A
David Lagmanovich.
En
el antiguo Oriente existía la creencia de que, segundos antes de
morir, a la mente de los hombres acudían las percepciones,
conocimientos o las ideas más brillantes a las que un ser humano
podía aspirar. Guiándonos por esta aseveración, el más torpe de
los hombres podía concebir (secretamente) la teoría de la
relatividad, dominar la técnica para pintar la Mona Lisa o escribir
como Shakespeare y Cervantes, saber dónde está el Santo Grial o
vislumbrar el camino secreto que conduce hasta la ciudad perdida de
El Dorado.
Todo
lo mencionado termina como una desacertada conjetura si observamos el
capítulo XXXVII del Libro de las Revelaciones, recuperado
recientemente durante una excavación en la Caverna de las Brujas, en
las encumbradas montañas de la provincia de Tucumán, en Argentina.
En
dichas páginas, por ejemplo, se puede leer que lo último que pasó
por la cabeza de Nietzsche fue el recuerdo de haber pisado mierda de
gallina estando descalzo, cuando era muy niño. Oscar Wilde habría
emitido un insulto de lo más ordinario porque tenía mugre en la uña
del dedo gordo de su mano derecha. Aristóteles se fue con la pena de
ignorar cómo se hacía el pan. Séneca vio, creyó ver, a una simple
cucaracha muerta. Confucio miró el cielo y tomó la luna por un
plato de arroz. Sócrates se marchó con el deseo de orinar encima de
un hormiguero. Benjamín Franklin se preguntó si todas las ceras de
las orejas tenían el mismo sabor que la suya, y el gran Leonardo Da
Vinci soñó, antes de sucumbir, con una semilla de durazno.
De
la nada venimos, y hacia la nada vamos. Nos perderemos en el fondo de
los tiempos. Tal fue y será nuestro destino. Vida y muerte nos han
llenado, en mayor parte, de humillaciones, angustias y dolores.
Entonces yo, el pequeño Orlando, me pregunto: ¿por qué habríamos
de llenar de oro nuestra mente para homenajearlas en ese instante en
que se dan la mano? Vida y muerte, nada es lo que son. Por eso
nuestra mayor nobleza, y quizá nuestra única venganza, antes del
final, sea no pensar en nada.
P.D:
Puesto a elegir en nombre de la humanidad, yo no escogería divisar
los secretos del Universo, sino simplemente contemplar un rostro
amado.
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