Cuando se dieron cuenta del
olvido, todos lloraron como perros.
El
pueblo entero gimió desconsolado. Aquello era la ruina. Era el
hambre. Era la muerte. No era para menos. Veréis lo que pasaba,
niños míos.
Aquel pueblecito pesquero era
un verdadero pueblecito pesquero. En él solamente vivían, con sus
mujeres, rudos pescadores de cachimba y barba; miles de pescadores
que solamente ese oficio tenían: pescadores, marineros, gente de
mar. En las tiendas del pueblo, como en todas las tiendas de los
pueblos pesqueros, solamente vendían aparejos y redes y bidones de
brea, y pies desnudos de pescadores, y palabras fuertes, envueltas,
como bombones, en el papel de plata del aguardiente. Había también
una preciosa playa llena de brisa, con casetas de baño preparadas
para los veraneantes alegres. También había cangrejos, y mojama, y
bacalao. (Pero el bacalao ya era algo caro). Había, en fin, de todo
lo que hay en esos pintorescos pueblecitos de pescadores. Lo único
que no había era mar. Se les había olvidado ponerlo. En el lugar
donde debía estar el mar, había una montaña con pinos y gente
debajo comiendo tortilla, que había salido quemada. No tenía mar
aquel pueblo y el mar más próximo estaba a setecientos kilómetros
de distancia. En Cádiz.
Cuando
los pescadores de aquel pueblo se dieron cuenta de este olvido,
lloraron como perros muertos. Aquello era la ruina. El hambre. El
mausoleo. Los pescadores de aquel pueblo de pescadores sólo sabían
pescar, y no podían porque no tenían mar y ni siquiera lo habían
visto nunca.
Ya
que el que hizo los pueblos, o el Gobierno, no se lo había puesto al
lado, como debía, pensaron en hacerlo ellos por su cuenta. Toda el
agua que había en los botijos y en las palanganas de la mañana la
echaron en un hoyo que hicieron en el monte. Pero no salía bien el
mar. Lo más difícil y lo que no podían conseguir era poner salada
el agua. Esto era imposible.
Los
pescadores se pasaban todo el día en las puertas carcomidas de las
tabernas, sin saber qué hacer, muertos de hambre y de indignación.
Y ni siquiera les quedaba el recurso de irse a cazar al campo, pues,
como ya hemos dicho, aquello era un pueblo exclusivamente de
pescadores.
Todas
las tardes iban al muelle a ver si por casualidad les habían puesto
ya el mar, con la misma ilusión y temor que van los niños al
gallinero a ver si las gallinas han puesto un huevo. Pero no lo
habían puesto. No lo ponían nunca…
¡Qué
asco! ¡Qué asco!
Aumentaba
el hambre. Miles de criaturas morían de inanición. Las mujeres
daban aullidos de espanto. Era graciosísimo. Daba mucha risa
aquello.
Nuevamente
fue una Comisión de pescadores a charlar un rato con el ministro de
Marina, que era el que tenía que poner el mar.
-Pónganos
de una vez el mar, señor ministro, si es que nos lo va usted a
poner. No podemos trabajar. Nos morimos de hambre.
-Por
ahora es imposible -argüía el ministro-. Ya no nos queda mar. No
tenemos ni una gota de agua de que disponer. Todo el mar que
teníamos, lo hemos puesto ya en otros puertos de mar como el de
ustedes.
-¿Y
cómo no nos lo pusieron a nosotros, que somos los que más lo
necesitamos? ¡Es intolerable!
-Sin
duda fue algún olvido. El ingeniero de Caminos, Canales y Puertos,
con barba blanca, que hace los pueblos y las ciudades de todo el
mundo, no puede estar en todos los detalles. Sufre, naturalmente,
confusiones. Ya ve usted: cuando hicieron el mundo, que ya hace
siglos, pusieron la Giralda en Monforte. Fue una gran equivocación
que costó mucho rectificar. Tuvieron que quitarla de allí y
llevarla a Sevilla, que es donde tiene que estar la Giralda. Si se
hubiese quedado en Monforte, figúrese qué compromiso. Hacer todos
los pueblos del mundo es muy difícil, caballeros. Hay que tener un
poco de tolerancia.
-¡Pero
es que esto es nuestra ruina! -gimieron.
-¿Por
qué no le piden ustedes un poco de mar a Cádiz? Cádiz tiene mucho
a los lados, y en la punta de San Felipe, también.
-Ya
se lo hemos pedido, pero no nos lo quieren dar. Dicen que lo
necesitan todo para echar dentro sus pescadillas y sus gambas.
-¡Qué
lástima!
-Pónganos
usted, por lo menos, un río. ¡Cinco o seis metros de río!…
Pero
no hubo manera. No quería el hombre. Y entonces, cuatro de los más
fuertes pescadores se fueron a América, que tiene mucho mar, y lo
cogieron y lo fueron estirando, como el que desenrolla una alfombra,
hasta que lo hicieron llegar a su playita.
¡Oh!
¡Qué júbilo! ¡Qué felicidad en todos los rostros! ¡El mar! ¡El
mar! ¡El inmenso océano!…
Al
principio, todo hay que decirlo, nadie tomaba en serio aquel mar.
Hasta los peces se bebían toda el agua. Y por las noches venía
gente de los pueblos próximos y lo cogían y se lo llevaban a sus
casas metido en botellas y en tazones del chocolate. Quitaban las
olas de encima y las metían debajo. Hacían
mil diabluras… Y cuando, por la mañana, se levantaban los
pescadores a verlo, se encontraban con que lo habían robado y tenían
que ir por él a casa de los ladrones. Para evitar estos abusos, le
tuvieron que hacer una tapia, rodeándolo. Y una vez hecha la tapia,
los pescadores, tranquilos, empezaron a pescar. Pero, como pasa
siempre con estas cosas, empezaron a ocurrir desgracias. Hubo
naufragios. Mucha gente se ahogaba. Había abundantes tormentas. En
fin, un horror de tragedias. Y, entonces, el tabernero del pueblo
inventó una cosa para evitar todas estas tonterías. ¡Ya podía la
gente bañarse lo que quisiera!… ¡Ya podía haber tormenta!… ¡Ya
podía haber naufragios!… Con aquel invento ya no había peligros
de ninguna clase.
El
inventó consistía en asfaltar todo el mar. Y lo asfaltaron.
Quedó
un mar repugnante.
Pero
daba gusto pasear por él en coche.
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