lunes, 23 de septiembre de 2019

Antes del abismo pensaré en ti. Orlando Romano.

A David Lagmanovich.
En el antiguo Oriente existía la creencia de que, segundos antes de morir, a la mente de los hombres acudían las percepciones, conocimientos o las ideas más brillantes a las que un ser humano podía aspirar. Guiándonos por esta aseveración, el más torpe de los hombres podía concebir (secretamente) la teoría de la relatividad, dominar la técnica para pintar la Mona Lisa o escribir como Shakespeare y Cervantes, saber dónde está el Santo Grial o vislumbrar el camino secreto que conduce hasta la ciudad perdida de El Dorado.
Todo lo mencionado termina como una desacertada conjetura si observamos el capítulo XXXVII del Libro de las Revelaciones, recuperado recientemente durante una excavación en la Caverna de las Brujas, en las encumbradas montañas de la provincia de Tucumán, en Argentina.
En dichas páginas, por ejemplo, se puede leer que lo último que pasó por la cabeza de Nietzsche fue el recuerdo de haber pisado mierda de gallina estando descalzo, cuando era muy niño. Oscar Wilde habría emitido un insulto de lo más ordinario porque tenía mugre en la uña del dedo gordo de su mano derecha. Aristóteles se fue con la pena de ignorar cómo se hacía el pan. Séneca vio, creyó ver, a una simple cucaracha muerta. Confucio miró el cielo y tomó la luna por un plato de arroz. Sócrates se marchó con el deseo de orinar encima de un hormiguero. Benjamín Franklin se preguntó si todas las ceras de las orejas tenían el mismo sabor que la suya, y el gran Leonardo Da Vinci soñó, antes de sucumbir, con una semilla de durazno.
De la nada venimos, y hacia la nada vamos. Nos perderemos en el fondo de los tiempos. Tal fue y será nuestro destino. Vida y muerte nos han llenado, en mayor parte, de humillaciones, angustias y dolores. Entonces yo, el pequeño Orlando, me pregunto: ¿por qué habríamos de llenar de oro nuestra mente para homenajearlas en ese instante en que se dan la mano? Vida y muerte, nada es lo que son. Por eso nuestra mayor nobleza, y quizá nuestra única venganza, antes del final, sea no pensar en nada.
P.D: Puesto a elegir en nombre de la humanidad, yo no escogería divisar los secretos del Universo, sino simplemente contemplar un rostro amado.

 

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