancha el blanco de mi camisa.
«¿Lo prefieres más hecho?», te pregunto solícito. Pero tú ya solo miras el círculo rojo que mancha el blanco de mi camisa.
sábado, 24 de agosto de 2019
Clone. Julio Cortázar.
Todo parece girar en torno a Gesualdo, si tenía derecho a hacer lo
que hizo o si se vengó en su mujer de algo que hubiera debido vengar
en sí mismo. Entre dos ensayos, bajando al bar del hotel para
descansar un rato, Paola discute con Lucho y Roberto, los otros
juegan canasta o suben a sus habitaciones. Tuvo razón, se obstina
Roberto, entonces y ahora es lo mismo, su mujer lo engañaba y él la
mató, un tango más, Paolita. Tu grilla de macho, dice Paola, los
tangos, claro, pero ahora hay mujeres que también componen tangos y
ya no se canta siempre la misma cosa. Habría que buscar más
adentro, insinúa Lucho el tímido, no es tan fácil saber por qué
se traiciona y por qué se mata. En Chile puede ser, dice Roberto,
ustedes son tan refinados, pero nosotros los riojanos meta facón
nomás. Ríen, Paola quiere gin-tonic, es cierto que habría que
buscar más atrás, más abajo, Carlo Gesualdo encontró a su mujer
en la cama con otro hombre y los mató o los hizo matar, ésa es la
noticia de policía o el flash de las doce y media, todo el resto
(pero seguramente en el resto se esconde la verdadera noticia) habría
que buscarlo y no es fácil después de cuatro siglos. Hay mucha
bibliografía sobre Gesualdo, recuerda Lucho, si te interesa tanto
averigualo cuando volvamos a Roma en marzo. Buena idea, concede
Paola, lo que está por verse es si volveremos a Roma.
Roberto la mira sin hablar, Lucho baja la cabeza y después llama al mozo para pedir más tragos. ¿Te referís a Sandro?, dice Roberto cuando ve que Paola se ha perdido de nuevo en Gesualdo o en esa mosca que vuela cerca del cielo raso. No concretamente, dice Paola, pero reconocerás que ahora las cosas no son fáciles. Se le pasará, dice Lucho, es puro capricho y berrinche a la vez, Sandro no irá más lejos. Sí, admite Roberto, pero entre tanto el grupo es el que paga los platos rotos, ensayamos mal y poco y al final eso se tiene que notar. Es cierto, dice Lucho, cantamos crispados, tenemos miedo de meter la pata. Ya la metimos en Caracas, dice Paola, menos mal que la gente no conoce casi a Gesualdo, la patinada de Mario les pareció otra audacia armónica. Lo malo va a ser si en una de ésas nos pasa con un Monteverdi, masculla Roberto, a ése se lo saben de memoria, che.
No dejaba de ser bastante extraordinario que la única pareja estable del conjunto fuera la de Franca y Mario. Mirando de lejos a Mario que hablaba con Sandro frente a una partitura y dos cervezas, Paola se dijo que las alianzas efímeras, las parejas de un breve buen rato se habían dado muy poco dentro del grupo, por ahí algún fin de semana de Karen con Lucho (o de Karen con Lily, porque Karen ya se sabía y Lily a lo mejor por pura bondad o para saber cómo era eso aunque Lily también con Sandro, latitud generosa de Karen y de Lily, después de todo). Sí, había que reconocer que la única pareja estable y que merecía ese nombre era la de Franca y Mario, con anillo en el dedo y todo el resto. En cuanto a ella misma alguna vez se había concedido en Bérgamo una habitación de hotel, por si fuera poco llena de cortinados y puntillas, con Roberto en una cama que parecía un cisne, rápido interludio sin mañana, tan amigos como siempre, cosas así entre dos conciertos, casi entre dos madrigales, Karen y Lucho, Karen y Lily, Sandro y Lily. Y todos tan amigos, porque de hecho las verdaderas parejas se completaban al final de las giras, en Buenos Aires y Montevideo, allí esperaban mujeres y maridos y niños y casas y perros hasta la nueva gira, una vida de marinos con los inevitables paréntesis de marinos, nada importante, gente moderna. Hasta que. Porque ahora algo había cambiado desde. No sé pensar, pensó Paola, me salen pedazos sueltos de cosas. Estamos todos demasiado tensos, damn it. De golpe así, mirar de otra manera a Mario y a Sandro que discutían de música, como si por debajo imaginara otra discusión. Pero no, de eso no hablaban, justamente de eso era seguro que no hablaban. En fin, quedaba el hecho de que la única verdadera pareja era la de Mario y Franca aunque desde luego no era de eso que estaban discutiendo Mario y Sandro. Aunque a lo mejor por debajo, siempre por debajo.
Irán los tres a la playa de Ipanema, por la noche el grupo va a cantar en Río y hay que aprovechar. A Franca le gusta pasear con Lucho, tienen la misma manera de mirar las cosas como si apenas las rozaran con los dedos de los ojos, se divierten tanto. Roberto se colará a último minuto, lástima porque todo lo ve en serio y pretende auditorio, lo dejarán a la sombra leyendo el Times y jugarán a la pelota en la arena, nadarán y comentarán mientras Roberto se pierde en un semisueño donde vuelve a asomar Sandro, esa paulatina pérdida de contacto de Sandro con el grupo, su agazapado empecinamiento que les está haciendo tanto mal a todos. Ahora Franca lanzará la pelota blanca y roja, Lucho saltará para atraparla, se reirán como tontos a cada tiro, es difícil concentrarse en el Times, es difícil guardar la cohesión cuando un director musical pierde contacto como está ocurriendo con Sandro y no por culpa de Franca, no es desde luego su culpa como tampoco es culpa de Franca que ahora la pelota caiga entre las copas de los que beben cerveza bajo una sombrilla y haya que correr a disculparse. Plegando el Times, Roberto se acordará de su charla con Paola y Lucho en el bar; si Mario no se decide a hacer algo, si no le dice a Sandro que Franca no entrará jamás en otro juego que en el suyo, todo se va a ir al diablo, Sandro no sólo está dirigiendo mal los ensayos sino que hasta canta mal, pierde esa concentración que a su vez concentraba al grupo y le daba la unidad y el color tonal de los que tanto han hablado los críticos. Pelota al agua, carrera doble, Lucho primero, Franca tirándose de cabeza en una ola. Sí, Mario debería darse cuenta (no puede ser que no se haya dado cuenta todavía), el grupo se va a ir irremisiblemente al diablo si Mario no se decide a cortar por lo sano. ¿Pero dónde empieza lo sano, dónde hay que cortar si no ha pasado nada, si nadie puede decir que haya pasado alguna cosa?
Empiezan a sospechar, lo sé y qué voy a hacer si es como una enfermedad, si no puedo mirarla, indicarle una entrada sin que de nuevo ese dolor y esa delicia al mismo tiempo, sin que todo tiemble y resbale como arena, un viento en la escena, un río bajo mis pies. Ah, si otro de nosotros dirigiera, si Karen o Roberto dirigieran para que yo pudiera diluirme en el conjunto, simple tenor entre las otras voces, tal vez entonces, tal vez por fin. Ahí como lo ves está siempre ahora, dice Paola, ahí lo tenés soñando despierto, en mitad del más jodido de los Gesualdos, cuando hay que medir al milímetro para no irse al corno, justo entonces se te queda como en el aire, carajo. Nena, dice Lucho, las mujeres bien no dicen carajo. Pero con qué pretexto hacer el cambio, hablarle a Karen o a Roberto, sin contar que no es seguro que acepten, los dirijo desde hace tanto y eso no se cambia así nomás, técnica aparte. Anoche fue tan duro, por un momento creí que alguno me lo iba a decir en el entreacto, se ve que no pueden más. En el fondo tenés razón de putear, dice Lucho. En el fondo sí pero es idiota, dice Paola, Sandro es el más músico de todos nosotros, sin él no seríamos esto que somos. Esto que fuimos, murmura Lucho.
Hay noches ahora en que todo parece alargarse interminablemente, la antigua fiesta —un poco crispada antes de perderse en el júbilo de cada melodía— cada vez más sustituida por una mera necesidad de oficio, de calzarse los guantes temblando, dice Roberto broncoso, de subir al ring previendo que te van a dar por el coco. Delicadas imágenes, le comenta Lucho a Paola. Tiene razón, qué joder, dice Paola, para mí cantar era como hacer el amor y ahora en cambio una mala paja. Vení vos a hablar de imágenes, se ríe Roberto, pero es verdad, éramos otros, mirá, el otro día leyendo ciencia-ficción encontré la palabra justa: éramos un clone. ¿Un qué? (Paola). Yo te entiendo, suspira Lucho, es cierto, es cierto, el canto y la vida y hasta los pensamientos eran una sola cosa en ocho cuerpos. ¿Como los tres mosqueteros, pregunta Paola, todos para uno y uno para todos? Eso, m’hija, concede Roberto, pero ahora lo llaman clone que es más piola. Y cantábamos y vivíamos como uno solo, murmura Lucho, no este arrastrarse de ahora al ensayo y al concierto, los programas que no acaban nunca, nunquísima. Interminable miedo, dice Paola, cada vez pienso que alguno va a patinar de nuevo, lo miro a Sandro como si fuera un salvavidas y el muy cretino está ahí colgado de los ojos de Franca que para peor cada vez que puede mira a Mario. Hace bien, dice Lucho, es a él a quien tiene que mirar. Claro que hace bien pero todo se va yendo al diablo. Tan poco a poco que es casi peor, un naufragio en cámara lenta, dice Roberto.
Casi una manía, Gesualdo. Porque lo amaban, claro, y cantar sus a veces casi incantables madrigales demandaba un esfuerzo que se prolongaba en el estudio de los textos, buscando la mejor manera de aliar los poemas a la melodía como el príncipe de Venosa lo había hecho a su oscura, genial manera. Cada voz, cada acento debía hallar ese esquivo centro del que surgiría la realidad del madrigal y no una de las tantas versiones mecánicas que a veces escuchaban en discos para comparar, para aprender, para ser un poco Gesualdo, príncipe asesino, señor de la música.
Entonces estallaban las polémicas, casi siempre Roberto y Paola, Lucho más moderado pero flechando justo, cada uno su manera de sentir a Gesualdo, la dificultad de plegarse a otra versión aunque sólo se apartara mínimamente de lo deseado. Roberto había tenido razón, el clone se iba disgregando y cada día asomaban más los individuos con sus discrepancias, sus resistencias, al final Sandro como siempre zanjaba la cuestión, nadie discutía su manera de sentir a Gesualdo salvo Karen y a veces Mario, en los ensayos eran siempre ellos los que proponían cambios y encontraban defectos, Karen casi venenosamente contra Sandro (un viejo amor fracasado, teoría de Paola) y Mario resplandeciente de comparaciones, ejemplos y jurisprudencias musicales. Como en una modulación ascendente los conflictos duraban horas hasta la transacción o el acuerdo momentáneo. Cada madrigal de Gesualdo que agregaban al repertorio era un nuevo enfrentamiento, la recurrencia acaso de la noche en que el príncipe había desenvainado la daga mirando a los amantes desnudos y dormidos.
Lily y Roberto escuchando a Sandro y a Lucho que juegan a la inteligencia después de dos scotchs. Se habla de Britten y de Webern y al final siempre el de Venosa, hoy es un acento que habría que cargar más en O voi, troppo felici (Sandro) o dejar que la melodía fluya en toda su ambigüedad gesualdesca (Lucho). Que sí, que no, que en ésta está, ping-pong por el placer de los tiros con efecto, las réplicas aguijón. Ya verás cuando lo ensayemos (Sandro), tal vez no sea una buena prueba (Lucho), me gustaría saber por qué, y Lucho harto, abriendo la boca para decir lo que también dirían Roberto y Lily si Roberto no se cruzara misericordioso aplastando las palabras de Lucho, proponiendo otro trago y Lily sí, los otros claro, con bastante hielo.
Pero se vuelve una obsesión, una especie de cantus firmus en torno al cual gira la vida del grupo. Sandro es el primero en sentirlo, alguna vez ese centro era la música y en torno a ella las luces de ocho vidas, de ocho juegos, los pequeños ocho planetas del sol Monteverdi, del sol Josquin des Prés, del sol Gesualdo. Entonces Franca poco a poco ascendiendo en un cielo sonoro, sus ojos verdes atentos a las entradas, a las apenas perceptibles indicaciones rítmicas, alterando sin saberlo, dislocando sin quererlo la cohesión del clone, Roberto y Lily lo piensan al unísono mientras Lucho y Sandro vuelven ya calmados al problema de O voi, troppo felici, buscan el camino desde esa gran inteligencia que nunca falla con el tercer scotch de la velada.
¿Por qué la mató? Lo de siempre, le dice Roberto a Lily, la encontró en el bulín y en otros brazos, como en el tango de Rivero, ahí nomás el de Venosa los apuñaleó en persona o acaso sus sayones, antes de huir de la venganza de los hermanos de la muerta y encerrarse en castillos donde habrían de tejerse a lo largo de los años las refinadas telarañas de los madrigales. Roberto y Lily se divierten en fabricar variantes dramáticas y eróticas porque están hartos del problema de O voi, troppo felici que sigue su debate sabihondo en el sofá de al lado. Se siente en el aire que Sandro ha comprendido lo que Lucho iba a decirle; si los ensayos siguen siendo lo que son ahora, todo se volverá cada vez más mecánico, se pegará impecable a la partitura y al texto, será Carlo Gesualdo sin amor y sin celos, Carlo Gesualdo sin daga ni venganza, al fin y al cabo un madrigalista aplicado entre tantos otros.
—Ensayemos con vos, propondrá Sandro a la mañana siguiente. En realidad sería mejor que vos dirigieras desde ahora, Lucho.
—No sean tíos bolas, dirá Roberto.
—Eso, dirá Lily.
—Sí, ensayemos con vos a ver qué pasa, y si los otros están de acuerdo, seguís al frente.
—No, dirá Lucho que ha enrojecido y se odia por haber enrojecido.
—La cosa no es cambiar de dirección, dirá Roberto. Claro que no, dirá Lily.
—Capaz que sí, dirá Sandro, capaz que nos haría bien a todos.
—En todo caso, yo no, dirá Lucho. No me veo, qué quieres. Tengo mis ideas como todo el mundo pero conozco mis incapacidades.
—Es un amor este chileno, dirá Roberto. Es, dirá Lily.
—Decidan ustedes, dirá Sandro, yo me voy a dormir.
—A lo mejor el sueño es buen consejero, dirá Roberto. Es, dirá Lily.
Lo buscó después del concierto, no que las cosas hubieran andado mal pero de nuevo esa crispación como una amenaza latente de peligro, de error, Karen y Paola cantando sin ánimo, Lily pálida, Franca sin mirarlo casi, los hombres concentrados y como ausentes a la vez; él mismo con problemas de voz, dirigiendo fríamente pero atemorizándose a medida que avanzaban en el programa, un público hondureno entusiasta que no bastaba para borrar ese mal gusto en la boca, por eso buscó a Lucho después del concierto y allí en el bar del hotel con Karen, Mario, Roberto y Lily, bebiendo casi sin hablar, esperando el sueño entre anécdotas desganadas, Karen y Mario se fueron enseguida pero Lucho no parecía querer separarse de Lily y Roberto, hubo que quedarse sin ganas, con la copa del estribo alargándose en el silencio. Al fin y al cabo es mejor que seamos de nuevo los de la otra noche, dijo Sandro echándose al agua, a vos te buscaba para repetirte lo que ya te dije. Ah, dijo Lucho, pero yo te contesto lo que ya te contesté. Roberto y Lily otra vez al quite, hay variantes posibles, che, por qué insistir solamente con Lucho. Como quieran, a mí me da igual, dijo Sandro bebiéndose el whisky de un trago, hablen entre ustedes, después de decidir me lo dicen. Mi voto es Lucho. El mío es Mario, dijo Lucho. No se trata de votar ahora, qué joder (Roberto exasperado y Lily pero claro). De acuerdo, tenemos tiempo, el próximo concierto es en Buenos Aires dentro de dos semanas. Yo me pego un salto a La Rioja para ver a la vieja (Roberto, y Lily yo tengo que comprarme una cartera). Tú me buscas para decirme esto, dijo Lucho, está muy bien pero una cosa así necesita explicaciones, aquí cada uno tiene su teoría y tú también desde luego, es hora de ponerlas sobre el tapete. En todo caso esta noche no, decretó Roberto (y Lily por supuesto, me caigo de sueño, y Sandro pálido, mirando sin verlo el vaso vacío).
«Esta vez se armó la gorda», pensó Paola después de erráticos diálogos y consultas con Karen, Roberto y algún otro, «del próximo concierto no pasamos, cuantimás que es en Buenos Aires y no sé por qué algo me trinca que allá todo el mundo va a hacer la pata ancha, al final la familia sostiene y en el peor de los casos yo me quedo a vivir con mamá y mi hermana a la espera de otra chance».
«Cada cual debe tener su idea», pensó Lucho, que sin hablar demasiado había estado echando sondas para todos lados. «Cada uno se las arreglará a su manera si no hay un entendimiento clone como diría Roberto, pero de Buenos Aires no se pasa sin que las papas quemen, me lo dice el instinto. Esta vez fue demasiado».
Cherchez la femme. ¿La femme? Roberto sabe que más vale buscar al marido si se trata de encontrar algo sólido y cierto, Franca se evadirá como siempre con gestos de pez ondulando en su pecera, inocentes ojeadas enormes verdes, al fin y al cabo no parece culpable de nada y entonces buscar a Mario y encontrar. Detrás del humo del cigarro Mario casi sonriente, un viejo amigo tiene todos los derechos, pero claro que es eso, empezó en Bruselas hace seis meses, Franca me lo dijo enseguida. ¿Y vos?, Roberto riojano meta facón de punta. Bah, yo, Mario el sosegado, el sabio gustador de tabacos tropicales y ojos verdes grandísimos, yo no puedo hacer nada, viejo, si está metido está metido. «Pero ella», quisiera decir Roberto y no lo dice.
En cambio Paola sí, quién iba a atajar a Paola a la hora de la verdad. También ella buscó a Mario (habían llegado la víspera a Buenos Aires, faltaba una semana para el recital, el primer ensayo después del descanso había sido pura rutina sin ganas, Jannequin y Gesualdo casi lo mismo, un asco). Hacé algo, Mario, que sé yo pero hacé algo. Lo único que se puede es no hacer nada, dijo Mario, si Lucho se niega a dirigir no veo quién es capaz de reemplazar a Sandro. Vos, coño. Sí, pero no. Entonces hay que creer que lo hacés a propósito, gritó Paola, no solamente dejas que las cosas te resbalen delante de las narices sino que encima nos largas parados a todos. No alces la voz, dijo Mario, te escucho muy bien, créeme.
Fue así, como te lo cuento, se lo grité en plena cara y ya ves lo que me contesta el muy. Sh, nena, dice Roberto, cornudo es una fea palabra, si llegas a decirla en mis pagos armas una hecatombe. No lo quise decir, se arrepiente a medias Paola, nadie sabe si se acuestan juntos y al final qué importa que se acuesten o que se miren como si estuvieran acostados en pleno concierto, el asunto es otro. En eso sos injusta, dice Roberto, el que mira, el que se cae adentro, el que va como mariposa a la lámpara, el infecto idiota es Sandro, nadie le puede reprochar a Franca que le haya devuelto esa especie de ventosa que él le aplica cada vez que la tiene delante. Pero Mario, insiste Paola, cómo puede aguantar. Supongo que le tiene confianza, dice Roberto, y él sí está enamorado de ella sin necesidad de ventosas ni caras lánguidas. Ponele, acepta Paola, ¿pero por qué se niega a dirigirnos cuando Sandro es el primero en estar de acuerdo, cuando Lucho mismo se lo ha pedido y todos se lo hemos pedido?
Porque si la venganza es un arte, sus formas buscarán necesariamente las circunvoluciones que la vuelven más sutilmente bella. «Es curioso», piensa Mario, «que alguien capaz de concebir el universo sonoro que surgía de los madrigales se vengara tan crudamente, tan a lo taita barato, cuando le estaba dado tejer la telaraña perfecta, ver caer las presas, desangrarlas paulatinamente, madrigalizar una tortura de semanas o de meses». Mira a Paola que trabaja y repite un pasaje de Poichè l’avida sete, le sonríe amistosamente. Sabe muy bien por qué Paola ha vuelto a hablar de Gesualdo, por qué casi todos ellos lo miran cuando se habla de Gesualdo y bajan la vista y cambian de tema. Sete, le dice, no marques tanto sete, Paolita, la sed se la siente con más fuerza si dices suavemente la palabra. No te olvides de la época, de esa manera de decir callando tantas cosas, y hasta de hacerlas.
Los vieron salir juntos del hotel, Mario llevaba a Franca del brazo, Lucho y Roberto desde el bar podían seguir su lento alejarse abrazados, la mano de Franca ciñendo la cintura de Mario que volvía un poco la cabeza para hablarle. Subieron a un taxi, el tráfico del centro los metió en su lenta serpiente.
—No entiendo, viejo —le dijo Roberto a Lucho—, te juro que no entiendo nada.
—A quién se lo dices, compañero.
—Nunca estuvo más claro que esta mañana, todo saltaba a la vista porque de vista se trata, ese inútil disimulo de Sandro que se acuerda tarde de disimular el muy imbécil, y ella todo lo contrario, por primera vez cantando para él y solamente para él.
—Karen me lo hizo notar, tienes razón, esta vez ella lo miraba a él, era ella que lo quemaba con los ojos y vaya si esos ojos pueden si quieren.
—Con lo cual ya ves —dijo Roberto—, por un lado el peor desajuste que hemos tenido desde que empezamos, y a seis horas del concierto y qué concierto, acá no perdonan, lo sabes. Eso por un lado, que es la evidencia misma de que la cosa está hecha, es algo que lo sentís con la sangre o con la próstata, a mí eso no se me ha escapado nunca.
—Casi las palabras de Karen y de Paola aparte de la próstata —dijo Lucho—. Yo debo ser menos sexy que ustedes, pero esta vez también para mí resulta transparente.
—Y por el otro lado ahí lo tenés a Mario tan contento yéndose con ella de compras o de copetines, el matrimonio perfecto.
—Ya no puede ser que él no sepa.
—Y que la deje hacerle esos arrumacos de putona barata.
—Vamos, Roberto.
—Ma qué carajo, chileno, por lo menos déjame desahogarme.
—Hacés bien —dijo Lucho—, nos hace falta antes del concierto.
—El concierto —dijo Roberto—. Me pregunto si…
Se miraron, era de cajón que se encogieran de hombros y sacaran los cigarrillos.
Nadie los verá pero lo mismo se sentirán incómodos al cruzarse en el lobby, Lily mirará a Sandro como si quisiera decirle algo y vacilará, se detendrá al lado de una vitrina y Sandro con un vago saludo de la mano se volverá hacia el quiosco de cigarrillos y pedirá un Camel, sentirá la mirada de Lily en la nuca, pagará y echará a andar hacia los ascensores mientras Lily se despegará de la vitrina y le pasará al lado como desde otro tiempo, desde otro efímero encuentro que ahora revive y lastima. Sandro murmurará un «qué tal», bajará los ojos mientras abre el atado de cigarrillos. Desde la puerta del ascensor la verá detenerse a la entrada del bar, volverse hacia él. Encenderá aplicadamente el cigarrillo y subirá a vestirse para el concierto. Lily irá al mostrador y pedirá un coñac, que no es bueno a esa hora como tampoco es bueno fumar dos Camel seguidos cuando hay quince madrigales esperando.
Como siempre en Buenos Aires, los amigos están allí y no sólo en la platea sino buscándolos en los camarines y las bambalinas, encuentros y saludos y palmadas, por fin de vuelta, hermano, pero qué linda estás Paolita, te presento a la madre de mi novio, che Roberto vos estás engordando demasiado, hola Sandro; leí las críticas de México, formidables, el rumor de la sala completa, Mario saludando a un viejo amigo que pregunta por Franca, debe andar por ahí, la gente empezando a aquietarse en sus plateas, diez minutos todavía, Sandro haciendo un gesto sin apuro para reunirlos, Lucho zafándose de dos chilenas pegajosas con libro de autógrafos, Lily casi a la carrera, son tan adorables pero no se puede hablar con todos, Lucho junto a Roberto echando una ojeada y de golpe hablándole a Roberto, en menos de un segundo Karen y Paola a la vez dónde está Franca, el grupo en la escena pero dónde se metió Franca, Roberto a Mario y Mario qué se yo, la dejé en el centro a las siete, Paola dónde está Franca, y Lily y Karen, Sandro mirando a Mario, ya te digo, volvía por su cuenta, debe estar al caer, cinco minutos, Sandro yendo hacia Mario con Roberto cruzándose callado, vos tenés que saber qué pasa, y Mario ya te dije que no, pálido mirando el aire, un empleado hablando con Sandro y Lucho, carreras en las bambalinas, no está, señor, no la han visto llegar, Paola tapándose la cara y doblándose como si fuera a vomitar, Karen sujetándola y Lucho por favor, Paola, contrólate, dos minutos, Roberto mirando a Mario callado y pálido como acaso callado y pálido salió Carlo Gesualdo de la alcoba, cinco de sus madrigales en el programa, aplausos impacientes y el telón siempre bajo, no está señor, hemos mirado por todas partes, no llegó al teatro, Roberto cruzándose entre Sandro y Mario, lo has hecho vos, dónde está Franca, a gritos, el murmullo sorprendido del otro lado, el empresario temblando, yendo hacia el telón señoras y señores, rogamos por favor un momento de paciencia, el grito histérico de Paola, Lucho forcejeando para detenerla y Karen dando la espalda, alejándose paso a paso, Sandro quebrándose en los brazos de Roberto que lo sostiene como a un pelele, que mira a Mario pálido e inmóvil, Roberto comprendiendo que ahí tenía que ser ahí en Buenos Aires, ahí Mario, no habrá concierto, no habrá nunca más concierto, el último madrigal lo están cantando para la nada, sin Franca lo están cantando para un público que no puede oírlo, que empieza desconcertadamente a irse.
Nota sobre el tema de un rey y la venganza de un príncipe
Cuando llega el momento, escribir como al dictado me es natural; por eso de cuando en cuando me impongo reglas estrictas a manera de variante de algo que terminaría por ser monótono. En este relato la «grilla» consistió en ajustar una narración todavía inexistente al molde de la Ofrenda Musical de Juan Sebastián Bach.
Se sabe que el tema de esta serie de variaciones en forma de canon y fuga le fue dada a Bach por Federico el Grande, y que luego de improvisar en su presencia una fuga basada en ese tema —ingrato y espinoso—, el maestro escribió la Ofrenda Musical donde el tema real es tratado de una manera más diversa y compleja. Bach no indicó los instrumentos que debían emplearse, salvo en el Trío-Sonata para flauta, violín y clave; a lo largo del tiempo incluso el orden de las partes dependió de la voluntad de los músicos encargados de presentar la obra. En este caso me serví de la realización de Millicent Silver para ocho instrumentos contemporáneos de Bach, que permite seguir en todos sus detalles la elaboración de cada pasaje, y que fue grabado por el London Harpsichord Ensemble en el disco Saga XID 5237.
Elegida esta versión (o después de ser elegido por ella, ya que escuchándola me vino la idea de un relato que se plegara a su decurso) dejé pasar el tiempo; nada puede ser apurado en la escritura y el aparente olvido, la distracción, los sueños y los azares tejen imperceptiblemente su futuro tapiz. Viajé a una playa llevando la fotocopia de la tapa del disco donde Frederick Youens analiza los elementos de la Ofrenda Musical; vagamente imaginé un relato que enseguida me pareció demasiado intelectual. La regla del juego era amenazadora: ocho instrumentos debían ser figurados por ocho personajes, ocho dibujos sonoros respondiendo, alternando u oponiéndose debían encontrar su correlación en sentimientos, conductas y relaciones de ocho personas. Imaginar un doble literario del London Harpsichord Ensemble me pareció tonto en la medida en que un violinista o un flautista no se pliegan en su vida privada a los temas musicales que ejecutan; pero a la vez la noción de cuerpo, de conjunto, tenía que existir de alguna manera desde el principio, puesto que la poca extensión de un cuento no permitiría integrar eficazmente a ocho personas que no tuvieran relación o contacto previos a la narración. Una conversación casual me trajo el recuerdo de Carlo Gesualdo, madrigalista genial y asesino de su mujer; todo se coaguló en un segundo y los ocho instrumentos fueron vistos como los integrantes de un conjunto vocal; desde la primera frase existiría así la cohesión de un grupo, todos ellos se conocerían y amarían u odiarían desde antes; y además, claro, cantarían los madrigales de Gesualdo, nobleza obliga. Imaginar una acción dramática en ese contexto no era difícil; plegarla a los sucesivos movimientos de la Ofrenda Musical contenía el reto, quiero decir el placer que el escritor se había propuesto antes que nada.
Hubo así la cocina literaria imprescindible; la telaraña de las profundidades habría de mostrarse en su momento, como ocurre casi siempre. Para empezar, la distribución instrumental de Millicent Silver encontró su equivalencia en ocho cantantes cuyo registro vocal guardaba una relación analógica con los instrumentos. Esto dio:
Flauta: Sandro, tenor.
Violín: Lucho, tenor.
Oboe: Franca, soprano.
Corno inglés: Karen, mezzo soprano.
Viola: Paola, contralto.
Violonchello: Roberto, barítono.
Fagote: Mario, bajo.
Clave: Lily, soprano.
Vi a los personajes como latinoamericanos, con asiento principal en Buenos Aires donde ofrecerían el último recital de una larga temporada que los había llevado a diferentes países. Los vi en el inicio de una crisis todavía vaga (más para mí que para ellos), donde lo único claro era esa fisura que empezaba a operarse en la cohesión propia de un grupo de madrigalistas. Había escrito los primeros pasajes al tanteo —no los he cambiado, creo que nunca he cambiado el comienzo incierto de tantos cuentos míos, porque siento que sería la peor traición a mi escritura— cuando comprendí que no era posible ajustar el relato a la Ofrenda Musical sin saber en detalle qué instrumentos, es decir, qué personajes figuraban en cada pasaje hasta el fin. Entonces, con una maravilla que por suerte todavía no me ha abandonado cuando escribo, vi que el fragmento final tendría que abarcar a todos los personajes menos a uno. Y ese uno, desde las primeras páginas ya escritas, había sido la causa todavía incierta de la fisura que se estaba dando en el conjunto, en eso que otro personaje habría de calificar de clone. En el mismo segundo la ausencia forzosa de Franca y la historia de Carlo Gesualdo, que había subtendido todo el proceso de la imaginación, fueron la mosca y la araña en la tela. Ya podía seguir, todo estaba consumado desde antes.
Sobre la escritura en sí: Cada fragmento corresponde al orden en que se da la versión de la Ofrenda Musical realizada por Millicent Silver; por un lado el desarrollo de cada pasaje procura asemejarse a la forma musical (canon, trío-sonata, fuga canónica, etc.) y contiene exclusivamente a los personajes que reemplazan a los instrumentos con arreglo a la tabla supra. Será pues útil (útil para los curiosos, pero todo curioso suele ser útil) indicar aquí la secuencia tal como la enumera Frederick Youens, con los instrumentos escogidos por la señora Silver:
Ricercar a 3 voces: Violín, viola y violoncello.
Canon perpetuo: Flauta, viola y fagote.
Canon al unísono: Violín, oboe y violoncello.
Canon en movimiento contrario: Flauta, violín y viola.
Canon en aumento y movimiento contrario: Violín, viola y violoncello.
Canon en modulación ascendente: Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y violonchelo.
Trío-Sonata: Flauta, violín y continuo (violonchelo y clave).
1. Largo
2. Allegro
3. Andante
4. Allegro
Canon perpetuo: Flauta, violín y continuo.
Canon «cangrejo»: Violín y viola.
Canon «enigma»:
a) Fagote y violoncello
b) Viola y fagote
c) Viola y violoncello
d) Viola y fagote
Canon a 4 voces: Violín, oboe, violoncello y fagote.
Fuga canónica: Flauta y clave.
Ricercar a 6 voces: Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y violoncello, con continuo de clave.
(En el fragmento final anunciado como «a 6 voces», el continuo de clave agrega el séptimo ejecutante).
Como esta nota es ya casi tan extensa como el relato, no tengo escrúpulos para alargarla otro poco. Mi ignorancia en materia de conjuntos vocales es total, y los profesionales del género encontrarán aquí amplio motivo de regocijo. De hecho, casi todo lo que conozco sobre música y músicas me viene de la tapa de los discos, que leo con sumo cuidado y provecho. Esto vale también para las referencias a Gesualdo, cuyos madrigales me acompañan desde hace mucho. Que mató a su mujer es seguro; lo demás, otros posibles acordes con mi texto, habría que preguntárselo a Mario.
Queremos tanto a Glenda, 1980.
Roberto la mira sin hablar, Lucho baja la cabeza y después llama al mozo para pedir más tragos. ¿Te referís a Sandro?, dice Roberto cuando ve que Paola se ha perdido de nuevo en Gesualdo o en esa mosca que vuela cerca del cielo raso. No concretamente, dice Paola, pero reconocerás que ahora las cosas no son fáciles. Se le pasará, dice Lucho, es puro capricho y berrinche a la vez, Sandro no irá más lejos. Sí, admite Roberto, pero entre tanto el grupo es el que paga los platos rotos, ensayamos mal y poco y al final eso se tiene que notar. Es cierto, dice Lucho, cantamos crispados, tenemos miedo de meter la pata. Ya la metimos en Caracas, dice Paola, menos mal que la gente no conoce casi a Gesualdo, la patinada de Mario les pareció otra audacia armónica. Lo malo va a ser si en una de ésas nos pasa con un Monteverdi, masculla Roberto, a ése se lo saben de memoria, che.
No dejaba de ser bastante extraordinario que la única pareja estable del conjunto fuera la de Franca y Mario. Mirando de lejos a Mario que hablaba con Sandro frente a una partitura y dos cervezas, Paola se dijo que las alianzas efímeras, las parejas de un breve buen rato se habían dado muy poco dentro del grupo, por ahí algún fin de semana de Karen con Lucho (o de Karen con Lily, porque Karen ya se sabía y Lily a lo mejor por pura bondad o para saber cómo era eso aunque Lily también con Sandro, latitud generosa de Karen y de Lily, después de todo). Sí, había que reconocer que la única pareja estable y que merecía ese nombre era la de Franca y Mario, con anillo en el dedo y todo el resto. En cuanto a ella misma alguna vez se había concedido en Bérgamo una habitación de hotel, por si fuera poco llena de cortinados y puntillas, con Roberto en una cama que parecía un cisne, rápido interludio sin mañana, tan amigos como siempre, cosas así entre dos conciertos, casi entre dos madrigales, Karen y Lucho, Karen y Lily, Sandro y Lily. Y todos tan amigos, porque de hecho las verdaderas parejas se completaban al final de las giras, en Buenos Aires y Montevideo, allí esperaban mujeres y maridos y niños y casas y perros hasta la nueva gira, una vida de marinos con los inevitables paréntesis de marinos, nada importante, gente moderna. Hasta que. Porque ahora algo había cambiado desde. No sé pensar, pensó Paola, me salen pedazos sueltos de cosas. Estamos todos demasiado tensos, damn it. De golpe así, mirar de otra manera a Mario y a Sandro que discutían de música, como si por debajo imaginara otra discusión. Pero no, de eso no hablaban, justamente de eso era seguro que no hablaban. En fin, quedaba el hecho de que la única verdadera pareja era la de Mario y Franca aunque desde luego no era de eso que estaban discutiendo Mario y Sandro. Aunque a lo mejor por debajo, siempre por debajo.
Irán los tres a la playa de Ipanema, por la noche el grupo va a cantar en Río y hay que aprovechar. A Franca le gusta pasear con Lucho, tienen la misma manera de mirar las cosas como si apenas las rozaran con los dedos de los ojos, se divierten tanto. Roberto se colará a último minuto, lástima porque todo lo ve en serio y pretende auditorio, lo dejarán a la sombra leyendo el Times y jugarán a la pelota en la arena, nadarán y comentarán mientras Roberto se pierde en un semisueño donde vuelve a asomar Sandro, esa paulatina pérdida de contacto de Sandro con el grupo, su agazapado empecinamiento que les está haciendo tanto mal a todos. Ahora Franca lanzará la pelota blanca y roja, Lucho saltará para atraparla, se reirán como tontos a cada tiro, es difícil concentrarse en el Times, es difícil guardar la cohesión cuando un director musical pierde contacto como está ocurriendo con Sandro y no por culpa de Franca, no es desde luego su culpa como tampoco es culpa de Franca que ahora la pelota caiga entre las copas de los que beben cerveza bajo una sombrilla y haya que correr a disculparse. Plegando el Times, Roberto se acordará de su charla con Paola y Lucho en el bar; si Mario no se decide a hacer algo, si no le dice a Sandro que Franca no entrará jamás en otro juego que en el suyo, todo se va a ir al diablo, Sandro no sólo está dirigiendo mal los ensayos sino que hasta canta mal, pierde esa concentración que a su vez concentraba al grupo y le daba la unidad y el color tonal de los que tanto han hablado los críticos. Pelota al agua, carrera doble, Lucho primero, Franca tirándose de cabeza en una ola. Sí, Mario debería darse cuenta (no puede ser que no se haya dado cuenta todavía), el grupo se va a ir irremisiblemente al diablo si Mario no se decide a cortar por lo sano. ¿Pero dónde empieza lo sano, dónde hay que cortar si no ha pasado nada, si nadie puede decir que haya pasado alguna cosa?
Empiezan a sospechar, lo sé y qué voy a hacer si es como una enfermedad, si no puedo mirarla, indicarle una entrada sin que de nuevo ese dolor y esa delicia al mismo tiempo, sin que todo tiemble y resbale como arena, un viento en la escena, un río bajo mis pies. Ah, si otro de nosotros dirigiera, si Karen o Roberto dirigieran para que yo pudiera diluirme en el conjunto, simple tenor entre las otras voces, tal vez entonces, tal vez por fin. Ahí como lo ves está siempre ahora, dice Paola, ahí lo tenés soñando despierto, en mitad del más jodido de los Gesualdos, cuando hay que medir al milímetro para no irse al corno, justo entonces se te queda como en el aire, carajo. Nena, dice Lucho, las mujeres bien no dicen carajo. Pero con qué pretexto hacer el cambio, hablarle a Karen o a Roberto, sin contar que no es seguro que acepten, los dirijo desde hace tanto y eso no se cambia así nomás, técnica aparte. Anoche fue tan duro, por un momento creí que alguno me lo iba a decir en el entreacto, se ve que no pueden más. En el fondo tenés razón de putear, dice Lucho. En el fondo sí pero es idiota, dice Paola, Sandro es el más músico de todos nosotros, sin él no seríamos esto que somos. Esto que fuimos, murmura Lucho.
Hay noches ahora en que todo parece alargarse interminablemente, la antigua fiesta —un poco crispada antes de perderse en el júbilo de cada melodía— cada vez más sustituida por una mera necesidad de oficio, de calzarse los guantes temblando, dice Roberto broncoso, de subir al ring previendo que te van a dar por el coco. Delicadas imágenes, le comenta Lucho a Paola. Tiene razón, qué joder, dice Paola, para mí cantar era como hacer el amor y ahora en cambio una mala paja. Vení vos a hablar de imágenes, se ríe Roberto, pero es verdad, éramos otros, mirá, el otro día leyendo ciencia-ficción encontré la palabra justa: éramos un clone. ¿Un qué? (Paola). Yo te entiendo, suspira Lucho, es cierto, es cierto, el canto y la vida y hasta los pensamientos eran una sola cosa en ocho cuerpos. ¿Como los tres mosqueteros, pregunta Paola, todos para uno y uno para todos? Eso, m’hija, concede Roberto, pero ahora lo llaman clone que es más piola. Y cantábamos y vivíamos como uno solo, murmura Lucho, no este arrastrarse de ahora al ensayo y al concierto, los programas que no acaban nunca, nunquísima. Interminable miedo, dice Paola, cada vez pienso que alguno va a patinar de nuevo, lo miro a Sandro como si fuera un salvavidas y el muy cretino está ahí colgado de los ojos de Franca que para peor cada vez que puede mira a Mario. Hace bien, dice Lucho, es a él a quien tiene que mirar. Claro que hace bien pero todo se va yendo al diablo. Tan poco a poco que es casi peor, un naufragio en cámara lenta, dice Roberto.
Casi una manía, Gesualdo. Porque lo amaban, claro, y cantar sus a veces casi incantables madrigales demandaba un esfuerzo que se prolongaba en el estudio de los textos, buscando la mejor manera de aliar los poemas a la melodía como el príncipe de Venosa lo había hecho a su oscura, genial manera. Cada voz, cada acento debía hallar ese esquivo centro del que surgiría la realidad del madrigal y no una de las tantas versiones mecánicas que a veces escuchaban en discos para comparar, para aprender, para ser un poco Gesualdo, príncipe asesino, señor de la música.
Entonces estallaban las polémicas, casi siempre Roberto y Paola, Lucho más moderado pero flechando justo, cada uno su manera de sentir a Gesualdo, la dificultad de plegarse a otra versión aunque sólo se apartara mínimamente de lo deseado. Roberto había tenido razón, el clone se iba disgregando y cada día asomaban más los individuos con sus discrepancias, sus resistencias, al final Sandro como siempre zanjaba la cuestión, nadie discutía su manera de sentir a Gesualdo salvo Karen y a veces Mario, en los ensayos eran siempre ellos los que proponían cambios y encontraban defectos, Karen casi venenosamente contra Sandro (un viejo amor fracasado, teoría de Paola) y Mario resplandeciente de comparaciones, ejemplos y jurisprudencias musicales. Como en una modulación ascendente los conflictos duraban horas hasta la transacción o el acuerdo momentáneo. Cada madrigal de Gesualdo que agregaban al repertorio era un nuevo enfrentamiento, la recurrencia acaso de la noche en que el príncipe había desenvainado la daga mirando a los amantes desnudos y dormidos.
Lily y Roberto escuchando a Sandro y a Lucho que juegan a la inteligencia después de dos scotchs. Se habla de Britten y de Webern y al final siempre el de Venosa, hoy es un acento que habría que cargar más en O voi, troppo felici (Sandro) o dejar que la melodía fluya en toda su ambigüedad gesualdesca (Lucho). Que sí, que no, que en ésta está, ping-pong por el placer de los tiros con efecto, las réplicas aguijón. Ya verás cuando lo ensayemos (Sandro), tal vez no sea una buena prueba (Lucho), me gustaría saber por qué, y Lucho harto, abriendo la boca para decir lo que también dirían Roberto y Lily si Roberto no se cruzara misericordioso aplastando las palabras de Lucho, proponiendo otro trago y Lily sí, los otros claro, con bastante hielo.
Pero se vuelve una obsesión, una especie de cantus firmus en torno al cual gira la vida del grupo. Sandro es el primero en sentirlo, alguna vez ese centro era la música y en torno a ella las luces de ocho vidas, de ocho juegos, los pequeños ocho planetas del sol Monteverdi, del sol Josquin des Prés, del sol Gesualdo. Entonces Franca poco a poco ascendiendo en un cielo sonoro, sus ojos verdes atentos a las entradas, a las apenas perceptibles indicaciones rítmicas, alterando sin saberlo, dislocando sin quererlo la cohesión del clone, Roberto y Lily lo piensan al unísono mientras Lucho y Sandro vuelven ya calmados al problema de O voi, troppo felici, buscan el camino desde esa gran inteligencia que nunca falla con el tercer scotch de la velada.
¿Por qué la mató? Lo de siempre, le dice Roberto a Lily, la encontró en el bulín y en otros brazos, como en el tango de Rivero, ahí nomás el de Venosa los apuñaleó en persona o acaso sus sayones, antes de huir de la venganza de los hermanos de la muerta y encerrarse en castillos donde habrían de tejerse a lo largo de los años las refinadas telarañas de los madrigales. Roberto y Lily se divierten en fabricar variantes dramáticas y eróticas porque están hartos del problema de O voi, troppo felici que sigue su debate sabihondo en el sofá de al lado. Se siente en el aire que Sandro ha comprendido lo que Lucho iba a decirle; si los ensayos siguen siendo lo que son ahora, todo se volverá cada vez más mecánico, se pegará impecable a la partitura y al texto, será Carlo Gesualdo sin amor y sin celos, Carlo Gesualdo sin daga ni venganza, al fin y al cabo un madrigalista aplicado entre tantos otros.
—Ensayemos con vos, propondrá Sandro a la mañana siguiente. En realidad sería mejor que vos dirigieras desde ahora, Lucho.
—No sean tíos bolas, dirá Roberto.
—Eso, dirá Lily.
—Sí, ensayemos con vos a ver qué pasa, y si los otros están de acuerdo, seguís al frente.
—No, dirá Lucho que ha enrojecido y se odia por haber enrojecido.
—La cosa no es cambiar de dirección, dirá Roberto. Claro que no, dirá Lily.
—Capaz que sí, dirá Sandro, capaz que nos haría bien a todos.
—En todo caso, yo no, dirá Lucho. No me veo, qué quieres. Tengo mis ideas como todo el mundo pero conozco mis incapacidades.
—Es un amor este chileno, dirá Roberto. Es, dirá Lily.
—Decidan ustedes, dirá Sandro, yo me voy a dormir.
—A lo mejor el sueño es buen consejero, dirá Roberto. Es, dirá Lily.
Lo buscó después del concierto, no que las cosas hubieran andado mal pero de nuevo esa crispación como una amenaza latente de peligro, de error, Karen y Paola cantando sin ánimo, Lily pálida, Franca sin mirarlo casi, los hombres concentrados y como ausentes a la vez; él mismo con problemas de voz, dirigiendo fríamente pero atemorizándose a medida que avanzaban en el programa, un público hondureno entusiasta que no bastaba para borrar ese mal gusto en la boca, por eso buscó a Lucho después del concierto y allí en el bar del hotel con Karen, Mario, Roberto y Lily, bebiendo casi sin hablar, esperando el sueño entre anécdotas desganadas, Karen y Mario se fueron enseguida pero Lucho no parecía querer separarse de Lily y Roberto, hubo que quedarse sin ganas, con la copa del estribo alargándose en el silencio. Al fin y al cabo es mejor que seamos de nuevo los de la otra noche, dijo Sandro echándose al agua, a vos te buscaba para repetirte lo que ya te dije. Ah, dijo Lucho, pero yo te contesto lo que ya te contesté. Roberto y Lily otra vez al quite, hay variantes posibles, che, por qué insistir solamente con Lucho. Como quieran, a mí me da igual, dijo Sandro bebiéndose el whisky de un trago, hablen entre ustedes, después de decidir me lo dicen. Mi voto es Lucho. El mío es Mario, dijo Lucho. No se trata de votar ahora, qué joder (Roberto exasperado y Lily pero claro). De acuerdo, tenemos tiempo, el próximo concierto es en Buenos Aires dentro de dos semanas. Yo me pego un salto a La Rioja para ver a la vieja (Roberto, y Lily yo tengo que comprarme una cartera). Tú me buscas para decirme esto, dijo Lucho, está muy bien pero una cosa así necesita explicaciones, aquí cada uno tiene su teoría y tú también desde luego, es hora de ponerlas sobre el tapete. En todo caso esta noche no, decretó Roberto (y Lily por supuesto, me caigo de sueño, y Sandro pálido, mirando sin verlo el vaso vacío).
«Esta vez se armó la gorda», pensó Paola después de erráticos diálogos y consultas con Karen, Roberto y algún otro, «del próximo concierto no pasamos, cuantimás que es en Buenos Aires y no sé por qué algo me trinca que allá todo el mundo va a hacer la pata ancha, al final la familia sostiene y en el peor de los casos yo me quedo a vivir con mamá y mi hermana a la espera de otra chance».
«Cada cual debe tener su idea», pensó Lucho, que sin hablar demasiado había estado echando sondas para todos lados. «Cada uno se las arreglará a su manera si no hay un entendimiento clone como diría Roberto, pero de Buenos Aires no se pasa sin que las papas quemen, me lo dice el instinto. Esta vez fue demasiado».
Cherchez la femme. ¿La femme? Roberto sabe que más vale buscar al marido si se trata de encontrar algo sólido y cierto, Franca se evadirá como siempre con gestos de pez ondulando en su pecera, inocentes ojeadas enormes verdes, al fin y al cabo no parece culpable de nada y entonces buscar a Mario y encontrar. Detrás del humo del cigarro Mario casi sonriente, un viejo amigo tiene todos los derechos, pero claro que es eso, empezó en Bruselas hace seis meses, Franca me lo dijo enseguida. ¿Y vos?, Roberto riojano meta facón de punta. Bah, yo, Mario el sosegado, el sabio gustador de tabacos tropicales y ojos verdes grandísimos, yo no puedo hacer nada, viejo, si está metido está metido. «Pero ella», quisiera decir Roberto y no lo dice.
En cambio Paola sí, quién iba a atajar a Paola a la hora de la verdad. También ella buscó a Mario (habían llegado la víspera a Buenos Aires, faltaba una semana para el recital, el primer ensayo después del descanso había sido pura rutina sin ganas, Jannequin y Gesualdo casi lo mismo, un asco). Hacé algo, Mario, que sé yo pero hacé algo. Lo único que se puede es no hacer nada, dijo Mario, si Lucho se niega a dirigir no veo quién es capaz de reemplazar a Sandro. Vos, coño. Sí, pero no. Entonces hay que creer que lo hacés a propósito, gritó Paola, no solamente dejas que las cosas te resbalen delante de las narices sino que encima nos largas parados a todos. No alces la voz, dijo Mario, te escucho muy bien, créeme.
Fue así, como te lo cuento, se lo grité en plena cara y ya ves lo que me contesta el muy. Sh, nena, dice Roberto, cornudo es una fea palabra, si llegas a decirla en mis pagos armas una hecatombe. No lo quise decir, se arrepiente a medias Paola, nadie sabe si se acuestan juntos y al final qué importa que se acuesten o que se miren como si estuvieran acostados en pleno concierto, el asunto es otro. En eso sos injusta, dice Roberto, el que mira, el que se cae adentro, el que va como mariposa a la lámpara, el infecto idiota es Sandro, nadie le puede reprochar a Franca que le haya devuelto esa especie de ventosa que él le aplica cada vez que la tiene delante. Pero Mario, insiste Paola, cómo puede aguantar. Supongo que le tiene confianza, dice Roberto, y él sí está enamorado de ella sin necesidad de ventosas ni caras lánguidas. Ponele, acepta Paola, ¿pero por qué se niega a dirigirnos cuando Sandro es el primero en estar de acuerdo, cuando Lucho mismo se lo ha pedido y todos se lo hemos pedido?
Porque si la venganza es un arte, sus formas buscarán necesariamente las circunvoluciones que la vuelven más sutilmente bella. «Es curioso», piensa Mario, «que alguien capaz de concebir el universo sonoro que surgía de los madrigales se vengara tan crudamente, tan a lo taita barato, cuando le estaba dado tejer la telaraña perfecta, ver caer las presas, desangrarlas paulatinamente, madrigalizar una tortura de semanas o de meses». Mira a Paola que trabaja y repite un pasaje de Poichè l’avida sete, le sonríe amistosamente. Sabe muy bien por qué Paola ha vuelto a hablar de Gesualdo, por qué casi todos ellos lo miran cuando se habla de Gesualdo y bajan la vista y cambian de tema. Sete, le dice, no marques tanto sete, Paolita, la sed se la siente con más fuerza si dices suavemente la palabra. No te olvides de la época, de esa manera de decir callando tantas cosas, y hasta de hacerlas.
Los vieron salir juntos del hotel, Mario llevaba a Franca del brazo, Lucho y Roberto desde el bar podían seguir su lento alejarse abrazados, la mano de Franca ciñendo la cintura de Mario que volvía un poco la cabeza para hablarle. Subieron a un taxi, el tráfico del centro los metió en su lenta serpiente.
—No entiendo, viejo —le dijo Roberto a Lucho—, te juro que no entiendo nada.
—A quién se lo dices, compañero.
—Nunca estuvo más claro que esta mañana, todo saltaba a la vista porque de vista se trata, ese inútil disimulo de Sandro que se acuerda tarde de disimular el muy imbécil, y ella todo lo contrario, por primera vez cantando para él y solamente para él.
—Karen me lo hizo notar, tienes razón, esta vez ella lo miraba a él, era ella que lo quemaba con los ojos y vaya si esos ojos pueden si quieren.
—Con lo cual ya ves —dijo Roberto—, por un lado el peor desajuste que hemos tenido desde que empezamos, y a seis horas del concierto y qué concierto, acá no perdonan, lo sabes. Eso por un lado, que es la evidencia misma de que la cosa está hecha, es algo que lo sentís con la sangre o con la próstata, a mí eso no se me ha escapado nunca.
—Casi las palabras de Karen y de Paola aparte de la próstata —dijo Lucho—. Yo debo ser menos sexy que ustedes, pero esta vez también para mí resulta transparente.
—Y por el otro lado ahí lo tenés a Mario tan contento yéndose con ella de compras o de copetines, el matrimonio perfecto.
—Ya no puede ser que él no sepa.
—Y que la deje hacerle esos arrumacos de putona barata.
—Vamos, Roberto.
—Ma qué carajo, chileno, por lo menos déjame desahogarme.
—Hacés bien —dijo Lucho—, nos hace falta antes del concierto.
—El concierto —dijo Roberto—. Me pregunto si…
Se miraron, era de cajón que se encogieran de hombros y sacaran los cigarrillos.
Nadie los verá pero lo mismo se sentirán incómodos al cruzarse en el lobby, Lily mirará a Sandro como si quisiera decirle algo y vacilará, se detendrá al lado de una vitrina y Sandro con un vago saludo de la mano se volverá hacia el quiosco de cigarrillos y pedirá un Camel, sentirá la mirada de Lily en la nuca, pagará y echará a andar hacia los ascensores mientras Lily se despegará de la vitrina y le pasará al lado como desde otro tiempo, desde otro efímero encuentro que ahora revive y lastima. Sandro murmurará un «qué tal», bajará los ojos mientras abre el atado de cigarrillos. Desde la puerta del ascensor la verá detenerse a la entrada del bar, volverse hacia él. Encenderá aplicadamente el cigarrillo y subirá a vestirse para el concierto. Lily irá al mostrador y pedirá un coñac, que no es bueno a esa hora como tampoco es bueno fumar dos Camel seguidos cuando hay quince madrigales esperando.
Como siempre en Buenos Aires, los amigos están allí y no sólo en la platea sino buscándolos en los camarines y las bambalinas, encuentros y saludos y palmadas, por fin de vuelta, hermano, pero qué linda estás Paolita, te presento a la madre de mi novio, che Roberto vos estás engordando demasiado, hola Sandro; leí las críticas de México, formidables, el rumor de la sala completa, Mario saludando a un viejo amigo que pregunta por Franca, debe andar por ahí, la gente empezando a aquietarse en sus plateas, diez minutos todavía, Sandro haciendo un gesto sin apuro para reunirlos, Lucho zafándose de dos chilenas pegajosas con libro de autógrafos, Lily casi a la carrera, son tan adorables pero no se puede hablar con todos, Lucho junto a Roberto echando una ojeada y de golpe hablándole a Roberto, en menos de un segundo Karen y Paola a la vez dónde está Franca, el grupo en la escena pero dónde se metió Franca, Roberto a Mario y Mario qué se yo, la dejé en el centro a las siete, Paola dónde está Franca, y Lily y Karen, Sandro mirando a Mario, ya te digo, volvía por su cuenta, debe estar al caer, cinco minutos, Sandro yendo hacia Mario con Roberto cruzándose callado, vos tenés que saber qué pasa, y Mario ya te dije que no, pálido mirando el aire, un empleado hablando con Sandro y Lucho, carreras en las bambalinas, no está, señor, no la han visto llegar, Paola tapándose la cara y doblándose como si fuera a vomitar, Karen sujetándola y Lucho por favor, Paola, contrólate, dos minutos, Roberto mirando a Mario callado y pálido como acaso callado y pálido salió Carlo Gesualdo de la alcoba, cinco de sus madrigales en el programa, aplausos impacientes y el telón siempre bajo, no está señor, hemos mirado por todas partes, no llegó al teatro, Roberto cruzándose entre Sandro y Mario, lo has hecho vos, dónde está Franca, a gritos, el murmullo sorprendido del otro lado, el empresario temblando, yendo hacia el telón señoras y señores, rogamos por favor un momento de paciencia, el grito histérico de Paola, Lucho forcejeando para detenerla y Karen dando la espalda, alejándose paso a paso, Sandro quebrándose en los brazos de Roberto que lo sostiene como a un pelele, que mira a Mario pálido e inmóvil, Roberto comprendiendo que ahí tenía que ser ahí en Buenos Aires, ahí Mario, no habrá concierto, no habrá nunca más concierto, el último madrigal lo están cantando para la nada, sin Franca lo están cantando para un público que no puede oírlo, que empieza desconcertadamente a irse.
Nota sobre el tema de un rey y la venganza de un príncipe
Cuando llega el momento, escribir como al dictado me es natural; por eso de cuando en cuando me impongo reglas estrictas a manera de variante de algo que terminaría por ser monótono. En este relato la «grilla» consistió en ajustar una narración todavía inexistente al molde de la Ofrenda Musical de Juan Sebastián Bach.
Se sabe que el tema de esta serie de variaciones en forma de canon y fuga le fue dada a Bach por Federico el Grande, y que luego de improvisar en su presencia una fuga basada en ese tema —ingrato y espinoso—, el maestro escribió la Ofrenda Musical donde el tema real es tratado de una manera más diversa y compleja. Bach no indicó los instrumentos que debían emplearse, salvo en el Trío-Sonata para flauta, violín y clave; a lo largo del tiempo incluso el orden de las partes dependió de la voluntad de los músicos encargados de presentar la obra. En este caso me serví de la realización de Millicent Silver para ocho instrumentos contemporáneos de Bach, que permite seguir en todos sus detalles la elaboración de cada pasaje, y que fue grabado por el London Harpsichord Ensemble en el disco Saga XID 5237.
Elegida esta versión (o después de ser elegido por ella, ya que escuchándola me vino la idea de un relato que se plegara a su decurso) dejé pasar el tiempo; nada puede ser apurado en la escritura y el aparente olvido, la distracción, los sueños y los azares tejen imperceptiblemente su futuro tapiz. Viajé a una playa llevando la fotocopia de la tapa del disco donde Frederick Youens analiza los elementos de la Ofrenda Musical; vagamente imaginé un relato que enseguida me pareció demasiado intelectual. La regla del juego era amenazadora: ocho instrumentos debían ser figurados por ocho personajes, ocho dibujos sonoros respondiendo, alternando u oponiéndose debían encontrar su correlación en sentimientos, conductas y relaciones de ocho personas. Imaginar un doble literario del London Harpsichord Ensemble me pareció tonto en la medida en que un violinista o un flautista no se pliegan en su vida privada a los temas musicales que ejecutan; pero a la vez la noción de cuerpo, de conjunto, tenía que existir de alguna manera desde el principio, puesto que la poca extensión de un cuento no permitiría integrar eficazmente a ocho personas que no tuvieran relación o contacto previos a la narración. Una conversación casual me trajo el recuerdo de Carlo Gesualdo, madrigalista genial y asesino de su mujer; todo se coaguló en un segundo y los ocho instrumentos fueron vistos como los integrantes de un conjunto vocal; desde la primera frase existiría así la cohesión de un grupo, todos ellos se conocerían y amarían u odiarían desde antes; y además, claro, cantarían los madrigales de Gesualdo, nobleza obliga. Imaginar una acción dramática en ese contexto no era difícil; plegarla a los sucesivos movimientos de la Ofrenda Musical contenía el reto, quiero decir el placer que el escritor se había propuesto antes que nada.
Hubo así la cocina literaria imprescindible; la telaraña de las profundidades habría de mostrarse en su momento, como ocurre casi siempre. Para empezar, la distribución instrumental de Millicent Silver encontró su equivalencia en ocho cantantes cuyo registro vocal guardaba una relación analógica con los instrumentos. Esto dio:
Flauta: Sandro, tenor.
Violín: Lucho, tenor.
Oboe: Franca, soprano.
Corno inglés: Karen, mezzo soprano.
Viola: Paola, contralto.
Violonchello: Roberto, barítono.
Fagote: Mario, bajo.
Clave: Lily, soprano.
Vi a los personajes como latinoamericanos, con asiento principal en Buenos Aires donde ofrecerían el último recital de una larga temporada que los había llevado a diferentes países. Los vi en el inicio de una crisis todavía vaga (más para mí que para ellos), donde lo único claro era esa fisura que empezaba a operarse en la cohesión propia de un grupo de madrigalistas. Había escrito los primeros pasajes al tanteo —no los he cambiado, creo que nunca he cambiado el comienzo incierto de tantos cuentos míos, porque siento que sería la peor traición a mi escritura— cuando comprendí que no era posible ajustar el relato a la Ofrenda Musical sin saber en detalle qué instrumentos, es decir, qué personajes figuraban en cada pasaje hasta el fin. Entonces, con una maravilla que por suerte todavía no me ha abandonado cuando escribo, vi que el fragmento final tendría que abarcar a todos los personajes menos a uno. Y ese uno, desde las primeras páginas ya escritas, había sido la causa todavía incierta de la fisura que se estaba dando en el conjunto, en eso que otro personaje habría de calificar de clone. En el mismo segundo la ausencia forzosa de Franca y la historia de Carlo Gesualdo, que había subtendido todo el proceso de la imaginación, fueron la mosca y la araña en la tela. Ya podía seguir, todo estaba consumado desde antes.
Sobre la escritura en sí: Cada fragmento corresponde al orden en que se da la versión de la Ofrenda Musical realizada por Millicent Silver; por un lado el desarrollo de cada pasaje procura asemejarse a la forma musical (canon, trío-sonata, fuga canónica, etc.) y contiene exclusivamente a los personajes que reemplazan a los instrumentos con arreglo a la tabla supra. Será pues útil (útil para los curiosos, pero todo curioso suele ser útil) indicar aquí la secuencia tal como la enumera Frederick Youens, con los instrumentos escogidos por la señora Silver:
Ricercar a 3 voces: Violín, viola y violoncello.
Canon perpetuo: Flauta, viola y fagote.
Canon al unísono: Violín, oboe y violoncello.
Canon en movimiento contrario: Flauta, violín y viola.
Canon en aumento y movimiento contrario: Violín, viola y violoncello.
Canon en modulación ascendente: Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y violonchelo.
Trío-Sonata: Flauta, violín y continuo (violonchelo y clave).
1. Largo
2. Allegro
3. Andante
4. Allegro
Canon perpetuo: Flauta, violín y continuo.
Canon «cangrejo»: Violín y viola.
Canon «enigma»:
a) Fagote y violoncello
b) Viola y fagote
c) Viola y violoncello
d) Viola y fagote
Canon a 4 voces: Violín, oboe, violoncello y fagote.
Fuga canónica: Flauta y clave.
Ricercar a 6 voces: Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y violoncello, con continuo de clave.
(En el fragmento final anunciado como «a 6 voces», el continuo de clave agrega el séptimo ejecutante).
Como esta nota es ya casi tan extensa como el relato, no tengo escrúpulos para alargarla otro poco. Mi ignorancia en materia de conjuntos vocales es total, y los profesionales del género encontrarán aquí amplio motivo de regocijo. De hecho, casi todo lo que conozco sobre música y músicas me viene de la tapa de los discos, que leo con sumo cuidado y provecho. Esto vale también para las referencias a Gesualdo, cuyos madrigales me acompañan desde hace mucho. Que mató a su mujer es seguro; lo demás, otros posibles acordes con mi texto, habría que preguntárselo a Mario.
Queremos tanto a Glenda, 1980.
viernes, 23 de agosto de 2019
jueves, 22 de agosto de 2019
Una nube de historias. Juan Yanes.
Hay
una nube enigmática encima de nuestras cabezas. Una nube llena de
historias. Las historias nacen en la tierra pero luego se evaporan y
se condensan en forma de nube. La nube de las historias es enorme y
en ella están ―en estado gaseoso― todas las historias del mundo,
de todas las culturas, en todas las lenguas y de todos los tiempos.
¡Es fantástico! El contador de historias no tiene más que subirse
a una escalera, meter la cabeza en la nube y chupar. Después se
sienta a escribir y la historia sale por la punta de la pluma, casi
automáticamente. Lo malo de la nube de las historias es que cuesta
mucho verla a simple vista, hay que aguzar el ingenio. Ese es el
único inconveniente, pero bueno, no todo va ser coser y cantar. Hay
escritores que se enchufan a la nube desde por la mañana y están
todo el santo día chupando. Después le salen unos cuentos
larguísimos e insoportables o unas novelas con forma de horrendos
mamotretos. A mí me gustan sobre todo esos seres ligeros y luminosos
que escriben cuentos cortísimos, que dan un chupetón a la nube y en
cuatro líneas te dejan flipando.
Del blog del autor: Máquina de coser palabras.
miércoles, 21 de agosto de 2019
La noche cerrada. Pablo Albo, Pep Bruno y Félix Albo.
La
noche cerrada y con una oscuridad de siglos se tragó al valle, y se
lo tragó con su río, sus árboles centenarios y su pequeña casa de
labradores. Todo quedó suspendido de la espesura negra. Los pájaros
dormidos o asustados dejaron de cantar. El río ahogado pasaba de
puntillas, silencioso. El viento tomó otros valles esa noche.
En la casa de los labradores el niño miraba por la ventana y veía a través de su reflejo, sobra de noche, la noche misma, y pensó: “esto será la muerte?”. Y era.
99 pulgas. 2006
En la casa de los labradores el niño miraba por la ventana y veía a través de su reflejo, sobra de noche, la noche misma, y pensó: “esto será la muerte?”. Y era.
99 pulgas. 2006
martes, 20 de agosto de 2019
Sueños. Slawomir Mrozek.
Éramos seis en un
compartimiento de un coche cama, por suerte todos con un nivel social
adecuado, gente culta, amable y conocedora de las reglas de
convivencia. Llegada la hora apagamos la luz y nos acostamos en seis
literas dispuestas en tres pisos y dos columnas verticales. Acto
seguido cada uno se sumió en su sueño particular y solitario.
Yo soñé que perseguía a una mariposa en un prado. Estaba a punto de atraparla con una red, cuando la mariposa me asestó un golpe tan fuerte en la mandíbula que me desperté. A plena luz vi a la señora de mediana edad que debería haber estado acostada en la litera situada encima de mí, y sin embargo estaba de pie a mi lado dándome bofetadas y gritando al mismo tiempo:
-¡Cerdo!
-¡Qué dice usted! -protesté aún no del todo consciente-. Seguro que es una mariposa, sólo que tiene alas como pezuñas.
Desde otras literas se asomaban hacia nosotros las cabezas del personal que acababa de despertar.
-¿Qué pasa aquí? -preguntó en un tono enérgico el señor de la litera superior de enfrente.
-¡Este señor me ha ofendido! -gritó la señora señalándome a mí.
-¿Cómo lo ha hecho?
-¡Si yo le contara lo que he soñado!
-¿La ha ofendido activa o pasivamente?
-¡Vaya pregunta!
-Esta diferenciación es importante, soy juez de profesión.
A la señora no le dio tiempo a contestar porque su niño rompió a llorar dos literas por encima de mí. Entre sollozo y sollozo resultó que alguien le había quitado la red para cazar mariposas, su juguete preferido.
-¿Quién te la ha quitado? -preguntó su madre.
El niño señaló al juez.
-¡Bruto! ¿No le da vergüenza?
-¡Esto es un malentendido! -exclamó el juez-. Yo he soñado que me comía una zanahoria.
Por debajo del juez se movió algo. Un hombre atlético en camiseta bajó de la litera y se enderezó en medio del compartimiento. Era tan alto que casi miraba al juez desde arriba, aunque éste estaba en la litera superior.
-¿Qué quiere decir con esto?
-Nada, sólo que si me comía una zanahoria no podía ocuparme de la red para cazar mariposas.
-El nombre de soltera de mi mujer es Zanahoria.
-Pepe, déjalo… -dijo desde abajo una voz tímida y suplicante.
-¡Eso es! Su esposa puede certificar que yo no he tenido nada que ver con ella. Sus sospechas carecen del todo de fundamento, basta con que ella explique su sueño.
-¡Mi mujer no le va a explicar ningún sueño!
-Se trata del bien público.
-¡Levántate! -se dirigió el alto a su mujer-. Me lo contarás en el pasillo.
-¡Un momento! -exclamó el juez-. ¿Y usted no ha soñado nada, por casualidad?
-¿Yo? -dijo sorprendido el alto y perdió la seguridad en sí mismo-. Yo, señor juez, incluso en sueños soy inocente, me lo ha dicho mi abogado.
-Inocente, ¿eh? -gritó de repente su mujer-. ¿Y qué me dices de aquella pelirroja?
-¿Qué pelirroja?
-¡Encima lo niega! ¡No le dé crédito, señor juez! ¡Yo lo he soñado todo, ahora le explicaré qué mariposa está hecho éste!
-¿Él? ¿Una mariposa? -me opuse frotándome la mandíbula dolorida-. Pero si su marido no se parece en nada a una mariposa. Lo sé porque justamente he estado persiguiendo a una en un prado. Bueno, tal vez la única cosa que tienen en común son las pezuñas.
-¡Señores! -exclamó el juez-. ¡Calma! Estos sueños no son nuestros, puesto que son unos sueños turbios, equívocos y estúpidos, y nosotros somos gente culta, mundana, y de ninguna manera podemos tener sueños así. Deben de ser los sueños de los pasajeros que han viajado en este compartimiento antes que nosotros y que era gente de poca categoría. Al fin y al cabo cada noche seis personas sueñan aquí algo, los ferrocarriles transportan a individuos de toda clase y después esos sueños se pegan a la gente decente. Nosotros no somos responsables de ellos, quien sí es responsable es la dirección de los ferrocarriles, que no desinfecta los coches cama como es debido.
-¡Sí! ¡Es un escándalo!
-¡No desinfectan!-
-¡Hay que poner una denuncia!
Respondieron todos a coro.
-Veo que estamos de acuerdo -dijo el juez.- Así que les deseo buenas noches.
-Buenas noches, señor juez.
-Buenas noches, estimada señora.
-A sus pies.
-Buenas noches, apreciado señor.
-¡Buenas noches, señores!
Y deseándonos unos a otros las buenas noches, entre los “lo siento muchísimo”, “de veras que no tiene importancia”, “con mucho gusto” y “por favor, señor”, nos acostamos de nuevo.
Yo soñé que perseguía a una mariposa en un prado. Estaba a punto de atraparla con una red, cuando la mariposa me asestó un golpe tan fuerte en la mandíbula que me desperté. A plena luz vi a la señora de mediana edad que debería haber estado acostada en la litera situada encima de mí, y sin embargo estaba de pie a mi lado dándome bofetadas y gritando al mismo tiempo:
-¡Cerdo!
-¡Qué dice usted! -protesté aún no del todo consciente-. Seguro que es una mariposa, sólo que tiene alas como pezuñas.
Desde otras literas se asomaban hacia nosotros las cabezas del personal que acababa de despertar.
-¿Qué pasa aquí? -preguntó en un tono enérgico el señor de la litera superior de enfrente.
-¡Este señor me ha ofendido! -gritó la señora señalándome a mí.
-¿Cómo lo ha hecho?
-¡Si yo le contara lo que he soñado!
-¿La ha ofendido activa o pasivamente?
-¡Vaya pregunta!
-Esta diferenciación es importante, soy juez de profesión.
A la señora no le dio tiempo a contestar porque su niño rompió a llorar dos literas por encima de mí. Entre sollozo y sollozo resultó que alguien le había quitado la red para cazar mariposas, su juguete preferido.
-¿Quién te la ha quitado? -preguntó su madre.
El niño señaló al juez.
-¡Bruto! ¿No le da vergüenza?
-¡Esto es un malentendido! -exclamó el juez-. Yo he soñado que me comía una zanahoria.
Por debajo del juez se movió algo. Un hombre atlético en camiseta bajó de la litera y se enderezó en medio del compartimiento. Era tan alto que casi miraba al juez desde arriba, aunque éste estaba en la litera superior.
-¿Qué quiere decir con esto?
-Nada, sólo que si me comía una zanahoria no podía ocuparme de la red para cazar mariposas.
-El nombre de soltera de mi mujer es Zanahoria.
-Pepe, déjalo… -dijo desde abajo una voz tímida y suplicante.
-¡Eso es! Su esposa puede certificar que yo no he tenido nada que ver con ella. Sus sospechas carecen del todo de fundamento, basta con que ella explique su sueño.
-¡Mi mujer no le va a explicar ningún sueño!
-Se trata del bien público.
-¡Levántate! -se dirigió el alto a su mujer-. Me lo contarás en el pasillo.
-¡Un momento! -exclamó el juez-. ¿Y usted no ha soñado nada, por casualidad?
-¿Yo? -dijo sorprendido el alto y perdió la seguridad en sí mismo-. Yo, señor juez, incluso en sueños soy inocente, me lo ha dicho mi abogado.
-Inocente, ¿eh? -gritó de repente su mujer-. ¿Y qué me dices de aquella pelirroja?
-¿Qué pelirroja?
-¡Encima lo niega! ¡No le dé crédito, señor juez! ¡Yo lo he soñado todo, ahora le explicaré qué mariposa está hecho éste!
-¿Él? ¿Una mariposa? -me opuse frotándome la mandíbula dolorida-. Pero si su marido no se parece en nada a una mariposa. Lo sé porque justamente he estado persiguiendo a una en un prado. Bueno, tal vez la única cosa que tienen en común son las pezuñas.
-¡Señores! -exclamó el juez-. ¡Calma! Estos sueños no son nuestros, puesto que son unos sueños turbios, equívocos y estúpidos, y nosotros somos gente culta, mundana, y de ninguna manera podemos tener sueños así. Deben de ser los sueños de los pasajeros que han viajado en este compartimiento antes que nosotros y que era gente de poca categoría. Al fin y al cabo cada noche seis personas sueñan aquí algo, los ferrocarriles transportan a individuos de toda clase y después esos sueños se pegan a la gente decente. Nosotros no somos responsables de ellos, quien sí es responsable es la dirección de los ferrocarriles, que no desinfecta los coches cama como es debido.
-¡Sí! ¡Es un escándalo!
-¡No desinfectan!-
-¡Hay que poner una denuncia!
Respondieron todos a coro.
-Veo que estamos de acuerdo -dijo el juez.- Así que les deseo buenas noches.
-Buenas noches, señor juez.
-Buenas noches, estimada señora.
-A sus pies.
-Buenas noches, apreciado señor.
-¡Buenas noches, señores!
Y deseándonos unos a otros las buenas noches, entre los “lo siento muchísimo”, “de veras que no tiene importancia”, “con mucho gusto” y “por favor, señor”, nos acostamos de nuevo.
lunes, 19 de agosto de 2019
Pendientes. Sara Cano.
No
sé si voy a poder. Ana siempre me dice que soy una cobardica, pero
no es por eso. Es que el imperdible está afiladísimo. Ni siquiera
me atrevo a sujetarlo muy cerca de la punta, no sea que me pinche el
dedo. Me dan muchísimo miedo las agujas. Las agujas duelen, y yo no
quiero hacerme daño, pero...
Pero me tengo que atrever.
Me tengo que atrever porque se lo he prometido a Julia y a Ana. Una promesa de mejores amigas. Dicen que solo duele durante un momento, y luego...
No puedo.
Seguro que pincha tanto como el aguijón de la avispa que me picó en la piscina el verano pasado. Estaba jugando en el bordillo y apoyé la mano encima del bicho sin darme cuenta. Nunca antes me había picado una avispa y, más que un pinchazo, fue como si se me hubieran clavado un par de cuchillos diminutos. La palma empezó a escocerme muchísimo, y la picadura se me puso como una pelota, y se me empezó a hinchar el brazo, y me tuvieron que llevar al ambulatorio, y la doctora me puso una inyección enorme que acabó doliéndome más que la propia picadura. Al principio me la quería poner en el brazo pero, en cuanto la vi venir con la jeringuilla en la mano, me puse a llorar y a moverme sin parar porque no quería que me pinchara. Las agujas duelen. Al final, tuvo que pincharme en el cachete mientras papá me sujetaba y mamá me tranquilizaba.
Ahora ni mamá ni papá están conmigo. Estoy yo sola, delante del espejo del baño, y no puedo llamarlos porque se van a enfadar muchísimo conmigo si se enteran de lo que estoy haciendo. Seguro que me castigan sin ir al cumpleaños esta tarde. Y yo tengo que ir al cumpleaños, se lo he prometido a Julia y a Ana. Una promesa de mejores amigas. Les he prometido que iré con pendientes, como ellas, porque así las tres estaremos muy guapas.
Hoy Julia cumple diez años. Le han dado permiso para hacerse los agujeros en las orejas y va a ir con su hermano mayor a la farmacia para poder estrenar sus pendientes nuevos en la fiesta. A Ana le hicieron los agujeros en el hospital cuando nació, así que ella lleva pendientes desde que era un bebé. Pero yo no tengo. Mamá y papá dicen que les daba pena hacerme daño y que no querían decidir por mí, que a lo mejor cuando fuera mayor ni siquiera me gustaba tener las orejas agujereadas. Pero ahora ya soy mayor y he decidido que sí quiero agujeros en las orejas porque así también podré ponerme pendientes. Bueno, hasta hace unos días no quería, porque las agujas me dan muchísimo miedo. Las agujas duelen. Pero ahora sí quiero. Casi todas las chicas de clase los llevan, yo soy de las pocas que todavía no se han hecho los agujeros. Y esta tarde quiero estar igual de guapa que ellas. Además, se lo he prometido a Ana y a Julia. Una promesa de mejores amigas.
Lo que pasa es que no se si me voy a atrever.
Pero me tengo que atrever.
Respiro hondo y me miro al espejo. Ensayo cómo voy a colocarme el pelo para que me tape las orejas, y que mamá y papá no se den cuenta de lo que he hecho ni me castiguen sin ir al cumpleaños. Después de un rato, me atrevo a tocar la punta del imperdible con la yema del dedo, y vuelvo a limpiarla con el alcohol que he cogido del botiquín. Ana me ha dicho lo que tengo que hacer para que no se me infecten las heridas y que me dolerá menos si me pongo un poco de hielo antes del pinchazo. También me ha explicado que es muy importante ponerse algo en el agujero justo después para que la herida no se me cierre. Miro los pendientes que me ha prestado Julia. Son muy bonitos, iguales que los que ella va a estrenar esta tarde, solo que plateados.
Cuento hasta tres, contengo la respiración y cierro los ojos. Sé que no debería cerrarlos, que si no miro puedo pincharme en el moflete o en otro sitio, y que eso sería peor... No quiero ni pensarlo, pero es que si los abro sé que no voy a atreverme a hacerlo.
Pero me tengo que atrever, porque se lo he prometido a Julia y a Ana. Una promesa de mejores amigas. No quiero que piensen que soy una cobarde ni que se rían de mí. Quiero ponerme pendientes, porque los pendientes son bonitos y te hacen estar guapa. Y yo también quiero estar guapa, como todas las demás niñas de mi clase.
Tomo impulso con el brazo, me acerco la aguja. Noto que la punta se me clava y que algo caliente me resbala por la piel. Un escozor intenso y desagradable me palpita en el lóbulo de la oreja. Como el picotazo de la avispa, como el pinchazo de la aguja en el ambulatorio.
Cuando abro los ojos y vuelvo a mirar, la niña que hay delante de mí no me parece guapa. Está pálida y asustada, tiene la oreja manchada de sangre reseca y las mejillas surcadas de lágrimas. Lágrimas que brotan de unos ojos rojos, hinchados y avergonzados.
Las agujas duelen.
No puedo. No me atrevo.
Y la verdad es que no me quiero atrever.
Y no me tengo que atrever, si no quiero.
El futuro es femenino, 2018.
Pero me tengo que atrever.
Me tengo que atrever porque se lo he prometido a Julia y a Ana. Una promesa de mejores amigas. Dicen que solo duele durante un momento, y luego...
No puedo.
Seguro que pincha tanto como el aguijón de la avispa que me picó en la piscina el verano pasado. Estaba jugando en el bordillo y apoyé la mano encima del bicho sin darme cuenta. Nunca antes me había picado una avispa y, más que un pinchazo, fue como si se me hubieran clavado un par de cuchillos diminutos. La palma empezó a escocerme muchísimo, y la picadura se me puso como una pelota, y se me empezó a hinchar el brazo, y me tuvieron que llevar al ambulatorio, y la doctora me puso una inyección enorme que acabó doliéndome más que la propia picadura. Al principio me la quería poner en el brazo pero, en cuanto la vi venir con la jeringuilla en la mano, me puse a llorar y a moverme sin parar porque no quería que me pinchara. Las agujas duelen. Al final, tuvo que pincharme en el cachete mientras papá me sujetaba y mamá me tranquilizaba.
Ahora ni mamá ni papá están conmigo. Estoy yo sola, delante del espejo del baño, y no puedo llamarlos porque se van a enfadar muchísimo conmigo si se enteran de lo que estoy haciendo. Seguro que me castigan sin ir al cumpleaños esta tarde. Y yo tengo que ir al cumpleaños, se lo he prometido a Julia y a Ana. Una promesa de mejores amigas. Les he prometido que iré con pendientes, como ellas, porque así las tres estaremos muy guapas.
Hoy Julia cumple diez años. Le han dado permiso para hacerse los agujeros en las orejas y va a ir con su hermano mayor a la farmacia para poder estrenar sus pendientes nuevos en la fiesta. A Ana le hicieron los agujeros en el hospital cuando nació, así que ella lleva pendientes desde que era un bebé. Pero yo no tengo. Mamá y papá dicen que les daba pena hacerme daño y que no querían decidir por mí, que a lo mejor cuando fuera mayor ni siquiera me gustaba tener las orejas agujereadas. Pero ahora ya soy mayor y he decidido que sí quiero agujeros en las orejas porque así también podré ponerme pendientes. Bueno, hasta hace unos días no quería, porque las agujas me dan muchísimo miedo. Las agujas duelen. Pero ahora sí quiero. Casi todas las chicas de clase los llevan, yo soy de las pocas que todavía no se han hecho los agujeros. Y esta tarde quiero estar igual de guapa que ellas. Además, se lo he prometido a Ana y a Julia. Una promesa de mejores amigas.
Lo que pasa es que no se si me voy a atrever.
Pero me tengo que atrever.
Respiro hondo y me miro al espejo. Ensayo cómo voy a colocarme el pelo para que me tape las orejas, y que mamá y papá no se den cuenta de lo que he hecho ni me castiguen sin ir al cumpleaños. Después de un rato, me atrevo a tocar la punta del imperdible con la yema del dedo, y vuelvo a limpiarla con el alcohol que he cogido del botiquín. Ana me ha dicho lo que tengo que hacer para que no se me infecten las heridas y que me dolerá menos si me pongo un poco de hielo antes del pinchazo. También me ha explicado que es muy importante ponerse algo en el agujero justo después para que la herida no se me cierre. Miro los pendientes que me ha prestado Julia. Son muy bonitos, iguales que los que ella va a estrenar esta tarde, solo que plateados.
Cuento hasta tres, contengo la respiración y cierro los ojos. Sé que no debería cerrarlos, que si no miro puedo pincharme en el moflete o en otro sitio, y que eso sería peor... No quiero ni pensarlo, pero es que si los abro sé que no voy a atreverme a hacerlo.
Pero me tengo que atrever, porque se lo he prometido a Julia y a Ana. Una promesa de mejores amigas. No quiero que piensen que soy una cobarde ni que se rían de mí. Quiero ponerme pendientes, porque los pendientes son bonitos y te hacen estar guapa. Y yo también quiero estar guapa, como todas las demás niñas de mi clase.
Tomo impulso con el brazo, me acerco la aguja. Noto que la punta se me clava y que algo caliente me resbala por la piel. Un escozor intenso y desagradable me palpita en el lóbulo de la oreja. Como el picotazo de la avispa, como el pinchazo de la aguja en el ambulatorio.
Cuando abro los ojos y vuelvo a mirar, la niña que hay delante de mí no me parece guapa. Está pálida y asustada, tiene la oreja manchada de sangre reseca y las mejillas surcadas de lágrimas. Lágrimas que brotan de unos ojos rojos, hinchados y avergonzados.
Las agujas duelen.
No puedo. No me atrevo.
Y la verdad es que no me quiero atrever.
Y no me tengo que atrever, si no quiero.
El futuro es femenino, 2018.
domingo, 18 de agosto de 2019
De la luz a las tinieblas. Jaime Alberto Vélez.
Al
principio, las ranas cantaban al amanecer —como acostumbran hacerlo
los pájaros—, para celebrar la luz de un nuevo día. Con el correr
del tiempo, sin embargo, descubrieron que ese desbordamiento de
alegría resultaba insensato, pues mientras más cantaban al sol, más
secaba éste las aguas.
Desde entonces, y en venganza, las ranas cantan la llegada de la noche, pero lo hacen despacio, sin emoción, no sea que de repente la oscuridad también les resulte nociva.
Desde entonces, y en venganza, las ranas cantan la llegada de la noche, pero lo hacen despacio, sin emoción, no sea que de repente la oscuridad también les resulte nociva.
sábado, 17 de agosto de 2019
Los adioses elegidos. Fernando León de Aranoa.
En
la estación de Vitebsk, entre un puesto pequeño de souvenirs y un
estanco en el que venden tabaco para liar Occidental Fuerte, hay un
comercio de despedidas. Allí, los viajeros solitarios eligen la que
mejor se acomodará a su partida de acuerdo con su estado de ánimo y
con sus posibilidades económicas.
Por una cantidad ciertamente razonable, en él se puede encontrar desde el apretón de manos formal y económico de un conocido reciente hasta el abrazo sincero de un amigo muy querido; también la despedida emocionada en el andén de una familia al completo, con sus abrígate mucho y sus llama cuando llegues, sus lamentos y su llanto inconsolable, en el que se empeñan a conciencia cinco intérpretes de sólida formación actoral y diferentes edades.
La despedida más solicitada es sin embargo el beso con abrazo prolongado de una bella enamorada. Su ternura susurrada deja en nuestra solapa un leve rastro de jazmines que tarda varios kilómetros en desaparecer. Promesas de inmediato reencuentro, juramentos de fidelidad y llamada diaria, se acompañan de los lógicos reproches por la indeseada partida, que conceden verosimilitud a la escena.
Por un insignificante suplemento, la enamorada caminará unos metros por el andén en paralelo al tren, con su mirada emboscada en la nuestra, pronunciando palabras de amor que no podremos escuchar, porque lo impedirá el traqueteo creciente del tren y la indudable emoción del momento.
El arrullo de los adioses elegidos acompaña a los viajeros buena parte del trayecto, reconfortando su sueño con una levemente dolorosa, aunque necesaria, sensación de desarraigo.
Aquí yacen dragones, 2013.
Por una cantidad ciertamente razonable, en él se puede encontrar desde el apretón de manos formal y económico de un conocido reciente hasta el abrazo sincero de un amigo muy querido; también la despedida emocionada en el andén de una familia al completo, con sus abrígate mucho y sus llama cuando llegues, sus lamentos y su llanto inconsolable, en el que se empeñan a conciencia cinco intérpretes de sólida formación actoral y diferentes edades.
La despedida más solicitada es sin embargo el beso con abrazo prolongado de una bella enamorada. Su ternura susurrada deja en nuestra solapa un leve rastro de jazmines que tarda varios kilómetros en desaparecer. Promesas de inmediato reencuentro, juramentos de fidelidad y llamada diaria, se acompañan de los lógicos reproches por la indeseada partida, que conceden verosimilitud a la escena.
Por un insignificante suplemento, la enamorada caminará unos metros por el andén en paralelo al tren, con su mirada emboscada en la nuestra, pronunciando palabras de amor que no podremos escuchar, porque lo impedirá el traqueteo creciente del tren y la indudable emoción del momento.
El arrullo de los adioses elegidos acompaña a los viajeros buena parte del trayecto, reconfortando su sueño con una levemente dolorosa, aunque necesaria, sensación de desarraigo.
Aquí yacen dragones, 2013.
viernes, 16 de agosto de 2019
La despedida. Ignacio Aldecoa.
A través
de los cristales de la puerta del departamento y de la ventana del
pasillo, el cinemático paisaje era una superficie en la que no
penetraba la mirada; la velocidad hacía simple perspectiva de la
hondura. Los amarillos de las tierras paniegas, los grises del gredal
y el almagre de los campos lineados por el verdor acuoso de las viñas
se sucedían monótonos como un traqueteo.
En la siestona tarde de verano, los viajeros apenas intercambiaban desganadamente suspensivos retazos de frases. Daba el sol en la ventanilla del departamento y estaba bajada la cortina de hule.
El son de la marcha desmenuzaba y aglutinaba el tiempo; era un reloj y una salmodia. Los viajeros se contemplaban mutuamente sin curiosidad y el cansino aburrimiento del viaje les ausentaba de su casual relación. Sus movimientos eran casi impúdicamente familiares, pero en ellos había hermetismo y lejanía.
Cuando fue disminuyendo la velocidad del tren, la joven sentada junto a la ventanilla, en el sentido de la marcha, se levantó y alisó su falda y ajustó su faja con un rápido movimiento de las manos, balanceándose, y después se atusó el pelo de recién despertada, alborotado, mate y espartoso.
-¿ Qué estación es ésta, tía? -preguntó. Uno de los tres hombres del departamento le respondió antes que la mujer sentada frente a ella tuviera tiempo de contestar.
-¿Hay cantina?
-No, señorita. En la próxima.
La joven hizo un mohín, que podía ser de disgusto o simplemente un reflejo de coquetería, porque inmediatamente sonrió al hombre que le había informado. La mujer mayor desaprobó la sonrisa llevándose la mano derecha a su roja, casi cárdena pechuga, y su papada se redondeó al mismo tiempo que sus labios se
afinaban y entornaba los párpados de largas y pegoteadas pestañas.
-¿Tiene usted sed? ¿Quiere beber un traguillo de vino? -preguntó el hombre.
-Te sofocará -dijo la mujer mayor -y no te quitará la sed.
- ¡Quiá!, señora. El vino, a pocos, es bueno.
El hombre descolgó su bota del portamaletas y se la ofreció a la joven.
-Tenga cuidado de no mancharse -advirtió.
La mujer mayor revolvió en su bolso y sacó un pañuelo grande como una servilleta.
-Ponte esto -ordenó-. Puedes echar a perder el vestido. Los tres hombres del departamento contemplaron a la muchacha bebiendo. Los tres sonreían pícara y bobamente; los tres tenían sus manos grandes de campesinos posadas, mineral e insolidariamente, sobre las rodillas. Su expectación era teatral, como
si de pronto fuera a ocurrir algo previsto como muy gracioso. Pero nada sucedió y la joven se enjugó una gota que le corría por la barbilla a punto de precipitarse ladera abajo de su garganta hacia las lindes del verano, marcadas en su pecho por una pálida cenefa ribeteando el escote y contrastando con el tono tabaco de la piel soleada.
Se disponían los hombres a beber con respeto y ceremonia, cuando el traqueteo del tren se hizo más violento y los calderones de las melodías de la marcha más amplios. El dueño de la bota la sostuvo cuidadosamente, como si en ella hubiera vida animal, y la apretó con delicadeza, cariñosamente.
-Ya estamos-dijo.
-¿Cuánto para aquí? -preguntó la mujer mayor.
-Bajarán mercancía y no se sabe. La parada es de tres minutos.
-¡Qué calor! -se quejó la mujer mayor, dándose aire con una revista cinematográfica -. iQué calor y qué asientos! Del tren a la cama...
-Antes era peor -explicó el hombre sentado junto a la puerta -. Antes, los asientos eran de madera y se revenía el pintado. Antes echaba uno hasta la capital cuatro horas largas, si no traía retraso. Antes, igual no encontraba usted asiento y tenía que ir en el pasillo con los cestos. Ya han cambiado las cosas, gracias a Dios. Y en la guerra... En la guerra tenía que haber visto usted este tren. A cada legua le daban el parón y todo el mundo abajo. En la guerra...
Se quedó un instante suspenso. Sonaron los frenos del tren y fue como un encontronazo.
-¡Vaya calor! -dijo la mujer mayor.
-Ahora se puede beber -afirmó el hombre de la bota.
-Traiga usted - dijo, suave y rogativamente, el que había hablado de la guerra -. Hay que quitarse el hollín. ¿No quiere usted, señora? -ofreció a la mujer mayor.
-No, gracias. No estoy acostumbrada.
-A esto se acostumbra uno pronto.
La mujer mayor frunció el entrecejo y se dirigió en un susurro a la joven; el susurro coloquial tenía un punto de menosprecio para los hombres del departamento al establecer aquella marginal intimidad. Los hombres se habían pasado la bota, habían bebido juntos y se habían vinculado momentáneamente. Hablaban de cómo venía el campo y en sus palabras se traslucía la esperanza. La mujer mayor volvió a darse aire con la revista cine.
-Ya te lo dije que deberíamos haber traído un poco de fruta -dijo a la joven- Mira que insistió la Encarna; pero tú, con tus manías...
-En la próxima hay cantina, tía.
-Ya lo he oído.
La pintura de los labios de la mujer mayor se había apagado y extendido fuera del perfil de la boca. Sus brazos no cubrían la ancha mancha de sudor axilar, aureolada del destinte de la blusa.
La joven levantó la cortina de hule. El edificio de la estación era viejo y tenía un abandono triste y cuartelero. En su sucia fachada nacía, como un borbotón de colores, una ventana florida de macetas y de botes con plantas. De los aleros del pardo tejado colgaba un encaje de madera ceniciento, roto y flecoso. A un lado estaban los retretes, y al otro un tingladillo, que servía para almacenar las mercancías. El jefe de estación se paseaba por el andén; dominaba y tutelaba como un gallo, y su quepis rojo era una cresta irritada entre las gorras, las boinas y los pañuelos negros.
El pueblo estaba retirado de la estación a cuatrocientos o quinientos metros. El pueblo era un sarro que manchaba la tierra y se extendía destartalado hasta el leve henchimiento de una colina. La torre de la iglesia - una ruina erguida, una desesperada permanencia- amenazaba al cielo con su muñón. El camino calcinado, vacío y como inútil hasta el confín de azogue, atropaba las soledades de los campos.
Los ocupantes del departamento volvieron las cabezas. Forcejeaba, jadeante, un hombre en la puerta. El jadeo se intensificó. Dos de los hombres del departamento le ayudaron a pasar la cesta y la maleta de cartón atada con una cuerda. El hombre se apoyó en el marco y contempló a los viajeros. Tenía una mirada lenta, reflexiva, rastreadora. Sus ojos, húmedos y negros como limacos, llegaron hasta su cesta y su maleta, colocadas en la redecilla del portamaletas, y descendieron a los rostros y a la espera, antes de que hablara. Luego se quitó la gorrilla y sacudió con la mano desocupada su blusa.
-Salud les dé Dios -dijo, e hizo una pausa-. Ya no está uno con la edad para andar en viajes.
Pidió permiso para acercarse a la ventanilla y todos encogieron las piernas. La mujer mayor suspiró protestativamente y al acomodarse se estiró buchona.
-Perdone la señora.
Bajo la ventanilla, en el andén, estaba una anciana acurrucada, en desazonada atención. Su rostro era apenas un confuso burilado de arrugas que borroneaba las facciones, unos ojos punzantes y unas aleteadoras manos descarnadas.
-¡María! -gritó el hombre-. Ya está todo en su lugar.
-Siéntate, Juan, siéntate -la mujer voló una mano hasta la frente para arreglarse el pañuelo, para palpar el sudor del sofoco, para domesticar un pensamiento -. Siéntate, hombre.
-No va a salir todavía.
-No te conviene estar de pie.
-Aún puedo. Tú eres la que debías... -Cuando se vaya...
-En cuanto llegue iré a ver a don Cándido. Si mañana me dan plaza, mejor.
-Que haga lo posible. Dile todo, no dejes de decírselo.
-Bueno, mujer.
-Siéntate, Juan.
-Falta que descarguen. Cuando veas al hijo de Manuel le dices que le diga a su padre que estoy en la ciudad. No le cuentes por qué.
-Ya se enterará.
-Cuídate mucho, María. Come.
-No te preocupes. Ahora, siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me leerán la carta. ..
-Lo haré, lo haré. Ya verás cómo todo saldrá bien..
El hombre y la mujer se miraron en silencio. La mujer se cubrió el rostro con las manos.. Pitó la locomotora. Sonó la campana de la estación. El ruido de los frenos al aflojarse pareció extender el tren, desperezarlo antes de emprender la marcha.
-¡No llores, María! -gritó el hombre-. Todo saldrá bien.
-Siéntate, Juan, -dijo la mujer confundida por sus lágrimas.- Siéntate, Juan - y en los quiebros de su voz había ternura, amor, miedo y soledad.
El tren se puso en marcha. Las manos de la mujer revolotearon en la despedida. Las arrugas y el llanto habían terminado de borrar las facciones.
-Adiós, María.
Las manos de la mujer respondían al adiós y todo lo demás era reconcentrado silencio. El hombre se volvió. El tren rebasó el tinglado del almacén y entró en los campos.
-Siéntese aquí, abuelo -dijo el hombre de la bota, levantándose.
La mujer mayor estiró las piernas. La joven bajó la cortina le hule. El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre.
-Tome usted, abuelo. La mujer mayor se abanicó de nuevo con la revista cinematográfica y preguntó con inseguridad.
-¿Las cosechas son buenas este año? El hombre que no había hablado a las mujeres, que solamente había participado de la invitación al vino y de las hablas del campo, miró fijamente al anciano, y su mirada era solidaria y amiga. La joven decidió los prólogos de la intimidad compartida.
-¿Va usted a que le operen? Entonces el anciano bebió de la bota, aceptó el tabaco y comenzó a contar. Sus palabras acompañaban a los campos.
-La enfermedad..., la labor..., la tierra..., la falta de dinero...; la enfermedad:.., la labor , la tierra...; la enfermedad..., la labor...; la enfermedad... La primera vez, la primera vez que María y yo nos separamos...
Sus años se sucedían monótonos como un traqueteo.
Caballo de pica. Ignacio Aldecoa, 1961.
En la siestona tarde de verano, los viajeros apenas intercambiaban desganadamente suspensivos retazos de frases. Daba el sol en la ventanilla del departamento y estaba bajada la cortina de hule.
El son de la marcha desmenuzaba y aglutinaba el tiempo; era un reloj y una salmodia. Los viajeros se contemplaban mutuamente sin curiosidad y el cansino aburrimiento del viaje les ausentaba de su casual relación. Sus movimientos eran casi impúdicamente familiares, pero en ellos había hermetismo y lejanía.
Cuando fue disminuyendo la velocidad del tren, la joven sentada junto a la ventanilla, en el sentido de la marcha, se levantó y alisó su falda y ajustó su faja con un rápido movimiento de las manos, balanceándose, y después se atusó el pelo de recién despertada, alborotado, mate y espartoso.
-¿ Qué estación es ésta, tía? -preguntó. Uno de los tres hombres del departamento le respondió antes que la mujer sentada frente a ella tuviera tiempo de contestar.
-¿Hay cantina?
-No, señorita. En la próxima.
La joven hizo un mohín, que podía ser de disgusto o simplemente un reflejo de coquetería, porque inmediatamente sonrió al hombre que le había informado. La mujer mayor desaprobó la sonrisa llevándose la mano derecha a su roja, casi cárdena pechuga, y su papada se redondeó al mismo tiempo que sus labios se
afinaban y entornaba los párpados de largas y pegoteadas pestañas.
-¿Tiene usted sed? ¿Quiere beber un traguillo de vino? -preguntó el hombre.
-Te sofocará -dijo la mujer mayor -y no te quitará la sed.
- ¡Quiá!, señora. El vino, a pocos, es bueno.
El hombre descolgó su bota del portamaletas y se la ofreció a la joven.
-Tenga cuidado de no mancharse -advirtió.
La mujer mayor revolvió en su bolso y sacó un pañuelo grande como una servilleta.
-Ponte esto -ordenó-. Puedes echar a perder el vestido. Los tres hombres del departamento contemplaron a la muchacha bebiendo. Los tres sonreían pícara y bobamente; los tres tenían sus manos grandes de campesinos posadas, mineral e insolidariamente, sobre las rodillas. Su expectación era teatral, como
si de pronto fuera a ocurrir algo previsto como muy gracioso. Pero nada sucedió y la joven se enjugó una gota que le corría por la barbilla a punto de precipitarse ladera abajo de su garganta hacia las lindes del verano, marcadas en su pecho por una pálida cenefa ribeteando el escote y contrastando con el tono tabaco de la piel soleada.
Se disponían los hombres a beber con respeto y ceremonia, cuando el traqueteo del tren se hizo más violento y los calderones de las melodías de la marcha más amplios. El dueño de la bota la sostuvo cuidadosamente, como si en ella hubiera vida animal, y la apretó con delicadeza, cariñosamente.
-Ya estamos-dijo.
-¿Cuánto para aquí? -preguntó la mujer mayor.
-Bajarán mercancía y no se sabe. La parada es de tres minutos.
-¡Qué calor! -se quejó la mujer mayor, dándose aire con una revista cinematográfica -. iQué calor y qué asientos! Del tren a la cama...
-Antes era peor -explicó el hombre sentado junto a la puerta -. Antes, los asientos eran de madera y se revenía el pintado. Antes echaba uno hasta la capital cuatro horas largas, si no traía retraso. Antes, igual no encontraba usted asiento y tenía que ir en el pasillo con los cestos. Ya han cambiado las cosas, gracias a Dios. Y en la guerra... En la guerra tenía que haber visto usted este tren. A cada legua le daban el parón y todo el mundo abajo. En la guerra...
Se quedó un instante suspenso. Sonaron los frenos del tren y fue como un encontronazo.
-¡Vaya calor! -dijo la mujer mayor.
-Ahora se puede beber -afirmó el hombre de la bota.
-Traiga usted - dijo, suave y rogativamente, el que había hablado de la guerra -. Hay que quitarse el hollín. ¿No quiere usted, señora? -ofreció a la mujer mayor.
-No, gracias. No estoy acostumbrada.
-A esto se acostumbra uno pronto.
La mujer mayor frunció el entrecejo y se dirigió en un susurro a la joven; el susurro coloquial tenía un punto de menosprecio para los hombres del departamento al establecer aquella marginal intimidad. Los hombres se habían pasado la bota, habían bebido juntos y se habían vinculado momentáneamente. Hablaban de cómo venía el campo y en sus palabras se traslucía la esperanza. La mujer mayor volvió a darse aire con la revista cine.
-Ya te lo dije que deberíamos haber traído un poco de fruta -dijo a la joven- Mira que insistió la Encarna; pero tú, con tus manías...
-En la próxima hay cantina, tía.
-Ya lo he oído.
La pintura de los labios de la mujer mayor se había apagado y extendido fuera del perfil de la boca. Sus brazos no cubrían la ancha mancha de sudor axilar, aureolada del destinte de la blusa.
La joven levantó la cortina de hule. El edificio de la estación era viejo y tenía un abandono triste y cuartelero. En su sucia fachada nacía, como un borbotón de colores, una ventana florida de macetas y de botes con plantas. De los aleros del pardo tejado colgaba un encaje de madera ceniciento, roto y flecoso. A un lado estaban los retretes, y al otro un tingladillo, que servía para almacenar las mercancías. El jefe de estación se paseaba por el andén; dominaba y tutelaba como un gallo, y su quepis rojo era una cresta irritada entre las gorras, las boinas y los pañuelos negros.
El pueblo estaba retirado de la estación a cuatrocientos o quinientos metros. El pueblo era un sarro que manchaba la tierra y se extendía destartalado hasta el leve henchimiento de una colina. La torre de la iglesia - una ruina erguida, una desesperada permanencia- amenazaba al cielo con su muñón. El camino calcinado, vacío y como inútil hasta el confín de azogue, atropaba las soledades de los campos.
Los ocupantes del departamento volvieron las cabezas. Forcejeaba, jadeante, un hombre en la puerta. El jadeo se intensificó. Dos de los hombres del departamento le ayudaron a pasar la cesta y la maleta de cartón atada con una cuerda. El hombre se apoyó en el marco y contempló a los viajeros. Tenía una mirada lenta, reflexiva, rastreadora. Sus ojos, húmedos y negros como limacos, llegaron hasta su cesta y su maleta, colocadas en la redecilla del portamaletas, y descendieron a los rostros y a la espera, antes de que hablara. Luego se quitó la gorrilla y sacudió con la mano desocupada su blusa.
-Salud les dé Dios -dijo, e hizo una pausa-. Ya no está uno con la edad para andar en viajes.
Pidió permiso para acercarse a la ventanilla y todos encogieron las piernas. La mujer mayor suspiró protestativamente y al acomodarse se estiró buchona.
-Perdone la señora.
Bajo la ventanilla, en el andén, estaba una anciana acurrucada, en desazonada atención. Su rostro era apenas un confuso burilado de arrugas que borroneaba las facciones, unos ojos punzantes y unas aleteadoras manos descarnadas.
-¡María! -gritó el hombre-. Ya está todo en su lugar.
-Siéntate, Juan, siéntate -la mujer voló una mano hasta la frente para arreglarse el pañuelo, para palpar el sudor del sofoco, para domesticar un pensamiento -. Siéntate, hombre.
-No va a salir todavía.
-No te conviene estar de pie.
-Aún puedo. Tú eres la que debías... -Cuando se vaya...
-En cuanto llegue iré a ver a don Cándido. Si mañana me dan plaza, mejor.
-Que haga lo posible. Dile todo, no dejes de decírselo.
-Bueno, mujer.
-Siéntate, Juan.
-Falta que descarguen. Cuando veas al hijo de Manuel le dices que le diga a su padre que estoy en la ciudad. No le cuentes por qué.
-Ya se enterará.
-Cuídate mucho, María. Come.
-No te preocupes. Ahora, siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me leerán la carta. ..
-Lo haré, lo haré. Ya verás cómo todo saldrá bien..
El hombre y la mujer se miraron en silencio. La mujer se cubrió el rostro con las manos.. Pitó la locomotora. Sonó la campana de la estación. El ruido de los frenos al aflojarse pareció extender el tren, desperezarlo antes de emprender la marcha.
-¡No llores, María! -gritó el hombre-. Todo saldrá bien.
-Siéntate, Juan, -dijo la mujer confundida por sus lágrimas.- Siéntate, Juan - y en los quiebros de su voz había ternura, amor, miedo y soledad.
El tren se puso en marcha. Las manos de la mujer revolotearon en la despedida. Las arrugas y el llanto habían terminado de borrar las facciones.
-Adiós, María.
Las manos de la mujer respondían al adiós y todo lo demás era reconcentrado silencio. El hombre se volvió. El tren rebasó el tinglado del almacén y entró en los campos.
-Siéntese aquí, abuelo -dijo el hombre de la bota, levantándose.
La mujer mayor estiró las piernas. La joven bajó la cortina le hule. El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre.
-Tome usted, abuelo. La mujer mayor se abanicó de nuevo con la revista cinematográfica y preguntó con inseguridad.
-¿Las cosechas son buenas este año? El hombre que no había hablado a las mujeres, que solamente había participado de la invitación al vino y de las hablas del campo, miró fijamente al anciano, y su mirada era solidaria y amiga. La joven decidió los prólogos de la intimidad compartida.
-¿Va usted a que le operen? Entonces el anciano bebió de la bota, aceptó el tabaco y comenzó a contar. Sus palabras acompañaban a los campos.
-La enfermedad..., la labor..., la tierra..., la falta de dinero...; la enfermedad:.., la labor , la tierra...; la enfermedad..., la labor...; la enfermedad... La primera vez, la primera vez que María y yo nos separamos...
Sus años se sucedían monótonos como un traqueteo.
Caballo de pica. Ignacio Aldecoa, 1961.
jueves, 15 de agosto de 2019
La princesa y el guisante. Hans Christian Andersen.
Había
una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero
tendría que ser una princesa de verdad. Así que viajó por todo el
mundo para encontrar alguna. Pero siempre había algún problema:
princesas había de sobra, pero que fueran princesas de verdad no
estaba del todo claro; siempre había algo que no estaba del todo
bien. Así que volvió a su casa preocupado, porque tenía muchas
ganas de encontrar una auténtica princesa.
Una noche, hacía un tiempo espantoso. Había relámpagos y truenos, y llovía a cántaros. ¡Era horrible! Llamaron a la puerta, y el viejo rey fue a abrir.
Allí fuera había una princesa. ¡Pero, Dios mío, qué aspecto tenía, con aquella lluvia y aquella tormenta! El agua le escurría por el pelo y la ropa, le caía desde la nariz a las punteras de los zapatos y salía por los talones. Y dijo que era una princesa de verdad.
“Bueno, ahora veremos”, pensó la anciana reina, pero no dijo nada.
Entró en el dormitorio, quitó toda la ropa de la cama y puso un guisante sobre el somier de tablas; luego cogió veinte colchones, los puso encima del guisante, y luego veinte edredones de plumas encima de los colchones.
Allí dormiría aquella noche la princesa.
Por la mañana le preguntaron qué tal había dormido.
—¡Oh, terriblemente mal! —dijo la princesa—. Casi no he podido pegar ojo en toda la noche. Dios sabe lo que habría en esa cama. Debajo había algo duro y tengo todo el cuerpo lleno de moretones. ¡Es horrible!
Así pudieron comprobar que era una princesa de verdad, pues había notado el guisante a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones. No podía haber nadie tan sensible, a no ser una auténtica princesa.
El príncipe se casó con ella, porque ahora sabía que había encontrado una princesa de verdad, y el guisante acabó en el museo, y allí sigue para que lo vean, si no se lo ha llevado nadie.
Una noche, hacía un tiempo espantoso. Había relámpagos y truenos, y llovía a cántaros. ¡Era horrible! Llamaron a la puerta, y el viejo rey fue a abrir.
Allí fuera había una princesa. ¡Pero, Dios mío, qué aspecto tenía, con aquella lluvia y aquella tormenta! El agua le escurría por el pelo y la ropa, le caía desde la nariz a las punteras de los zapatos y salía por los talones. Y dijo que era una princesa de verdad.
“Bueno, ahora veremos”, pensó la anciana reina, pero no dijo nada.
Entró en el dormitorio, quitó toda la ropa de la cama y puso un guisante sobre el somier de tablas; luego cogió veinte colchones, los puso encima del guisante, y luego veinte edredones de plumas encima de los colchones.
Allí dormiría aquella noche la princesa.
Por la mañana le preguntaron qué tal había dormido.
—¡Oh, terriblemente mal! —dijo la princesa—. Casi no he podido pegar ojo en toda la noche. Dios sabe lo que habría en esa cama. Debajo había algo duro y tengo todo el cuerpo lleno de moretones. ¡Es horrible!
Así pudieron comprobar que era una princesa de verdad, pues había notado el guisante a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones. No podía haber nadie tan sensible, a no ser una auténtica princesa.
El príncipe se casó con ella, porque ahora sabía que había encontrado una princesa de verdad, y el guisante acabó en el museo, y allí sigue para que lo vean, si no se lo ha llevado nadie.
miércoles, 14 de agosto de 2019
Libertad. César Antonio Alurralde.
Su
celda está vacía. Anoche soñó que se encontraba en un pueblo muy
lejano, donde nadie lo conocía.
Y allí se quedó.
Y allí se quedó.
martes, 13 de agosto de 2019
La buena conciencia. Augusto Monterroso.
En
el centro de la Selva existió hace mucho una extravagante familia de
plantas carnívoras que, con el paso del tiempo, llegaron a adquirir
conciencia de su extraña costumbre, principalmente por las
constantes murmuraciones que el buen Céfiro les traía de todos los
rumbos de la ciudad.
Sensibles a la crítica, poco a poco fueron cobrando repugnancia a la carne, hasta que llegó el momento en que no sólo la repudiaron en el sentido figurado, o sea el sexual, sino que por último se negaron a comerla, asqueadas a tal grado que su simple vista les producía náuseas.
Entonces decidieron volverse vegetarianas.
A partir de ese día, se comen únicamente unas a otras y viven tranquilas, olvidadas de su infame pasado.
Sensibles a la crítica, poco a poco fueron cobrando repugnancia a la carne, hasta que llegó el momento en que no sólo la repudiaron en el sentido figurado, o sea el sexual, sino que por último se negaron a comerla, asqueadas a tal grado que su simple vista les producía náuseas.
Entonces decidieron volverse vegetarianas.
A partir de ese día, se comen únicamente unas a otras y viven tranquilas, olvidadas de su infame pasado.
lunes, 12 de agosto de 2019
El hombre muerto. Leopoldo Lugones.
La aldeíta donde nos
detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo
una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya
demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.
De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Éste se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.
–Pero yo no soy loco –dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo–. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
–Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)
–Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.
“Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de mi locura…
“La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para que esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una sola.
“Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa horrible.”
Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
–¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante mi no ser!
En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del campo, con la cara cubierta de tierra.
Tales narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.
Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día con varias mulas rezagadas.
No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos. He aquí lo que había sucedido.
El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales -la única limosna que nos había aceptado.
No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
–¡Un muerto! –balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.
Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles -cabeza y pies- trocáronse bruscamente en esqueleto.
El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.
Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.
De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Éste se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.
–Pero yo no soy loco –dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo–. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
–Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)
–Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.
“Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de mi locura…
“La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para que esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una sola.
“Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa horrible.”
Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
–¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante mi no ser!
En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del campo, con la cara cubierta de tierra.
Tales narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.
Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día con varias mulas rezagadas.
No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos. He aquí lo que había sucedido.
El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales -la única limosna que nos había aceptado.
No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
–¡Un muerto! –balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.
Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles -cabeza y pies- trocáronse bruscamente en esqueleto.
El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.
Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.