Alberto no descubrió cuánto necesitaba abrazar a alguien hasta que
aquella anciana desconocida se le abalanzó con la intención de
envolverlo en sus brazos. ¿Cuánto hacía que él no tenía
oportunidad de realizar aquel gesto de cariño? En la oficina era
algo impracticable, con su padre hacía mucho que resumía sus
afectos en el beso casi arzobispal que desovaba cada noche sobre su
frente, y desde que Fátima, harta de trabajos esporádicos, había
decidido enfangarse en unas oposiciones a la administración pública,
sus encuentros se reducían a un torpe intercambio de palabras en el
descansillo de una escalera desvencijada, rebozados en penumbra
sucia, mientras su madre los espiaba con la puerta entreabierta
fingiendo que trasteaba en la cocina. Famélico de contacto humano,
Alberto correspondió al abrazo de la anciana sin pensárselo, como
en un acto reflejo: la estrechó entre sus brazos poniendo cuidado en
no troncharle la osamenta, que se adivinaba frágil como un entramado
de barquillo, y aspiró su aroma a piel gastada, abandonándose a la
bonanza del roce, disfrutando de aquel inesperado trato epidérmico.
La apretó con firmeza, metódico y agradecido, mientras se llenaba
de ella como un cántaro, sabiendo en el fondo que aquello no podía
prolongarse mucho más, que en breve la anciana lo miraría a la cara
y comprendería que la penumbra del pasillo le había hecho confundir
a algún ser querido con el vendedor de enciclopedias.
Sin embargo, cuando
al fin deshizo el abrazo para enfrentar su mirada, los labios de la
anciana no dibujaron otra cosa que una amplia sonrisa.
-José Luis, hijo
mío -exclamó con la voz rota por la emoción-. Sabía que vendrías,
que no te olvidarías de tu madre el día de su cumpleaños.
Alberto parpadeó,
sorprendido, mientras creía distinguir en los ojos de la anciana el
nubarrón de las cataratas, lo que, sumado al mezquino resplandor que
exhalaba la bombilla del pasillo, había creado el equívoco. Iba a
sacarla de su error, pero la anciana ya lo empujaba por un pasillo de
catacumba que desembocaba en una salita minúscula, abigarrada de
muebles de anticuario, la mayoría enterrados bajo una hojarasca de
paños de ganchillo. Proliferaban sobre las repisas los adornos
zafios y los trastos inútiles, que parecían reproducirse a su aire
en aquella penumbra, como animalitos noctívagos. La única nota de
color la ponía la tarta de cumpleaños que, erizada de velitas
encendidas, había alunizado sobre la mesa camilla.
-Siéntate, hijo, y
vamos a cortar la tarta, que traerás hambre- ordenó la anciana,
tendiéndole un birrete de papel charol semejante al que ella misma
procedió a colocarse sobre sus guedejas grises.
Inmóvil en el
centro de la estancia, Alberto contempló estupefacto a la anciana,
sentada expectante a la mesa, con el rostro suavizado por el
resplandor de las velitas y la tilde del bonete redimiendo su átona
figura, y se dijo que por qué no. Llevaba todo el día peinando el
extrarradio con el abrigo abrochado hasta el cuello, cada vez más
encorvado bajo el aliento glacial de un invierno que, si había que
hacer caso a los videntes ocasionales que producía el reuma,
barruntaba nieve por primera vez en doce años. Bajo aquella
perspectiva la mesa camilla, entre cuyas enaguas debía latir un
brasero, se le antojaba madriguera, útero materno, trinchera desde
donde oír sin miedo el rugido de los obuses. Nada le costaba
suplantar al desagradecido de José Luis y ofrecerle a su anciana
madre unas migajas de felicidad. Resuelto a ello, dejó el maletín
en el suelo, se sentó en la mecedora y con el gesto diligente de un
cirujano curtido empuñó los cubiertos. Reforzando su fingida
desenvoltura con un canturreo bajito, procedió a cortar el pastel,
sin dejar de mirar de soslayo a la anciana, quien a su vez lo
contemplaba a él con una sonrisa complacida. Tras servir la tarta,
ambos atacaron su porción en un silencio de abadía, roto únicamente
por los mugidos de deleite con que se turnaban para halagar el
virtuosismo del pastelero.
Mientras devoraba el
dulce, Alberto reparó en los dos retratos que colgaban en una de las
paredes. Uno pertenecía a una mujer morena, de tez pálida y ojos
lánguidos, probablemente hija de la anciana. El otro correspondía a
un individuo flaco, de rostro elemental y nariz aguileña que debía
de ser José Luis. Tuvo que reconocer que guardaba cierto aire de
familia con el individuo al que estaba sustituyendo, aunque el tipo
de la fotografía poseía una mirada resuelta con la que él no había
tenido la fortuna de nacer. Estaba claro que José Luis pertenecía a
ese grupo de personas que encaran la vida como una competición
excitante, por lo que no era difícil imaginarlo yendo de aquí para
allá con rollos de planos bajo el brazo, o hurgando en los
subterráneos de una mujer con un guante de látex, o impartiendo
órdenes a un equipo de vendedores de enciclopedias formado por
hombres sin más sangre en las venas que la imprescindible para
mantenerse con vida. Resultaba triste, de todas formas, que tuviese
algo más importante que hacer el día del cumpleaños de su madre
que estar allí. Tan triste como que él no tuviese nada más
importante que hacer en algún otro lugar.
-¿Dónde ésta mi
regalo?- inquirió de repente la anciana.
La pregunta alarmó
a Alberto. Contempló a su anfitriona, sin saber qué contestarle,
hasta que se acordó del regalo que esa misma tarde, mientras
deambulaba por un centro comercial, había comprado para Fátima.
¿Por qué no, puestos a jugar, hacerlo bien?, se dijo hurgando en su
maletín. Extrajo el regalo, lo desenvolvió y se lo mostró a la
anciana. Ésta estudió la bola de cristal que anidaba en la palma de
Alberto con una mirada escéptica.
-Es un bibelot-
explicó Alberto.
Lo sacudió con un
movimiento seco, e inmediatamente, sobre el pintoresco pueblecito que
se alojaba en su interior, se desencadenó una nevada. Al ver surgir
de la nada aquellos copos de nieve a la anciana se le iluminó el
rostro. Lo tomó con reverencia de las manos de Alberto y, tras un
momento de duda, se atrevió a agitarlo ella misma, conjurando de
nuevo la nieve sobre aquel paisaje minúsculo. Luego, dejándolo a un
lado, como si quisiera aplazar su disfrute para cuando volviera a
encontrarse sola, dedicó a su falso hijo una mirada satisfecha.
-Es un mundo de
juguete que tiene sus propias reglas -puntualizó Alberto, señalando
el bibelot con las cejas-. Ahí dentro todo funciona de otra manera.
La anciana asintió
con gravedad, pese a que resultaba imposible que hubiese llegado a
entender sus palabras. Al instante, Alberto se reprochó el haber
correspondido a la afable disposición de su anfitriona formulando un
pensamiento tan íntimo e idiota como eran las impresiones que le
había producido el bibelot. Pero ya estaba hecho. Se recordó
entonces aventurándose en aquella tienda del centro comercial sin
más propósito que el de reunir el valor suficiente para volver a
encarar el frío de las calles. Una vez dentro, había merodeado
entre sus estanterías, contemplando los abalorios sin demasiado
interés, mientras un sentimiento de desdicha se iba apoderando de
él. ¿Con aquella misma desgana iría royendo el futuro, malgastando
los días rondando por bares y almacenes como un desarrapado al que
ni siquiera le quedaba el consuelo del vino para disfrazar su inútil
existencia? Pero qué podía hacer, si no se sentía con fuerzas para
doblegarse ante los elementos ni lograba encontrar un sueño que
perseguir, un anhelo a cuya consecución poder entregarse para
exhibir al menos un poco de coraje. A veces miraba a su alrededor,
hacía balance del día, y encontraba una exigua calderilla vital: el
fogonazo de alegría que le había producido vender alguna
enciclopedia, la victoria de haberle robado un beso o una caricia a
Fátima, modesta gratificación a su perseverancia en la desapacible
penumbra del descansillo. Y se echaba en la cama vencido, aterrado
ante la posibilidad de que aquel mundo fuese inamovible, de que para
que las cosas cambiasen fuera necesario el concurso de su voluntad.
Perdido en tan funestos pensamientos, clavó los ojos en el bibelot
que descansaba en un anaquel, en cuyo vientre el fabricante había
acomodado una aldea de cuento, formada por cuatro o cinco casitas de
madera y algunos abetos. Sin saber por qué, se imaginó viviendo
allí dentro, en una de aquellas cabañas, rodeado de vecinos que al
igual que él también habrían desertado de una realidad hostil y se
afanaban en mantener en funcionamiento aquella suerte de simulacro.
Finalmente, al verse presionado por las miradas cada vez más
recelosas de la dependienta, había comprado el bibelot, aquel mundo
dentro del mundo, sometido a la regencia de un dios que lo único que
podía hacerles era espolvorearlos de tanto en tanto con una nevada
inofensiva.
-Tu hermana debe de
estar a punto de llamar- advirtió de repente la anciana, arrancando
de sus pensamientos a Alberto, quien, tras un momento de confusión,
clavó los ojos en el retrato de la mujer que había en la pared, no
sin cierto temor-. Antes nunca me llamaba, ¿sabes? Pero desde el día
en que se lo reproché, no se le olvida jamás.
En ese momento, como
si las palabras de la anciana fuesen un conjuro, sonó el teléfono.
Alberto dio un respingo, y buscó con la mirada el artilugio que
producía aquel sonido desabrido e impertinente. Lo descubrió en una
mesita cercana, camuflado entre cachivaches inútiles. Con esfuerzo,
la anciana se levantó, se dirigió al aparato y lo descolgó.
-Hola, hija- saludó
con la voz transida de emoción-. ¿Cómo estás? ¿Hace frío en
Bruselas?
Conmovido, Alberto
observó a la anciana, que se mantenía de pie junto a la mesita,
oscilando levemente, como si el peso del auricular la desequilibrara.
Mientras la oía conversar, admiró su figura desgastada, aquel
compendio de años que tenía ante sí, y no pudo evitar sentir un
principio de vértigo al ser consciente de que la anciana había
habitado un tiempo distinto al suyo, que ella ya existía cuando él
no era nada, tan sólo una remota posibilidad, una hipótesis que se
concretó gracias al tesón de un zapatero, que no cejó hasta que la
hija de su mejor clienta aceptó acompañarlo al baile de Navidad.
Contempló aquella criatura deteriorada con infinita ternura,
maravillado por las vivencias que debía de atesorar en sus ojos, y
lamentando que todo aquello fuese un legado sin destinatario que se
perdería por el desagüe cuando la muerte decidiera al fin quitar el
tapón de su existencia. ¿Qué clase de vida le habría tocado en
suerte?, se preguntó. A juzgar por el modesto agujero donde rebañaba
sus días, debía de haber tenido una de esas existencias de abeja
laboriosa, dura y anónima, que siempre parecen discurrir al margen
de la verdadera vida, cualquiera que esta sea. Junto a un marido que
debía de haber fallecido unos años atrás, y de cuyo carácter
Alberto nada podía deducir, la mujer habría criado a sus dos hijos
sin escatimar coraje ni sacrificio, y ahora era probable que
contemplara el puñado de días que le quedaba por consumir como un
interminable tiempo muerto que no sabía en qué emplear. A esas
alturas de la vida, pensó Alberto, con los deberes ya hechos, sólo
cabía sentarse a reponer fuerzas, a disfrutar del cariño de los
suyos, de la satisfacción de saberse artífice en las sombras de sus
logros, de haber traído al mundo a alguien en cuyas gestas podamos
constatar que el esfuerzo mereció la pena. Aunque resultaba evidente
que sus hijos le negaban el placer de verlos construir sus vidas. La
hija al menos la llamaba desde la remota Bruselas. El tal José Luis,
que al parecer permanecía en la ciudad, ni siquiera eso. Apenado,
Alberto continuó comiéndose la tarta, sin quitar oído de la
conversación, algo preocupado por los derroteros que pudiese tomar.
Su inquietud se acentuó cuando, después de unos minutos donde se
había limitado a asentir al parloteo que provenía del otro lado de
la línea, la anciana dijo:
-No te preocupes por
mí, hija. No estoy sola. Tu hermano ha venido a verme.
Tenso sobre la
silla, aguardando acontecimientos, Alberto masticó despacio el
bocado de dulce que acababa de llevarse a la boca. Oyó a la mujer
replicar algo, con un tono de voz repentinamente severo, que hizo que
la anciana enmudeciera un instante, como si buscase las palabras
adecuadas para responderle.
-No empieces otra
vez, hija -la oyó decir-. ¿Por qué siempre me dices lo mismo?
¡José Luis no está muerto! ¡No murió en ningún accidente de
avión! Está aquí, conmigo, comiéndose la tarta.
Alberto dejó de
masticar, aturdido, y fulminó con la mirada el retrato de José
Luis. ¿Estaba suplantando a un muerto? Miró de nuevo a la anciana,
que continuaba insistiendo en que su hijo estaba vivo. Pero la voz
del otro lado no daba su brazo a torcer.
-Anda, habla con tu
hermana -le ordenó de pronto la anciana tendiéndole el teléfono-.
Dile lo muerto que estás.
Alberto contempló
el auricular como si se tratase de una cobra. Porque no supo cómo
negarse sin levantar sospechas en su anfitriona, se incorporó y
cruzó, algo mareado, la distancia que lo separaba del teléfono.
Empuñó el auricular sin saber qué hacer.
-Hola, hermana-
dijo, con el corazón batiéndole el pecho -. ¿Qué tal todo?
Al otro lado de la
línea se hizo un silencio sepulcral.
-¿Quién eres, hijo
de puta?- oyó preguntar a la mujer cuando se recuperó de la
sorpresa.
Pese a la dureza del
tono, a Alberto le pareció una voz agradable. Observó el retrato
que colgaba de la pared, y eso disipó parte de su inquietud, como si
el hecho de conocer su aspecto físico le diese algún tipo de
extraña ventaja sobre la mujer. Ésta, ante su silencio, había
comenzado a insultarlo e incluso amenazaba con llamar a la policía
si no se identificaba.
-Escuche- dijo
Alberto bajando la voz, tras comprobar de soslayo que la anciana
había regresado a su butaca y no podía oírle-. Sólo soy un
vendedor de enciclopedias. Su madre me ha confundido con su hermano y
yo he decidido continuar con la farsa. No voy a hacerle ningún daño,
créame, ni voy a robarle nada. Sólo le estoy ofreciendo un poco de
compañía, eso es todo. Me comeré la tarta y me marcharé.
La mujer guardó
silencio durante unos instantes, digiriendo su explicación, y
Alberto, consciente de lo disparatada que sonaba la verdad, temió
que no lo creyese. Pero para su sorpresa, cuando la desconocida
volvió a hablar fue para disculparse por su actitud y agradecerle lo
que estaba haciendo por su madre.
-La pobre está muy
sola- explicó la mujer en un tono lento, divagatorio, como si
reflexionase para sí misma-. Desde la muerte de mi hermano no es la
misma, ¿sabe? Se niega a creer que José Luis haya fallecido. Ha
construido un mundo donde todo sigue como antes. Le agradezco que
haya contribuido a hacerlo real. Es lo que hacemos todos.
Alberto la dejó
hablar sin atreverse a interrumpirla, consciente de que la mujer no
estaba sino desahogándose. Cuando volvió a quedarse callada
insistió en que no tenía porqué agradecerle nada: la tarta era
deliciosa y él no tenía nada mejor que hacer esa tarde. La mujer
dejó escapar una risita, que a Alberto se le antojó
extraordinariamente dulce. Le resultó incongruente escuchar un
sonido tan delicado y limpio en aquella habitación desolada, sumida
en la más viscosa de las tristezas, y estuvo a punto de pedirle a la
mujer que volviera a reír, que volviera a enredarle los tímpanos
con aquella mariposa de luz, pero le pareció una petición
temeraria, impropia entre dos desconocidos. Incomodados por el
silencio que, una vez aclarado todo, se había instalado entre ellos,
ambos se apresuraron a despedirse. Al colgar el teléfono, a Alberto
le sorprendió saber que, en la remota Bruselas, una desconocida
estaba plagiándole el gesto. Por los comentarios de la anciana había
deducido que la mujer no estaba casada ni parecía convivir con
nadie, por lo que la imaginó sentada en un sofá, vestida con un
pijama sencillo, de esos con trazas masculina, y el cabello moreno
húmedo y reluciente debido a la ducha que se habría regalado como
colofón a una cansina jornada laboral en algún edificio
administrativo, entre cuyas sobrias paredes se le escurría la vida
sin ella saberlo. La ubicó en un apartamento pequeño, decorado sin
demasiados alardes imaginativos pero con buen gusto, tal vez con
vistas a un parquecillo alfombrado de una hojarasca crujiente, casi
musical, sobre la que la mujer solía caminar de regreso a casa bajo
la trágica luz del crepúsculo. No sabía cuánto habría de cierto
en el retrato que había improvisado. Quizá tan sólo hubiese
acertado en lo del sofá, puede que en el pijama. Pero lo que sí
podía asegurar era que, ahora, en aquel preciso instante, la mujer
estaba pensando en él. Tal vez no volviese a hacerlo nunca más,
pero en aquel momento lo estaría imaginando, asignándole un físico
movida por ese acto reflejo que nos obliga a ponerle un rostro a los
desconocidos que nos llaman por teléfono. Y el hecho de que, pese a
que no se conocían ni jamás se habían visto, estuviesen pensando
el uno en el otro, perfectamente sincronizados, separados por un
océano de kilómetros, le produjo una sensación de agradable
complicidad.
Alberto reparó
entonces en que la anciana se había quedado dormida. Demasiadas
emociones por hoy, pensó. Se quitó el bonete, lo dejó sobre la
mesa y, tras coger su maletín, se despidió de ella con una sonrisa.
Cerró la puerta del piso sin hacer ruido y bajó las escaleras. En
el portal, antes de salir, se detuvo a estudiar los buzones, movido
por la necesidad de adjudicarle un nombre a su anfitriona. Buscó el
casillero que le correspondía y acarició la plaquita con los dedos,
repasando las letras doradas que componían la identidad de la
anciana como lo haría un ciego.
-Hoy es su
cumpleaños -dijo alguien a su espalda.
Sorprendido, Alberto
se volvió. La vecina del bajo, una mujer de unos cincuenta años, lo
observaba desde la puerta entreabierta de su piso, con un plato
envuelto en papel de aluminio entre las manos.
-De doña Elvira,
digo. Hoy cumple años. Ahora mismo iba a llevarle unas rosquillas
que le he preparado. La pobrecilla está muy sola. ¿La conoce usted?
-Un poco -respondió
Alberto, incómodo por el escrutinio al que lo estaba sometiendo la
mujer, que lo observaba recelosa, meciendo peligrosamente el
plato.-Era amigo de José Luis- se vio obligado a añadir, esperando
que aquello la tranquilizara.
-Era un muchacho
estupendo- dijo la mujer, aparentemente contenta de conocer a un
amigo del difunto-. Su pérdida fue terrible para Elvira. No sé cómo
lo soporta, la verdad. Sobre todo cuando, dos meses después del
accidente de José Luis, su hermana, creyéndose culpable de su
muerte porque viajaba a Bruselas para verla a ella, se suicidó
tomándose un tubo entero de pastillas.
Alberto sintió que
le faltaba el aire. La cabeza empezó a darle vueltas y, al borde del
desmayo, se despidió de la vecina con un murmuro ininteligible y se
precipitó hacia la puerta del inmueble. El aire gélido de la noche
le ayudó a recobrarse. Se apoyó en una farola, respirando con
dificultad. ¿La mujer también había muerto? ¿Con quién había
hablado entonces?, se preguntó, sintiendo cómo un sudor frío le
resbalaba por la espalda. ¿Había hablado con un fantasma? De
repente, al recordar la voz de la mujer, su risa de cascabel, sintió
miedo, un miedo atroz, desmesurado, pero también una profunda
repulsa al comprender que había mantenido contacto con una persona
que no existía, con alguien que habitaba otro mundo. Pero aquello no
podía ser, se dijo, obligándose a buscar otra explicación antes de
que lo dominara el pánico. Era más racional pensar que no había
hablado con la mujer del retrato, sino con otra, tal vez con la
compañera de piso de la desconocida quien, como él, también se
hacía pasar por un muerto. Quizá la anciana, sumida en la soledad y
el delirio tras la muerte de su hija, seguía marcado su número de
teléfono cada noche para reprocharle que nunca la llamase, y su
antigua compañera de piso, apiadándose de ella, había decidido
suplantar a su amiga. Aquella posibilidad, mucho más sensata, lo
tranquilizó.
Más sereno, se
abotonó el abrigo, haciéndose la promesa de continuar con su papel.
Acudiría allí cada año, se pondría el birrete y cortaría la
tarta, y aguardaría la llamada de aquella desconocida para hablar
con la hermana que nunca había tenido. Y pudiera ser que, mientras
su vida verdadera continuaba inmóvil, varada en el descansillo de la
escalera de Fátima, en su otra vida la desconocida viniera a verlos,
a ocupar la mecedora vacía que quedaba en la habitación, y mientras
la oía hablar de Bruselas, él podría cogerle la mano por debajo de
las enaguas, sin importarle encontrarla tan fría como debía estarlo
la suya, porque qué importaba que ella hubiese muerto ingiriendo un
tubo entero de pastillas y él en una catástrofe aérea si ahora
estaban allí, todos juntos componiendo un mundo de mentira, un mundo
dentro del mundo en el que poder ser felices. Sonrió, mientras del
cielo, en ráfagas lentas y suaves, comenzaban a caer copos de nieve,
como si alguien, en alguna parte, hubiese sacudido un bibelot.
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